José Luis Orella Unzué
Catedrático senior de Universidad

La crisis de la civilización occidental

Sostiene el autor que la civilización occidental se encuentra en crisis ante todo «de fundamentos sociales». Prueba de ello es que la crisis económica en Europa, y principalmente en el ámbito mediterráneo, «se está resolviendo sin aplicar los principios básicos de los que afirmaba nutrirse la cultura occidental».

La crisis económica que ha dominado nuestro ámbito europeo, principalmente mediterráneo, se está resolviendo sin aplicar los principios básicos de los que afirmaba nutrirse la cultura occidental. Ha acrecentado las desigualdades sociales entre los miembros europeos del norte y del sur, ha dejado en la cuneta de los bienes de producción a un número cada vez mayor de desheredados, de los que muchos de ellos aun teniendo trabajo no logran arribar a usufructuar de los bienes sanitarios, culturales y sociales de los que gozaron sus padres y las generaciones anteriores.

La cultura occidental ha ido cambiando paulatinamente las instituciones basadas en el sector público, en la justicia y en la igualdad de todos ante la ley,  por unas organizaciones que fundamentan su existencia en el altruismo y en la privacidad. Las ONGs están realizando unas funciones que se deben cubrir por humanidad cuando los estados han declinado realizarlas.

El mundo occidental ha sustituido la justicia por el altruismo, el goce diario de los bienes por la incertidumbre del futuro propio y de las nuevas generaciones y la alegría del presente por la desesperanza que carece de horizonte de futuro.

La civilización occidental ha entrado en una crisis profunda que no es principalmente económica sino de fundamentos sociales y esto desde el final de la guerra fría.

Sin embargo, la sociedad europea se había ido conformando durante estos últimos veinte siglos no sólo con la aceptación de los mundos grecorromanos y cristianos, sino con la depredación de las riquezas económicas y culturales de los pueblos asiáticos, americanos y últimamente africanos.

Cuando la cultura occidental, principalmente jurídica, se ha ido conformando autónomamente solo ha generado normas basadas en estas raíces señaladas romanas y germánicas pero no ha tenido nunca en cuenta los derechos de las personas ausentes en el espacio y en el tiempo, que ahora se han presentado ante sus fronteras como desplazados de su patria y como emigrantes.

Superada la crisis económica con gran coste demográfico y social, ahora se presenta ante nuestros ojos la verdadera crisis occidental que está aún por llegar. Es la crisis de los millones de desplazados de los pueblos que las potencias occidentales, europeas y norteamericanas han desestructurado y que ahora vienen a cobrarse el desmantelamiento injusto y arbitrario de sus estructuras económicas, culturales y sociales que impunemente las potencias destruyeron o succionaron durante siglos.

Esta es la verdadera crisis la que se nos viene encima que a diferencia de la económica no se soluciona con los préstamos ni con los bancos.  Más aún yo diría que esta crisis demográfica no tiene solución. Porque no puede aceptar todos los emigrantes que se presentan en sus fronteras por su incapacidad de absorción y la consiguiente degradación de los autóctonos que los reciban, ni puede poner vallas lo suficientemente seguras que impidan la llegada de los nuevos pueblos, sin contar el estigma denigrante en lo social, en lo cultural y en lo filosófico con el que el pueblo que rechaza la emigración queda marcado.  

Y además de que nos desfonda esta crisis de nuestros principios éticos, morales y ante todo culturales, nos obliga a recrear una nueva civilización occidental y europea que deberá ser interracial, pluricultural y de tolerancia entre las diferentes religiones de sus miembros.

Si quisiéramos dar solución a la mayor catástrofe que se puede originar con la llegada de los millones de refugiados y emigrantes africanos y asiáticos que arriban a nuestras fronteras y desde la cultura cristiana, deberíamos cambiar fundamentalmente nuestra actitud de prepotencia y dominio despótico de los bienes que la naturaleza distribuye entre todos los habitantes de la tierra.

La cultura cristiana nos afirma que el dueño que controla la crisis y la vida humana es como un padre acogedor y comprensivo con su hijo perdido y malgastador de la herencia paterna que ha puesto en peligro la solidaridad de todos. Es el dueño de la viña que quiere el pan para todos incluso para los que se han quedado sin trabajo y que exige acabar con la explotación de los grandes propietarios y la rivalidad entre los jornaleros. Es el señor del templo que acoge y declara justo a un recaudador deshonesto  que se confía en su misericordia y que no acepta una religión que bendice a los observantes y abre un abismo infranqueable a los pecadores. Es la misericordia con el herido en el camino que no la vive el miembro observante sino el que la ejercita sin sectarismos y odios seculares y que está atento ante el sufrimiento de los abandonados en las cunetas. Es la base que fundamenta la igualdad de todos los hombres y que por lo tanto no acepta la exclusión de los que sufren el desamparo y la emigración.

Pero como los principios cristianos y las normas jurídicas grecolatinas no nos sirven por su inaplicabilidad, debemos plantearnos seriamente cuál será el fundamento de la convivencia futura de razas, estados, culturas y religiones.

Porque la civilización occidental partía del principio de que todos los hombres tienen los mismos derechos, que los bienes de la naturaleza no son exclusivamente para los que los ocupan por la violencia de las armas, que el futuro no lo diseñan unos cuantos estudiosos que legislan en propio beneficio.

Sin embargo, la civilización occidental ha renunciado a dar explicaciones filosóficas de su existencia porque el darlas con lógica frustraría el grado de riqueza y bienestar del que gozan las clases que dominan la política, los medios de comunicación y la sociedad en general.

Y esto porque la civilización occidental ha renunciado a dar explicaciones del origen del universo, del nacimiento del mal sobre la tierra, de los motivos espurios para ejercer sin castigo la violencia sobre los demás, sobre todo si son más débiles y por lo tanto la civilización europea no tiene argumentos que fundamenten la afirmación filosófica y sobre todo ética de que todos los hombres (también los emigrados y los excluidos de su patria) sin distinción de raza, edad, geografía, religión o cultura son sujetos de derecho y por lo tanto merecedores de su consideración humana en cualquier lugar del globo.

La civilización cristiana occidental no puede afirmar que todos los hombres son hijos de Dios, precisamente porque ha excluido el dar una respuesta filosófica al papel que en su civilización ha tenido Dios.

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