Cecilia Abdo Ferez
Politóloga

La vuelta de Ignacio a Guido

Qué lleva a que alguien se sienta tentado (u obligado), después de 36 años, a tajar el silencio compartido y decir que esos que lo criaron no son los padres biológicos? ¿Cómo se taja ese silencio? ¿Se lo disfraza de descuido? ¿Se dice lo que se tiene que decir como al pasar y rápido, como si fuese un sobreentendido sin importancia?

¿Se practican imaginariamente antes las palabras, los gestos que se van a usar? ¿Se llega a esa necesidad de decir por otros decires, que quedaron atragantados? ¿Porque los aires se renuevan, incluso en las geografías donde parecen quedarse estancados? ¿Hay algo en la cara del hereje que muestra el esfuerzo que está haciendo por quebrar la ley colectiva de hacer como si todo fuera normal o no tuviera riesgos revolver el avispero?

La aparición de Guido Montoya Carlotto, o el reconocimiento como tal de Ignacio Hurban, se produce –quizá no casualmente– pocos meses después de la muerte de quien se supone es su apropiador. Si fuera él, una necrológica lo describe en el diario “El Popular” de la ciudad –de donde soy– como un vecino «reconocido y apreciado», exdirigente de la Sociedad Rural, entre otros cargos prominentes, que participó en el conflicto del campo del 2009 como «autoconvocado» y fue candidato antes a concejal por Unión-PRO, además de menemista en los noventa.


No hubo, sin embargo, ninguna pregunta sobre este hombre en la primera conferencia de prensa que dio Ignacio –como, con todo derecho, pidió que lo llamen–. La ausencia de esa pregunta no puede deberse solo a un mal oficio periodístico o a una prudencia que en otras ocasiones se demostró que no se tiene. Es que la aparición de Ignacio es más importante que la búsqueda del responsable directo –que ya vendrá–. Porque es una aparición del todo inesperada, pese a la perseverancia amorosa de la búsqueda de las Abuelas, y en particular, de Estela de Carlotto. Además, porque esa presentación en público de Ignacio como Guido-e-Ignacio (o viceversa), frente a las cámaras, nos hizo testigos de la puesta en acto de una doble justicia: Estela ya no solo tiene al lado a su nieto, sino que además tiene a un nieto que parece decir con sus gestos que los años de separación pueden saldarse, desde un encuentro actual y a partir de una vida que parece lograda y plena. Como él la describió, una vida «feliz». «Estoy feliz con la verdad que me toca», dijo. Eso es una doble justicia: ella encontró a su nieto, y el nieto es este.

Esto no significa que si el nieto recobrado (como habrá muchos) fuese alguien con las marcas indelebles de la apropiación violenta, o con ideologías y formas de vida más cercanas a las de los militares, el encuentro no fuera posible y su aparición, menos festejada. Pero encontrar a Ignacio y que él se muestre pleno «con la verdad que le toca», queriendo rastrear las raíces de su filiación con sus padres desaparecidos en su pasión por la música, más que en un resentimiento que también podría tener, y sumándole a ello, como complemento, la hosquedad de quien se crió en el campo, tranquiliza y acaricia. Ignacio no quiere dejar de ser como es, sino que además de seguir siendo como es, quiere hacer una «vuelta», como dijo, a una historia que no conocía como propia pero sí como colectiva, y que valoraba y ansiaba también él reparar. Ignacio declara querer tomarse tiempo; ir sabiendo, pero de a poco. Dice que cuando vuelva a Olavarría hablará con Juan Weisz, de la librería Insurgente, para compartir experiencias, y que lo que se abre como futuro «está buenísimo». Como si él estuviera menos shockeado que todos, más sereno, más confiado en lo que es y puede. Doble reparación, entonces, pero algo más que reparación. Algo parece decir que esta historia no se resume solo en lo siniestro. Ignacio vive como si lo siniestro no lo hubiese tocado. No como si lo siniestro no hubiese existido, no como si él no hubiera sabido de la dictadura y sus efectos persistentes hasta acá, sino como si no lo hubiese tocado. Y ahora que sabe que sí lo hizo y de tamaña manera, no se asusta, sino que, siendo Ignacio, quiere alojar a Guido.


