Iñaki Egaña
Historiador

Missing

Hace ya tres décadas, el realizador Costa-Gavras dirigió una película con el nombre del título de este artículo. Un film de gran éxito, protagonizado por Jack Lemon, que llegó a ganar la Palma de Oro del Festival de Cannes.

En síntesis, el guión describía la angustia de un padre que buscaba a su hijo periodista, ambos norteamericanos, desaparecido durante la dictadura de Pinochet, en Chile. Uno más entre los 1.200 detenidos que jamás aparecieron.

Hace pocos años conocí la zozobra de otro padre que buscó a su hijo en los calabozos policiales de Donostia. Como en la película, un extranjero recabando datos sobre su hijo también foráneo. El atribulado padre se llamaba Herbert Reppekus, nacido en la localidad alemana de Bochum, residente en la cuesta de Aldapeta de la capital guipuzcoana, cerca de donde se instalaría el cuartel de la Policía Nacional. El hijo desaparecido era Erwin.

Una mañana, después de deambular en pesquisas sobre Erwin, el padre no regresó a casa. También desapareció. No hubo señal alguna que indicara lo que le había sucedido. Escribiendo sobre aquello, vino entonces a mi memoria la película de Costa-Gavras.


Cuando di a conocer el caso, una cadena de televisión alemana se puso en contacto conmigo. Aunque los hechos ocurrieron en 1936, el origen de los Reppekus, unido a la tarea de localización de fosas en el Estado y las excavaciones consiguientes, la noticia tenía recorrido. El último de aquella familia aún vivía, en Hannover creo recordar. Pero, sin conocer el por qué, un día el teléfono dejó de sonar. La cadena alemana jamás volvió a retomar el proyecto.

Retrocediendo a la época, 1936, tendría que añadir que el consulado alemán, Estado aliado y sostén del franquista, se había enfadado sobremanera por ambas desapariciones. Meses más tarde del interés de la cadena alemana, retornando al siglo XXI, encontré en un archivo militar el proceso de investigación seguido por un juez y la Policía de Donostia sobre la desaparición de los Reppekus. Las consecuencias del enfado alemán.

El sumario era elocuente. La Policía había ofrecido una versión vergonzosa sobre la detención y desaparición de Herbert y Erwin. Efectivamente padre e hijo habían sido detenidos. En su casa habían encontrado libros de Máximo Gorki, entre otros y «al parecer eran rojos». Por su condición de súbitos de «un país amigo» los Reppekus fueron conducidos a la frontera de Luzaide, según la Policía. Y allí se les perdió la pista. Se fugaron. Una patraña.

Entonces, mi memoria se deslizó de Chile hasta Endarlatsa. El recuerdo automático que me asaltó fue el de Mikel Zabalza. Detenido y desaparecido exactamente 50 años después que los Reppekus. Las versiones, y casi con certeza no hubo un copia-pega entre los cuarteles de Donostia, el último el de Intxaurrondo en 1986, eran como una fotocopia. Incluso el archivo de los sumarios judiciales abiertos por las tres desapariciones. Una diferencia. Mikel Zabalza apareció muerto en el Bidasoa. Los Reppekus probablemente fueron enterrados en Hernani.

Mañana, día 30 de agosto, es el Día Internacional de las Desapariciones Forzadas. Una jornada establecida por Naciones Unidas para recordar que, cito textual, «no debe someterse a nadie a una detención secreta. Las desapariciones forzadas constituyen una práctica que no debe tolerarse en el siglo XXI».

Hace un par de años, en 2013, diversos agentes que trabajamos en la recuperación de nuestro pasado nos reunimos en Gasteiz con el relator especial de Naciones Unidas para las Desapariciones Forzadas. Su informe posterior, después de encontrarse con diversas asociaciones en otros puntos de la Península, fue demoledor. España amparaba la impunidad.

