La perversidad de los procesos políticos

C ualquier comentario sobre las sentencias de procesos políticos conlleva el riesgo de resultar repetitivo. Mucho peor es, sin embargo, el riesgo al que está sometida una parte significativa de esta sociedad de verse inmersa en uno de esos procesos; mucho peores sus consecuencias, tanto la prisión de muchos ciudadanos por su militancia política como el verdadero calvario al que se somete a otros muchos hasta su absolución.

Ayer, una vez más, el Tribunal Supremo español hizo pública una sentencia que corrige otra de la Audiencia Nacional por no haber probado las acusaciones. El Supremo anula las condenas de seis años de prisión a cinco jóvenes y afirma que las declaraciones realizadas en sede policial no son elemento de prueba, aunque, si bien reconoce que la incomunicacion supone «una restricción de derechos», la justifica por el «contexto de terrorismo». Y a pesar de señalar que no existen pruebas de participación o incitación a acción violenta alguna de ninguno de los encausados, condena a dos años de prisión a dos de ellos por su militancia en Segi. Ciertamente, repetitivo.

Siete jóvenes (y otros 21 a los que les fue retirada la acusación) han conocido durante cinco años la incomunicación –durante la cual, según denunciaron varios de ellos, sufrieron torturas–, la cárcel o el exilio, la larga e incierta espera hasta el juicio y de nuevo la cárcel. Pero no parece probable que tribunales y representantes institucionales se pregunten ahora si era necesario detener, incomunicar y encarcelar a esos jóvenes; si era imprescindible que, tras el juicio, la Ertzaintza procediera a su detención, adelantándose incluso a la notificación de la sentencia y que se empleara a fondo contra el muro popular que protegía a tres de ellos en Gasteiz; si, a sabiendas de que la sentencia de la Audiencia iba a ser recurrida, era preciso encarcelarlos de nuevo. O si después de todo ello los dos jóvenes condenados a dos años deben permanecer en prisión lo poco que les resta hasta completar ese tiempo. Sin duda, resulta inevitable, y perversa, la sensación de déjà vu.

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