Víctor Abárzuza Fontellas

Pacificar el Estado

La cuestión, pues, de la bilateralidad o de la multilateralidad tanto como la resolución en términos civiles parece igualmente imprescindible para construir nuevos espacios de entendimiento

La resolución de los conflictos existentes desde la perspectiva de Euskal Herria (la Zona Especial Norte como denominación «oficial» de nuestro mapa imaginario) pasa por momentos de luces, pero también por ciertos enquistamientos que, tal vez, provengan de la forma de entender las relaciones políticas y sociales. Parece novedoso la forma en la que ETA y los agentes mediadores (Lokarri, Foro Social Permanente, CIV, Artesanos y otros) han resuelto la carencia de implicaciones claras de los estados francés y español en el proceso de paz. La imagen de una organización armada obedeciendo un mandato popular es sin duda positiva y expresa que lo político está por encima de lo militar. Pero si bien no deja de ser innovador y valiente el proceder de pacifistas y mediadores, la resolución sigue rotando en el paradigma maximalista de la legitimidad de la violencia de Estado, al que definitivamente se entregan unas armas. El significado de la paz, una paz revolucionaria, pasa, en mi opinión, por el cuestionamiento de este modelo absolutista, caduco y ficticio de legitimidad; si se quiere realmente un cambio en que lo político prime por encima de lo militar en las relaciones internas y entre los pueblos. Una violencia de Estado que tiene sus expresiones más cruentas en las «ejecuciones» llamadas en su día «extrajudiciales» aun sin aclarar (Sanfermines 78), la depuración de responsabilidades en la toma de decisiones (no es el caso Cabacas), los cientos de casos de torturas que el señor Atucha sigue empeñado en minimizar y toda suerte de vulneración de derechos humanos, civiles y sociales (léase desahucios) perpetrados por los excesos de funcionarios de las fuerzas de «seguridad» en nombre del Estado o por aparatos mercenarios controlados e incontrolados. Una violencia de Estado que incluye violencia cultural y práctica contra la soberanía popular y el derecho de las gentes a decidir sus propias condiciones de futuro directa y libremente; la violencia de la ley mordaza contra el derecho de reunión o la libertad de expresión.

Al mismo tiempo que se dan pasos de desarme unilateral por parte de una organización de estilo militar, los estados y sus reproducciones locales se rearman con más policía (ertzaintza, policía foral…), medidas de control social, propagandísticas (programas televisivos pro militarismo de Estado) o aumento de los presupuestos de «defensa». En este sentido llevamos tiempo observando el uso intensivo del parque natural de las Bardenas, maniobras militares de tierra en diferentes pueblos (Artxanda, Leitza, Larraun, Lekunberri, Urkiola), y, que se sepa, el Plan Zona Especial Norte no se ha abolido; los mecanismos de guerra siguen funcionando (caso Alsasua o la continuidad del derecho del enemigo expresado la imputación de terrorismo a todo tipo de manifestación de violencia bajo el paradigma «todo es ETA») o la estrategia del negacionismo de la violencia de estado, a cargo del PP por medio del recurso contra la ley autonómica de víctimas policiales, lo que también podría interpretarse como una forma de afirmar el dominio del Estado central y el control del paradigma de la legitimidad violenta. Toda disidencia en la ZEN es sospechosa. Da igual seas violento o no violento (mientras no sea un pacifismo acrítico y útil a la Paz Romana), como se demostró en la época de la insumisión antimilitarista; todo lo que se oponga al statu quo es el enemigo a batir. Como han reiterado una y otra vez sus defensores, el Estado no está en tregua. Los estados nunca están en tregua, su violencia, sea la que sea, (buena o mala), es razón de Estado. O de Imperio, como el de la OTAN.

