Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Walt Disney

No son nada esos líderes, pero creen ser todo ante unas urnas abastecidas perezosamente por transeúntes de la libertad que ya no es más que una sombra.

El espectáculo fue desbordante. Los Sres. Macron y Trump convirtieron París en su Walt Disney particular, con implicación de miles de zombies de diversas edades, todos con sus ojos puestos en la pista circense por ver si el domador francés podía con el oso americano en la arena del circo. No se trataba de nada más y mucho menos del anuncio de que en la nueva finca se hubiera diseñado una caseta para el mayor confort vital de los ciudadanos. Algo referente al empleo, a los salarios, a los servicios sociales, a una seguridad seria, a una producción y un comercio crecientes… Eso no lo esperaba nadie en la calle. Por eso no acudieron a votar en su momento.

Ambos presidentes jugaron a los desfiles rodeados de coraceros de ópera, admiraron el paso de sus poderosas armas de destrucción, volvieron a tomar la Bastilla como sans culottes frívolos premiados en la lotería, visitaron la tumba de un Napoleón enranciado a fin de recibir la última luz de la historia, cenaron como exquisitos adinerados en una Torre Eiffel convertida en un juguete viejo, se dijeron cosas sobre la «grandeur» de ambos, reducida a un sueño de turista low cost… Todo gratis y a la carrera, de espalda a unos pueblos que ya saben que no lo son y que fueron llamados para aclamar un imperialismo ajado y ajeno a toda grandeza. Berlín, Wall Street, Pekín y Moscú seguían mientras tanto sus negocios de reparto al margen de la gran bufonada y de esos ciudadanos de atrezzo que batían sus palmas y cantaban en París la mutilada Marsellesa ¡Que mundo, Miquelarena!

Si el Sr. Macron –me deshonraría darle el tratamiento presidencial– no fuera ahora el sucesor lejano en un poder que ocuparon con elegante y honorable vocación de gobierno muchas personalidades admirables, al menos por su calidad intelectual y política –siempre he preferido a César y me ha repelido Bruto–, no gastaría en este espectáculo parisino ni un adarme de tinta. Bastaría tomar otro camino, pero lo dramático es que este camino es el único que tengo. Si el Sr. Trump no mantuviera entre sus manos corsarias el timón de la gran nave en cuya bodega malviajamos hacia la oscuridad millones de seres humanos este artículo que me ha ocupado una noche triste, no tendría motivo alguno. Pero ambos líderes –¿de qué y en qué?– pisan mi trigo invadiendo el único surco que poseo y que resiste a la gran helada.

El mundo que tenemos ya ha perdido esa solemnidad y brillo que contenía la palabra animada por la razón y que se ha convertido ahora en un ruido decadente, en sonrisa aprendida de conductista, en barbarie acuartelada en las malditas «redes». Y esa pérdida de estética tiene una gran repercusión en la ética porque la solemnidad de los valores esenciales tiende a hacerse más visible en la parte más externa de la sociedad, que es la zona lógica de la estética. Si los partidos persiguieran de verdad una fructífera conjunción a fin de ofrecer eficazmente sus ideas y programas integrarían visiblemente sus propuestas sustanciales en un medio sugestivo. La liturgia persigue en muy buena proporción revestir de belleza popular a la tantas veces áspera teología. El fracaso de no pocos catecismos hay que atribuirlo, creo, a su falta de música. Nunca suscitó una emoción más profunda en mi alma que escuchar el canto del Padre Nuestro en arameo en el primer y milenario santuario-catedral de Armenia, excavado en una roca que convertía la naturaleza en altar.

Pero volvamos a París. Quieren los dos hiponeuronales rehacer el mundo que creen herencia suya y que les administran «demócratas» delirantes encargados a su vez de vigilar a los viandantes enajenados ante el escaparate de la cacharrería. No son nada esos líderes, pero creen ser todo ante unas urnas abastecidas perezosamente por transeúntes de la libertad que ya no es más que una sombra. Existen como la tormenta que estorba al sol.

