Iñigo Urkullu, el estadista

El día después de que el Estado español volase su modelo autonómico, deteniendo a miembros del Govern por organizar un referéndum y estableciendo un estado de excepción no declarado en Catalunya, Iñigo Urkullu se mostró algo más explícito de lo habitual. En cierto sentido, frente a quienes le acusan de falta de talla política, se mostró como un estadista. Eso sí, no del país que le ha votado, sino del Estado que no permite dejar votar libremente a su país.

Urkullu no ve realista la independencia vasca, pero ve factible una España distinta, más democrática y liberal, más europea, más educada, una España confederal. Excepto algún círculo de Podemos, nadie en España propone ese modelo de Estado, pero Urkullu se mostró convencido. También dijo que se ha acabado el ciclo recentralizador en Madrid. Y lo dijo el día después de que el ministro Montoro confirmase la intervención de las cuentas públicas catalanas y tres buques repletos de policías y guardias civiles desembarcasen en el puerto de Barcelona.   

Desde su llegada a la presidencia del EBB la estrategia de Urkullu ha sido congelar el país. Es su naturaleza. No tiene en cuenta que, después de 1936, Euskal Herria ya estuvo congelada un tiempo –en concreto hasta el nacimiento de ETA–, y que cuando se rompe la cadena del frío el daño puede ser irreversible. Guiado por sus obsesiones más negativas, ha preferido amortizar este momento histórico que liderarlo. Ha establecido una visión reaccionaria y contagiado un ambiente hostil a toda alianza nacional y democrática. En todo caso, en su discurso de ayer se ven sus debilidades. Gobierna con la minoría unionista, pero asume que las mayorías sociales vasca y catalana divergen de la española. El 1 de octubre esa divergencia solo puede crecer, porque el PP la va a querer sojuzgar con represión. O esa violencia contra un pueblo que quiere votar activa a la mayoría democrática vasca o el escenario no es el Estado que planea Urkullu, sino uno muy negro.

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