Manifestación de un cuerpo social enfermo

Tras el aluvión de críticas a sus primeras palabras sobre los supremacistas blancos y su trágico ataque contra manifestantes antifascistas ocurrido en Charlotesville (Virginia), Donald Trump finalmente ha condenado el racismo y ha llamado «criminales a los que causan violencia en su nombre». Previamente había condenado «el despliegue de odio y la violencia de las diversas partes», haciendo suya la lógica y aceptando la teoría de los dos demonios que tanto se ha utilizado para justificar dictaduras, guerras sucias y tantas atrocidades. Su primera declaración y la negativa a condenar a los racistas, nazis, miembros del Ku Klux Klan y diversas milicias «neoconfederadas» armadas con fusiles de asalto que decían querer «recuperar EEUU para los blancos», cumplir las promesas que les hizo Trump y por las que le dieron masivamente el voto, resultó muy chocante, insólita, pero en absoluto fue ninguna sorpresa.

Evidenciaba la incómoda situación del presidente de EEUU. Los supremacistas que organizan ese tipo de actos le apoyan abiertamente, ven en él un «líder con puño de hierro» que necesitaba su causa. Se volcaron con él en las urnas como nunca antes. Su apuesta electoral dio a millones de personas el permiso para expresar su racismo y su misoginia, fortaleció a un movimiento de extrema derecha al que dio luz verde para hacer una guerra cultural.

No obstante, esta deriva fascista no es algo que empieza con Trump o con Obama. Está latente desde hace mucho tiempo en un cuerpo social muy enfermo que va produciendo algunas manifestaciones, la de Charlotesville, la última. Es una enfermedad que hace de los negros en barrios blancos una excusa para que la Policía les pare y registre, con un sistema penal que les encarcela masivamente, con una segregación no reconocida y conceptos como los de los derechos de los estados frente al gobierno federal, supremacía blanca y nación étnica definida y con destino divino, a los que Trump ha dado luz verde y carta blanca.

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