Paco Roda
Trabajador Social del Ayuntamiento Pamplona-Iruñeko Udala

¿Turismoqué?

«Si el único argumento para no controlar este sector es su contribución al gasto (del que habría que restar el costo de los servicios) y al empleo (precario y poco productivo), estaríamos hablando de sacrificar la calidad de vida de los habitantes en función de transformar su ciudad en un espacio de ocio para quien pague».

La turismofobia ha sido la palabra del verano. Una sugerente idea con la que jugar en cada informativo. Pero ante todo es una palabra viciada. O construida con toda la intención influyente del discurso hegemónico. Ese que se amasa en las factorías mediáticas que evitan nombrar el malestar real del día a día. Porque ya no se habla de lo que realmente pasa. Hay un uso intencionado del lenguaje que convierte la vida en una sátira degradada. Como alguien ha dicho, hay una burbuja inflacionista del parloteo. Y la turismofobia, como otros palabros artificiales, se ponen en funcionamiento para travestir las cosas reales. O para criminalizar otros conceptos y generar adhesiones indirectas.

Y es que echar mano de esta palabra-tótem, ha sido un recurso comunicacional e ideológico con claras intencionalidades. El PP, y los grandes medios, la ha incorporado a su cartera comunicacional como afrenta y desafío al glorioso PIB estatal. Ese del que don Mariano viene comiendo caliente cada día que le dicen que ha subido no se cuántas décimas. También el PP la ha comparado con la kale borroka, criminalizando así cualquier acto opositor al turismo masivo e invasivo tras los ataques a los autobuses en Barcelona. Y es que a falta de un análisis en profundidad del impacto del turismo sobre el espacio, las poblaciones y la propia economía de subsistencia, se echa mano del baratismo analítico, del populismo lingüístico o de la ideología de saldo. Y más si es verano, ese espacio de tiempo laxo en que triunfan los juegos de seducción solo sacudidos por los sangrientos atentados de Barcelona o el previsible catexit. Y es que la turismofobia tiene tirón mediático. Como concepto especulativo y juego de distracción. Porque es una veta acusadora ante el vacío de realidad que padecemos. Pero más aún; funciona como un vocablo de dominación. Porque victimizando al turismo promovemos la turismofilia. Que de eso se trata.

Quienes venimos cuestionando el actual modelo de ocio turístico y las prácticas degradadas del mismo, no hemos pasado por el diván del Dr. Freud para diagnosticarnos fobia alguna. No tenemos aversión contra quienes visitan nuestras ciudades. Por tanto, el análisis sociológico de la masificación turística no es contra el turista privado, sino contra el impacto de las prácticas publicas derivadas de un modelo de turistización invasiva de las ciudades; y en concreto de sus cascos históricos. Pero eso no debería impedirnos repensar o cuestionar nuestras prácticas privadas. Yo mismo viajo, soy turista. Pero ser turista, con mis contradicciones en la mochila, no me invalida para cuestionar el modelo en el que me muevo o nos movemos.

Alrededor del turismo como fenómeno y como producto de consumo e industria del ocio masivo circulan varias ideas fuerza que inflaman el músculo del discurso hegemónico. También tienen un importante impacto en las mentalidades colectivas. Son ideas, y también realidades que se prestan a una deformación interesada del fenómeno y que funcionan como un mantra ante el cual no cabe contestación.

El reino de España ha sido el destino de casi 80 millones de turistas en lo que va de año. Este sector es responsable de casi el 12% del PIB. De la industria turística viven 2,8 millones de personas lo que significa el 12,7% de los trabajadores y trabajadoras ocupadas (EPA 2017). Frente a esto casi no cabe contestación. Cuestionar el modelo depredador de la industria turística española no es fácil. A no ser que demuestres con datos que esto es una pifia. O un filón para unos pocos. Que donde antes hubo fábricas, factorías y trabajo estable después hubo una superinflación del ladrillo. Agotada la burbuja ladrillera se ha redescubierto el ocio barato, el turismo democrático y la masificación del consumo de sensaciones. Porque ahora la mayor fuente de ingresos procede de un sector especializado en promover bienestar, emociones, viajes y sensaciones inolvidables entre mojitos y sombrillas servidos por camareras de piso, casi 100.000 en España, que cobran dos euros por limpieza de habitación. Por eso no hay que olvidar que la hostelería es el empleo peor pagado de entre todas las profesiones de España. Que la hostelería es el sector con más precariedad, inestabilidad y temporalidad del mercado de trabajo (EPA). O que la hostelería es el sector que más economía sumergida esconde. Que es el más sexista en función de sueldo. Las mujeres ganan un 26% menos que los hombres en el sector (EPA). Y también el sector con las peores condiciones del mercado de trabajo. Todos los informes sindicales confirman que este empleo, al amparo de la reforma laboral del PP, es un subempleo barato y de pésima calidad. Cuando no ilegal y reproductor de graves desigualdades laborales. Y esto es la seña de identidad del turismo español. Francia tiene un potencial turístico muy importante. Pero contribuye mucho más a la productividad total porque allí el turismo es de muy alta calidad. Y esto, todo esto, tiene mucho impacto sobre el estado del bienestar y los posteriores productos transferidos que este nos ofrece. Porque los bajísimos salarios, cuando no la ocultación de los mismos, contribuyen muy poco a la hucha de reparto de la Seguridad Social.

Todo esto sin nombrar otros efectos de impacto de la potente industria turística que está transformado las ciudades, sus hábitats y las estrategias de socialización urbano-comunitaria través del branding o mercantilización de las mismas y los procesos-marca. Podríamos hablar de Venecia que con 50.000 habitantes agredidos y alterados en su vida cotidiana, soportan una masificación salvaje de 30 millones de turistas al año. Pero podríamos hablar de Bilbo, Donostia o de Iruña, que también es algo más que sanfermines, y comprobar la creciente multiplicación del negocio turístico: bares, tabernas de diseño y nuevos y sugerentes hoteles. Por no hablar de las inversiones especulativas de inmobiliarias internacionales en busca de la más alta especulación, como los pisos turísticos que expulsan a sus propietarios y vecinos tradicionales o la reconversión de los cascos antiguos en parques temáticos hostelerizados y festivalizados durante todo el año. Como si no hubiera un mañana. Estas son las incipientes dinámicas gentrificadoras de los centros históricos cuyo espacio publico ha sido saqueado y okupado legalmente por la nueva hostelería de diseño a precio de saldo. Dinámicas neoliberales donde se mueve una industria que, en el mercado global muestra su cariz depredador respecto a recursos: suelo, combustibles, agua, espacio y patrimonio monumental que algunos de nuestros ayuntamientos, por aquello del crecimiento sin límites, se niegan a  reconocer. Recientemente la Comisión de Presidencia del Ayuntamiento de Iruña, a instancias del PSN, votó en contra de una pegatina, sí una pegatina que circulaba por el Casco Viejo en la que se podía leer: «Gentrificación is coming. Un turista más, un vecino menos».

Pero estos datos tienen poco peso social frente a la idea fuerte: el turismo es un bien social. Pero como dice Castells, «si el único argumento para no controlar este sector es su contribución al gasto (del que habría que restar el costo de los servicios) y al empleo (precario y poco productivo), estaríamos hablando de sacrificar la calidad de vida de los habitantes en función de transformar su ciudad en un espacio de ocio para quien pague». O lo que es igual, a seguir prostituyendo nuestras ciudades y seguir generando desigualdades espaciales y de vida.

Buscar