Raúl Zibechi
Periodista

La guerra minera en Perú: «con el cuchillo al cuello»

El extractivismo multinacional reproduce el hecho colonial: ocupa territorios; genera economías verticales; modifica
las legislaciones nacionales; ataca la agricultura familiar y la soberanía alimentaria; militariza regiones enteras

Cuando aún no se han apagado los ecos del conflicto entre la población de la sureña región de Arequipa y la minera Tía María, con su secuela de muertos y heridos, con la ocupación militar de pueblos y ciudades, en la región de Apurímac, en el centro-sur andino, se produjo una nueva masacre con la muerte de cuatro personas en medio de un paro de protesta contra la mina Las Bambas.

Los hechos sucedieron en la tarde del 28 de setiembre, cuando la Policía reprimió a balazos a los pobladores de la provincia de Cotabambas, donde se registraron además doce heridos de bala. Las Bambas es el mayor proyecto minero del país, con una inversión de 10.000 millones de dólares, que a partir de enero de 2016 producirá 400.000 toneladas de cobre al año. Solo la producción de esa mina elevará el PIB anual del país en 1,5%. El 60% de las exportaciones peruanas provienen de la minería que es la principal fuente de ingresos del Estado. Los numerosos emprendimientos mineros se localizan en las regiones más pobres del país, habitualmente en la sierra andina. En la región de Apurímac la pobreza supera el 40% de la población.

La mina Las Bambas fue comprada en abril de 2014 por el consorcio chino-australiano MMG a Glencore-Xstrata por 6,5 mil millones de euros, una de las transacciones más importantes en la historia del Perú. El complejo minero comenzó a construirse hace diez años con la promesa de mejorar las condiciones de vida de la población local. Durante la construcción de este colosal complejo, se necesitaron 10.000 trabajadores que ahora quedarán cesantes, ya que el funcionamiento de la mina necesita 2.000 empleados de elevada calificación.

Pero la vida de la población no mejoró. Un informe de la página Lamula.pe destaca que luego de una década «la mitad de la población no puede cubrir sus bienes y servicios esenciales, la tasa de analfabetismo alcanza al 24%, el 40% de los niños menores de 5 años tiene anemia y la desnutrición crónica afecta al 27%, según datos oficiales» (Lamula.pe, 30 de setiembre de 2015).

Pero la rabia de la población se disparó por un grave incumplimiento de la empresa, avalado por el Gobierno. El estudio de impacto ambiental consultado con la población y aprobado por esta preveía la construcción de un mineroducto bajo tierra de 206 kilómetros que trasladaría el cobre hasta la vecina provincia de Cusco, donde Xstrata tiene un complejo de procesamiento. Pero al ser vendida a MMG, esta decidió cancelar el ducto y construir un planta procesadora en las proximidades de la mina Las Bambas.

Esta decisión no fue consultada con las poblaciones afectadas. El problema es que cada año circularán camiones trasladando 450.000 toneladas de cobre por carreteras que atraviesan decenas de comunidades campesinas, generando impactos no previstos en el estudio original. Además, la mina consumirá 800 litros de agua por segundo del río Chalhuahuacho. Las comunidades se sintieron burladas y lanzaron la protesta.

La respuesta del Gobierno fue declarar el estado de emergencia, como lo ha hecho decenas de veces ante conflictos mineros, lo que supone la militarización de provincias enteras. La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos recuerda que ya son 49 muertos en los cuatro años de gobierno de Ollanta Humala en la represión de conflictos sociales. Desde 2006 son ya 125 civiles muertos, la inmensa mayoría en conflictos mineros.

El Informe Anual 2014-2015 de la Coordinadora Nacional del Derechos Humanos, difundido en agosto pasado, asegura que «el 95% de las víctimas fallecieron por impacto de proyectil de arma de fuego», lo que le permite asegurar que «nos encontramos por lo tanto ante una práctica de carácter sistemático, que involucra responsabilidades al más alto nivel del Estado» (p. 41). De esta cantidad, el 12% son menores de edad y el 10% mujeres. El informe asegura que «la masculinización de la letalidad en conflictos sociales coincide con cifras similares durante el conflicto armado interno de 1980-2000».

Alguna de las conclusiones del capítulo dedicado a la criminalización de la protesta social revelan un patrón común: «El Gobierno de Ollanta Humala ha desplegado una estrategia frente a la conflictividad social que combina la criminalización de la protesta social, junto con otra estrategia llamada de ‘diálogo’, pero que está orientada a disminuir el nivel de movilización de los ciudadanos, sin dar una salida de fondo a los problemas estructurales, esto es, la vulneración de derechos» (p. 39).

Durante la presentación del informe, la entonces secretaria ejecutiva de la Coordinadora, Rocío Santisteban Manrique, aseguró que en todo el continente «se sigue usando el derecho penal para desmovilizar a los sectores de vanguardia, deteniendo a los dirigentes, hostigando y desprestigiando a los defensores de derechos humanos y defensores ambientales». Finalizó recordando que «Perú es el cuarto lugar en el mundo donde mueren defensores medioambientales».

En un reciente estudio titulado «Potosí, el origen» (Mardulce, 2014), el argentino Horacio Machado Aráoz escribe: «Las formas extremas de violencia se desencadenan cuando existen sectores, comunidades o regiones enteras que no se dejan tentar por la lógica de las compensaciones». Las multinacionales mineras y los gobiernos que las amparan y protegen despliegan diversos formatos represivos, desde la intimidación hasta la ocupación militar del territorio. A tal punto que «prácticamente no existe poblador vecino de un proyecto minero que no tenga algún proceso judicial abierto», según Machado.

Es una guerra minera contra los pueblos. Como en la colonia. Porque vivimos un nuevo colonialismo, ahora de la mano de las multinacionales. Las cifras de este neo-colonialismo son alarmantes: Estados Unidos consumía, en 2004, 19,7 kilos de aluminio por habitante; Alemania 21,8 kilos; China 4,7 y América Latina 2 kilos. Las cifras son similares para el cobre, zinc, plomo, níquel y estaño. Devastan poblaciones y naturaleza para llevarse las riquezas.

El extractivismo multinacional reproduce el hecho colonial: ocupa masivamente territorios; establece relaciones asimétricas con pueblos y estados; genera economías de enclave, verticales, que no se articulan con el entorno; realizan intervenciones políticas potentes que consiguen modificar las legislaciones nacionales; atacan la agricultura familiar y la soberanía alimentaria, contaminando, desterritorializando comunidades y usurpando el agua; y, finalmente, militarizan regiones enteras.

Pero los pueblos están ganando. O, por lo menos, están consiguiendo triunfos. En Argentina, ocho provincias prohibieron la minería a cielo abierto y, en 2013, la justicia chilena ordenó suspender el proyecto aurífero Pascua-Lama, uno de los más ambiciosos del continente. En Perú hay proyectos detenidos gracias a la resistencia campesina e indígena. Los pueblos están aprendiendo a resistir bajo el estado de excepción, o a luchar «con el cuchillo al cuello», como decía Frantz Fanon.

En esta larga guerra contra las multinacionales, están utilizando nuevas formas de lucha, diferentes a las que popularizó el movimiento sindical: desde la autodefensa comunitaria –como los Guardianes de las Lagunas en el norte de Perú y la Guardia Indígena en el Cauca colombiano–, hasta acciones directas contra las empresas, cortes de carreteras, acampadas masivas y, llegado el caso, levantamientos e insurrecciones locales y regionales.

Estamos apenas dando los primeros pasos contra el modelo. Pero ya se hace sentir en todo el continente un conflicto que está sacudiendo las bases del extractivismo.

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