El dilema del nombre. Ahí parecieron dirigirse las ansiedades del periodismo. ¿Cómo te tenemos que llamar? ¿Ignacio o Guido? Ella lo presenta como Guido, él repone el Ignacio. Una filosofía sostenía que en el nombre de alguien se concentraban todos los actos que cabían en una vida y –como esa vida se ligaba con las otras– ese nombre incluía, por extensión, toda la historia universal. Sin pretender esa voracidad, pensar los nombres como condensados de historia evita la supuesta elección entre trayectorias paralelas excluyentes, entre pasado y presente. ¿Qué nombre incluiría a cuál? ¿Es Guido un pliegue de Ignacio o Ignacio un pliegue de Guido? ¿O serían ambos perfiles de una misma historia, en la que también están el nombre de Laura, de Oscar, de Estela, de los padres de crianza y del apropiador? ¿Cómo entran allí los nombres de Olavarría, del teniente coronel Verdura, del Area 124, del Regimiento, de la Comisaría Primera y la Brigada; de Loma Negra, del abogado desaparecido Carlos Moreno y de Alfredo Pareja; del excentro de detención Monte Peloni, de la APDH y Carmelo Vinci, del editorialista O. F. O. y tantos más? ¿De los nietos que ya se pudieron encontrar y de los que restan, también en Olavarría, y que probablemente hayan ido al colegio, al club, al campamento con los de mi generación?


Son los tejidos de esos nombres y también los silencios que los anudan y los comentarios y los rumores de sospecha dichos en esas geografías, en las que se habla poco, que tajan esos silencios, lo que compone la historia en capas de la ciudad. Y la música, claro, cosiendo afinidades electivas que solo después cobran sentido, a posteriori, acercando a gente entre sí que, a primera vista, solo compartía una sensibilidad. Lo que no es poco.

El reencuentro de Ignacio, su «vuelta» como Ignacio a Guido, es una de esas alegrías colectivas que no vienen de la mano del fútbol ni de un suceso televisivo fugaz. Una alegría que no aturde. Algo de este reencuentro de Guido/Ignacio consigo mismo, primero, con el otro que era sin saberlo, con una de las bifurcaciones de su historia que había quedado en suspenso, y algo del reencuentro de ellos con Estela de Carlotto (que es su abuela y a la vez, un símbolo), imbrica lo familiar y lo público, sin poner a uno al servicio del otro. Es posible emocionarse con Estela abuela, con Estela madre, pero también con Estela hablando formal y prudente, «desde la institución», como gusta decir, como si esos roles no solo se combinaran sin problemas, sino que tuvieran en lo público un mismo peso. Es posible escuchar la canción a la memoria compuesta por Ignacio como si siempre hubiese estado en el acervo de la música, en los tonos de la radio. Ambos hacen que parezca posible poner lo siniestro en entredicho, desvanecerlo, no atenderlo, ahuyentarlo, lidiar con él. Lo hacen simple y amoroso.

Para esto se precisaba seguir trabajando en la Justicia y no dar vuelta a la página. Alguno podrá decir, como se lee en ciertos comentarios al pie de las notas de internet de los diarios, que el intento de los militares y sus cómplices de separar a los niños y niñas de sus padres guerrilleros los resguardaba de la «subversión» y que este es un ejemplo, porque Ignacio no muestra resentimiento ni deseo de venganza. Lo cierto es que es lo contrario: Ignacio, viviendo primero en la Colonia San Miguel, en el medio del campo, y luego en Loma Negra, que fue un epicentro de la represión fabril en la ciudad, no solo componía canciones a la memoria y fue voluntariamente a hacerse el estudio, sino que, en su primera conferencia de prensa, declara que está allí para incentivar a sacarse sangre a los que lo estén escuchando y tengan dudas.


Tal vez haya memoria genética que explique esto, pero sobre todo hubo y hay trabajo social. Se precisaba seguir buscando justicia y no dar vuelta la página para que incluso en los parajes más recónditos del campo, en la Colonia San Miguel, en Loma Negra o en cualquier otro lugar de esta geografía, en esos parajes que no fueron precisamente exentos de lo siniestro, sino que muchas veces sirvieron de escondite, de exilio, de refugio como de prisión, y en los que aún hoy es difícil decir, es difícil quebrar relaciones personales que se parecen al vasallaje, es difícil saltear inercias sociales y desconocer el poder de las elites, en esos lugares, digo, alguna vez alguien, que es feliz, sienta que lo será más –y no menos–, sabiendo un poco más de sí y haciéndose cargo de una historia como esta.

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