Para quienes intentamos pensar en términos civiles de resolución y no en términos de presunción de culpabilidad y predelincuencia o en parámetros de amigo/enemigo, vencedores/vencidos, conmigo/contra mí; las vías pacíficas se presentan, en ocasiones, duras y difíciles; pero, sin duda, las únicas que pueden desmontar una concepción de las relaciones humanas tan militarizada. Esta concepción resitúa de nuevo el atentado de Manchester al esquema binario, reduciendo la complejidad de lo político, para así legitimar nuevamente acciones de guerra y seguir trazando relaciones políticas y económicas geoestratégicas al margen de los marcos convencionales de regulación democrática (una parte de lo que acaba de descubrir Jorge Mario Bergoglio). En nuestro ámbito, desmilitarizar el pensamiento, recuperar con más profundidad la sensibilidad perdida, podría abrir el camino a la resolución de los conflictos derivados de una concepción militarista del Estado, de poder contra poder. Esa vía conduce a la desmilitarización material: desde el desarme de las policías municipales a la supresión de secretas, policías nacionales, guardias civiles y militares y toda la logística de control político social, incluida la desmilitarización conceptual de lo judicial (y del espacio de impunidad construido en parte por el propio aparato judicial). Compleja sinergia de los diferentes antimilitarismos y pacifismos que podrían confraternizar de nuevo en objetivos globales, contra el polígono de tiro en las Bardenas, o locales, como el proceso de paz, dando forma a una posible demanda social más amplia. El modelo policial denominado eufemísticamente propio y popular frente a un modelo que pueda cubrir los intereses de algunas élites de recambio puede subsumirse y consentir con el sistema de desigualdades, olvidando que un mundo más seguro es un mundo más justo, no uno con cámaras de videovigilancia en cada esquina y una alta densidad policial.

La lógica agenda política de víctimas, presos y reconciliación, parece, postergan este asunto ineludible y, sin embargo, a mi modo de ver, es el meollo de la cuestión: para que no haya víctimas generadas por los estados no será suficiente con que haya cámaras en las comisarías, se incluyan los derechos humanos y el tratamiento a los detenidos en las oposiciones de policías o militares, supriman las armas letales antidisturbios como los lanzapelotas o aprendan a decir buenos días; sino que habrá de contemplarse la desaparición de las estructuras estatales de violencia y sus lógicas de servicio a las élites o su sistema de dominación, el Estado; parte objetiva de la violencia estructural, por impensable, no cuestionada. No es sólo con la ausencia de un solo tipo de armas, ni tan siquiera con la desaparición de una sola organización armada, como se van a resolver los conflictos. A nadie se le escapa que después de que ETA desaparezca y bajo la propaganda de que ETA es algo más que una organización armada, podrían seguir exigiendo que desparezcan las organizaciones sociales de apoyo a los presos, el EPPK, etc.

Está en la raíz de las injusticias, las desigualdades, incluidas las de clase, y las diferenciaciones culturales y sociales discriminatorias son la matriz de una amplia gama de conflictos políticos, sociales y culturales. Antes que la policía o el ejército, hay cuatrocientos «artesanos y artesanas» que podemos contribuir a la convivencia y a la justicia social. La cuestión, pues, de la bilateralidad o de la multilateralidad tanto como la resolución en términos civiles parece igualmente imprescindible para construir nuevos espacios de entendimiento en un ejercicio de empatías que pueda dibujar un mapa imaginario compartido. Por fin devuelta la humanidad al enemigo, reclamamos la humanidad multilateral. Es cierto que hay mucho camino por delante, pues hay mucho pasado detrás frente a todos, y, que hace falta un importante esfuerzo de imaginación (moral) para pensar ya en un escenario en el que la dialéctica de la violencia se ha sustituido completamente por otro de confrontación pacífica y de aproximación conjunta a la verdad. Aunque nadie nos enseñó la clave del saber dialogar, por lo menos, una parte se desarmó. Por eso creo que es hora también de que ese humanismo se objetive en un mandato social de desmilitarización integral. Tenemos derecho a una paz justa, equilibrada, en beneficio de toda la sociedad y duradera, con toda la «ingeniería artesanal» que seamos capaces de generar para la igualdad y la convivencia por encima de todas las armas y todas las guerras.

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