Koldo Campos Sagaseta

Día Internacional del Retrete

Ni el día del padre, ni el de la madre, el del niño o el de la secretaria me han merecido respeto alguno, desnaturalizados hasta el aburrimiento si este viniera empacado y pudiera etiquetarse.

Las innovaciones que en la materia ha habido, con la institución del día del arbusto o del ornitorrinco, tampoco han conseguido interesarme, sin querer restar con ello mis respetos a todos los animalitos y vegetales que estén de cumpleaños.

Lo que de verdad me ha emocionado, en lo que constituye un merecidísimo reconocimiento al más sublime y humano de los espacios, es ese Día Internacional del Retrete que el mundo celebró el 19 de noviembre, tal y como usted debe estar imaginando. Es posible que se programen jubilosas manifestaciones al respecto para todos los gustos y posturas allá donde viva un ser humano, que nada nos globaliza con más hondura y equidad que esos restos mortales que los días nos desprenden.

Tres veces al día, reconozco, le rindo pleitesía, y no por sus haberes, que los tiene, sino por ser y haberlo sido siempre, ese único reducto amurallado, provisto de cerrojo, al que no llegan visitas indebidas; ese sagrado altar en el que entregarse a la lectura sin timbres que interrumpan ni llamadas que importunen.

Si no fuéramos hipócritas, tan esclavos de las dignas biografías que mentimos, tendríamos que reconocer que en ningún otro trono, como en los retretes hemos sido más propios y felices, sin un notario al lado que registre la cotidiana historia en la que estamos, sin un juez delante que te autorice el paso o la opinión, sin una obligada cita previa, sin un reproche, sin un lamento, solo nosotros mismos y el retrete. Y en él hemos soñado y descubierto los dos o tres enigmas pendejos de la vida, esos que son la esencia de todos los humanos afanes, que nos llevan y nos traen, de letrina en letrina, y en cuya concurrida soledad hemos urdido las historias que mejor sabemos y contamos.

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