Para nosotros, nada nuevo. Lo llevamos en nuestro ADN desde siempre. Sabemos cómo se las gastaba El Pardo o ahora La Moncloa. Nuestro trabajo no es otro que encontrar la verdad. Y en ese camino y tal y como escribió en cierta ocasión el historiador y político Michael Ignatieff, por cierto nada sospechoso de «rojo», «reducir el abanico posible de mentiras». Como las de Luzaide o las del Bidasoa.

Más de 12.000 desaparecidos en Euskal Herria en los últimos 75 años, tanto a un lado como al otro de la muga. La extrapolación a las poblaciones actuales de naciones con desapariciones forzosas, intención no demasiado exacta por el hecho de las fluctuaciones del censo, nos permitirían una aproximación a la dimensión de la tragedia. En Euskal Herria desapareció uno de cada 250 habitantes, en Chile uno de cada 580 y en Argentina 1 de cada 1.500.

Lejos de los datos de Camboya donde desapareció, según fuentes, entre el 15 y el 30% de la población. En esa lista, en España (incluida Cataluña y excluida Euskal Herria), las desapariciones alcanzarían a uno de cada 300 habitantes. Por tanto, podemos aventurar que Euskal Herria es, por detrás de Camboya, el segundo país del mundo en desapariciones forzosas.

Esta misma semana ha aparecido en Larrabetzu uno de los detenidos-desaparecidos. Se trata, al parecer, de Pedro Uriguen. La zozobra de la familia norteamericana en el film de Costa-Gavras, la de la alemana en la crónica de los Reppekus, ha tenido miles similares, anónimas en su mayoría porque no ha existido un director que las publicase o un investigador que las inventariase. Pero todas ellas han concurrido, con los mismos detalles que nos ofrece la película de Chile.

Quiero recordar que en época reciente aún son cuatro los desaparecidos sobre los que los estados español y francés no han dado cuenta de su situación, de su final: Eduardo Moreno, Popo Larre, José Miguel Etxeberria y Tomás Hernández. También recordar que seis desaparecidos vascos fueron encontrados finalmente, muertos por organizaciones parapoliciales: Yolanda González y Jose Mari Zubikarai (1980), Juan Ignacio Zabala y José Antonio Lasa (ambos desaparecidos en 1983 en Baiona y aparecidos en 1995 en Alicante), Mikel Zabalza (1985) y Jon Anza (2009).

En estos últimos casos, como previsiblemente en los cuatro anteriores sin resolución, los desaparecidos fueron hallados sin vida. Habría, sin embargo, centenares de casos que según la ‘Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas’, serían desaparecidos temporales. Los apartados de la Convención son extremadamente claros al respecto de comunicar, a las familias de los detenidos, los centros de detención, el lugar, el traslado o el destino.

En estas últimas décadas, los estados español y francés no han seguido las directrices de la Convención. Centenares de detenidos han relatado su paso por lugares clandestinos de detención, otros tantos han estado desaparecidos en traslados hasta por dos semanas, sin conocer sus familias donde se encontraban. Cerca de un centenar de refugiados vascos fueron dispersados por el mundo, en aplicación de una ley inexistente: la deportación. Sus familias no tuvieron constancia del destino, ni traslado, hasta que alguna oportunidad casual lo permitió.

Todos ellas son «víctimas y tienen derecho a la justicia y a la reparación». Dice la Convención. En cambio, el delegado del Gobierno Carlos Urquijo, ha señalado esta semana que «todas las víctimas no son iguales». Es evidente que la aplicación estatal discrimina unas y otras, o mejor reconoce las suyas pero niega las que ha inflingido a su adversario político, tanto en periodo bélico como en «tiempo de paz».

Esta discriminación, en un entorno sin normalizar como el nuestro, tiene su razón de ser. Se trata, no me malinterpreten antes de tiempo, de que debiera existir «discriminación positiva». Es decir, verdad, justicia y reparación a las familias de esos más de 12.000 desaparecidos, y esos miles de detenidos irregularmente, recordemos que, la mayoría también torturados. A la espera.

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