Joseba Eceolaza y Josetxo Arbizu
Miembros de Batzarre

Que caigan los caídos

Sobre nuestra memoria trágica del franquismo tendremos que hablar infinitamente, aunque cansemos, porque las cosas en el pasado se hicieron desde el olvido, y ahora inevitablemente aquellos dolores nos evocan estas heridas. Así que vamos encarando cosas, pero la victoria, en todo, fue tan aplastante que su huella, terrible, asesina, cruel nos persigue hasta en la memoria de las piedras, que ya es decir.

Pamplona ha ido creciendo con un monumento a los caídos, hostil, hiriente y poco hospitalario que ha jugado un papel capador, cerrando una avenida comercial y helándonos ante la certeza de que en esta ciudad 308 personas fueron asesinadas. Cientos de personas que fueron a las cunetas, al exilio o al silencio, y nosotros como una guinda negra dejando que ese monumento corone nuestro espacio urbano, y eso es insoportable, porque avergüenza, intimida e insulta.

En la ciudad, es inevitable, se da la unión de lo diverso y lo común, de lo que ya se acaba y de lo que aún no ha nacido. Y ese monumento forma parte de lo peor de nuestro pasado, por eso mismo no se puede reciclar en otra cosa. La basílica ocupa 1.500 m2, a los que hay que sumar 6.774 metros más de parque, 954 de arquería y 3.823 de escalinatas.

Se trata de un ejemplo perfecto de arquitectura fascista, que conecta un monumento apologista con el corazón de la ciudad, rodeándose de un entorno difícil de transitar, lleno de espacios que nadie acaricia, nadie vive, se configura así un espacio vetado.

La ciudad se construye desde muchas perspectivas, pero una de las cosas más relevantes son los espacios que facilitan la relación, los lugares comunes como espacios de representación, y es que en esa plaza no se puede hacer nada porque el monumento corta y la fuente y los jardines son muros evidentes. Tenemos que permitir y facilitar que ocurran cosas ahí y en ese espacio lo único que pasa es el tiempo, mortecino y rutinario. Es un espacio inacabado de forma infinita, por eso mismo es difícil su reciclaje en otra cosa.

Así que lo único que nos queda hacer con ese edificio es demolerlo; no tiene ninguna importancia arquitectónica, no tiene tampoco ningún interés histórico, como lo pudiera tener el Valle de los Caídos de Madrid construido por presos del franquismo, y no tiene desde luego ningún interés afectivo para la mayoría de la ciudad, al contrario.

Por eso resulta pertinente recrear un paisaje nuevo y atractivo acorde con las nuevas referencias, con los nuevos tiempos, con las nuevas necesidades. Un nuevo espacio donde poder volcar los nuevos consensos de la ciudad. Y esa es la propuesta central, ensayemos nuevos encuentros, practiquemos nuevos acuerdos a partir de ese espacio.

En muchas ciudades un hecho urbanístico no sólo ha modernizado el entorno, sino que ha supuesto un punto de inflexión. Bilbao, Liverpool y Glasgow son los paradigmas de esto. Que la demolición de este edificio y la regeneración de ese espacio sea nuestro proyecto urbanístico especial, capaz de regenerar paisajes y paisanajes. Repensemos la Pamplona del futuro desde esa idea, desde ese reto colectivo. Los cascos antiguos y los centros son la parte más frágil de nuestras ciudades, por eso necesitamos recuperar la función de todo ese lugar. Necesitamos romper ese paisaje gris y oscuro para fortalecer las redes de solidaridad, la conciencia comunitaria, la riqueza asociativa, los valores, la dignidad ante nuestro pasado que nos golpea en ese lugar como un baldón.

En la ciudad se dan cita las oportunidades, la libertad, la pluralidad y al mismo tiempo la exclusión, la deshumanización y la pérdida de arraigo. Al permitir que prospere la diversidad (de personas, actividades y credos) el espacio público posibilita la integración sin destruir diferencias. Por eso es necesario entender el espacio común como espacio urbano relevante, que favorece y anima a hacer cosas. Y las grandes plazas son lugares perfectos para ello, porque posibilitan ir del desencuentro al encuentro.

Reivindicamos el derecho a la ciudad, lejos de un urbanismo que cierra puertas y relaciones. Al contrario derribar ese lugar y regenerarlo nos ayudará a hacer una ciudad más hospitalaria y a asumir la modernidad no como despilfarro, sino como instrumento restaurador.

Este es uno de esos momentos que en las ciudades merece la pena vivirlos, ya que cambian el paisaje y el imaginario. Necesitamos respirar la ciudad real, lejos de cuneteros y golpistas, lejos de edificios inservibles, lejos de lo imponente, lejos de la chulería de los vencedores, lejos muy lejos de misas franquistas, secretos y conspiraciones de nostalgia, tenemos que ser capaces de construir una forma urbana evocadora de la dignidad de los espacios, los sucesos y las vivencias.

La ruina del edificio será la mejor forma de demostrarnos a nosotros mismo que la vergüenza que sentimos algunos por lo que aquí sucedió en aquel 36 maldito, lo vamos encarando. Esas ruinas serán la única forma de vivir un lugar en el que nadie se sienta, nadie ensucia…nadie corre. Porque es un espacio que corta, infrautilizado, inútil y que, estando en el centro, vive paradójicamente de espaldas a la ciudad y sus pobladores.

Abrir la avenida, ampliar la vista y dejar que entre el hueco que oxigene, es pues una propuesta de higiene democrática y urbanística.

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