¿Pero dónde están hoy los «miserables» decimonónicos de las barricadas parisienses, los que se jugaban la vida por ser; incluso los alegres niños del 68 que acabaron varados en los bajíos literarios? Recuerdo confortador ante la pobreza en que vivimos ¿Dónde se han ido los Padres Peregrinos, los pilgrims del «Mayflower», sucedidos por unicornios de peluquería y pasmados de Nueva York? No hay noticia. Todo eso ha sido disuelto en oscuros miedos antiterroristas a locos que matan una vez y otra, con mano falsamente coránica, a empleados de las Torres Gemelas, pero que no aciertan, dramática casualidad, con los grandes propietarios del dinero ¿Y acaso, añadamos, era necesario acertar si hoy el mundo fuera invento de razón y no juego de gran timba? Pero ese mundo se entretiene en ver y temblar para seguir jugando.

Leyendo al gran estudioso del pragmatismo y de la postmodernidad Michael P. Lynch, y al protagonista del pensamiento débil Gianni Vattimo, se detecta un paisaje desolador. Un paisaje de sobrevivencia, como un tendal de barrio del que cuelgan puestas a secar frases como esta del profesor italiano: «El pensamiento débil es una anarquía no sangrante», esto es, un desorden amable, no una forma comprometida de vivir la vida libertariamente, sino un frívolo sobrevolar incontaminadamente las angustias de los que padecen o son explotados. O esta otra invitación a estar solo en una soledad que espera el maná de tres estrellas: «La política es un debilitamiento del sujeto» ¿Qué política? ¿Qué sujeto? Me pregunto sobre la marcha: ¿Acaso no será lector secreto de Vattimo el Sr.Rajoy, que también ejerce su poder impertinentemente sobre los que huyen del mismo como compromiso no solamente fatigoso sino además inútil? ¿Ejerce una anarquía no sangrante el Sr. Rajoy, conducido de la mano por su ministro de Hacienda.

El mundo está siendo arruinado por el pragmatismo, ese burdo pensamiento destructor del gran edificio donde fueron enunciados los valores, de Platón a Kant, que han hecho del mundo una realidad trascendente, una moral responsable y una convivencia llena de alma, aunque muchas veces sea alma atormentada, que blasfema de la suprema realidad del amor que insemina la convivencia. He empleado el término naïf de amor –que ahora, como mucho, es simplemente sexo mal ejercido– porque en él confluyen realidades como paz, justicia, libertad, colaboración, igualdad y otros propósitos con los que se abasteció el espíritu entregado a un ser ya en pie que, al margen de su evolución bioquímica, se preguntaba desde el primer minuto sobre el misterio del sol, del día y de la noche. Notar el dedo del Espíritu como una herencia inteligente que no han elaborado seres unicelulares reviste de grandeza al espécimen humano. Le obliga a remontarse sobre el azar y la necesidad.

Estoy manifestándome como un pragmático disidente que invierte los términos de la cuestión: no creo que lo útil sea lo bueno –como dice James cuando subraya que «la verdad es la utilidad y que una creencia verdadera es aquella que nos reporta algo que queremos»– sino que lo bueno es lo útil. Pero la utilidad ha de medirse en términos de permanencia y de masas. Esto último lo vienen sosteniendo ya los más razonables pragmáticos, al menos en su dimensión de permanencia, y con su exigencia de que lo útil ha de someterse a esa justificación. Yo también creo tal cosa, pero rellenando tal creencia con un colectivismo impregnado de dignidad común. En lo colectivo está el supremo bien, cuando es un bien de todos proyectado desde el «todo».

En fin, esto dicho con urgencia y escasez, es lo que me ha sugerido el encuentro en el Walt Disney de la pareja que apoya con armas y bancos que lo «útil», es decir, la riqueza selectiva, es lo bueno. Solamente una pregunta final: ¿Para quién?

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