Edgardo Mocca
Periodista

Peripecias de la alternancia

La palabra alternancia no nombra la realidad de nuestro país. Mucho más eficaz es tomar como punto de partida
analítico el intento de destrucción y escarmiento de la experiencia «populista» como necesidad crucial de un proyecto de plena restauración neoliberal como el que está en marcha

Hace pocos días dijo Cristina Kirchner en la facultad de filosofía y letras de la universidad de Buenos Aires que el logro de los años de gobierno del Frente para la Victoria que más la enorgullecía era el de que en esos años nadie dejó de decir lo que pensaba políticamente y nadie fue perseguido por decirlo. Agregó que el ámbito de la libertad de expresión abrigó formas de agresión personal poco habituales. La frase de la expresidenta pasó bastante desapercibida; tanto el público propio como sus antagonistas están, razonablemente, mucho más pendientes de las definiciones políticas urgentes que de las reflexiones históricas.

Efectivamente, el cuadro de situación actual que enuncia la maquinaria mediática dominante –más dominante y más histérica todavía que antes del triunfo de Macri– es más o menos así: el macrismo está enfrentando una conspiración orquestada por el kirchnerismo para defenderse de las investigaciones judiciales y, de paso, «desestabilizar» al gobierno. Hay en el cuadro la peligrosísima construcción de una amalgama entre la adhesión a una bandería política y la acción guiada por el propósito de sabotear las instituciones democráticas. Subversión, dijo un titular del diario “La Prensa”, hace unos días. La derecha –gubernamental, mediática y jurídica– no quiere que la «nueva Argentina» conviva con la huella político-cultural de los doce años anteriores a su triunfo. Es una curiosidad republicana, en todas las carreras de Ciencia Política del país se enseña el valor central de la «alternancia» en el gobierno. ¿Cómo se compagina la alternancia con la persecución?

La contradicción es formal. La alternancia no es el nombre de un sistema en el que todos los proyectos de país convivan pacíficamente y se sucedan del mismo modo en el gobierno. Igual que la palabra liberalismo la palabra alternancia tiene un límite interno que se disimula, tiene oculto un principio de exclusión. En el lenguaje políticamente correcto, la exclusión está justificada en los siguientes términos: el límite de la alternancia –igual que el del liberalismo democrático– consiste en la exclusión de los enemigos de la libertad y la democracia. No está mal. El problema es que en todo sistema de dominación la cuestión principal es quién tiene el poder de definir los conceptos y de trazar los límites. Recuerdo largas épocas de mi vida en la que la exclusión se sostenía en la necesidad de proteger al país de doctrinas foráneas y apátridas, afirmación que era establecida por gobernantes surgidos de la proscripción y la persecución facciosa, cuando no directamente del uso fáctico de las armas. Y existían incluso leyes que prohibían no tal o cual acto sino incluso pensar de ese modo subversivo. No era gente venida de otro planeta la que construyó esa peculiar interpretación de la defensa de la libertad; eran directos continuadores de una dictadura que en 1955 prohibió hasta el uso del nombre propio Perón.

La alternancia funciona, entonces, en un régimen particular de exclusión. Las democracias realmente existentes fundamentan su legitimidad en la derrota a escala global de los autoritarismos; son democracias postautoritarias y antiautoritarias. La existencia de más de un partido, la libertad y la transparencia electoral, la libertad de expresión de las propias ideas son las instituciones formales rectoras del funcionamiento del sistema, por contraste con el autoritarismo dominante en Europa en el período de entreguerras. La alternancia forma parte de ese dispositivo. El anillo de la legitimidad postautoritaria de las democracias actuales se cierra entre 1989 y 1991 con la caída del muro de Berlín y el derrumbe soviético; es la cumbre de un ciclo democratizador que se había iniciado con la quiebra de las dictaduras del sur de Europa a principios y mediados de la década del setenta del siglo pasado.

Para los argentinos y para todos los ciudadanos del cono sur del continente americano, las nuevas democracias fueron un remanso después de años de dictaduras sanguinarias. Además en la superficie institucional las cuestiones democráticas no parecen tener fisuras importantes en nuestra región: hay gobiernos surgidos de elecciones libres, no hay partidos únicos ni proscripciones político-ideológicas, se intercambian diferentes partidos en el gobierno, todo parece funcionar según la letra honorable de la democracia y la libertad. Sin embargo, en casi todo el mundo, la democracia realmente existente en nuestros días es la forma política del neoliberalismo. Es una democracia de ciudadanos pasivos, de maquinarias políticas endogámicas que compiten en las elecciones para acceder a los recursos que proporciona la administración del Estado. Y esa administración del Estado tiene reglas no escritas que la rigen: el poder central del dinero, el peso decisivo de los lobbys corporativos en las decisiones políticas, el seguimiento de reglas de juego económicas y políticas globales cuya trasgresión será inevitable y rápidamente castigada. Es decir hay un manual de estilo de lo que es posible y lo que no lo es en la política.

Sheldon Wolin, pensador estadounidense muy prestigioso en la academia global de la ciencia política llamó «totalitarismo invertido» al régimen imperante en su país, del que afirma «Es posible que la mitología democrática haya permanecido después de que las prácticas democráticas perdieran sustancia, permitiendo así que la mitología, la pasividad y las formas vacías sirvan a un tipo de régimen totalitario». Es en el contexto de ese vaciamiento que surgieron las experiencias populares sudamericanas que fueron y son la más importante novedad de la política democrática mundial de las últimas décadas.

La palabra alternancia no nombra la realidad de nuestro país. Mucho más eficaz es tomar como punto de partida analítico el intento de destrucción y escarmiento de la experiencia «populista» como necesidad crucial de un proyecto de plena restauración neoliberal como el que está en marcha. La forma política de ese proyecto es la alternancia entre dos partidos que se critiquen mutuamente con dureza y se sucedan periódicamente en la aplicación de la línea política que se traza entre Davos y la exposición rural.

Por eso, la reivindicación del carácter ilimitado de la libertad de expresión en estos años tiene una enorme potencia en la política argentina. Abre paso a cambios en las condiciones nacionales e internacionales de existencia de un país sin el clásico requisito revolucionario del acallamiento sistemático de las disidencias; una conquista que se inserta en la historia que estamos escribiendo desde la recuperación del estado de derecho en 1983. Y la resonancia de la afirmación sacude a la coyuntura política en la que vivimos. Porque lo que hoy se está revisando es la hipótesis inicial del nuevo gobierno, la de que el kirchnerismo sin los recursos del Estado y progresivamente vaciado de influencia en los circuitos formales del peronismo se convertiría rápidamente en un náufrago sectario y aislado de la sociedad.

El triunfo –parcial y relativo, pero políticamente muy importante– que tuvo la movilización popular contra el tarifazo, reconocido por el pragmático fallo de la Corte Suprema, marca la apertura de una etapa política diferente dentro de la estrategia del establishment para asegurar un orden político estable y consistente a la restauración conservadora. Es muy visible que la retórica del periodismo de guerra se ha desplazado desde la confianza en un lento y gradual ocaso de la memoria popular de la experiencia última hasta un reforzamiento progresivo de la belicosidad de los ataques a sus protagonistas y a sus simpatizantes.

Se está jugando el rumbo del país, sus posibilidades de ensanchamiento de los derechos de sus habitantes, la autonomía de su democracia respecto de los poderes fácticos, su lugar en el mundo. Y se está jugando también la posibilidad de que en el futuro cercano todo el mundo pueda seguir diciendo lo que piensa sin ser perseguido por eso.

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