Nuevas sanciones, política de siempre

La pitada de los 90.000 vascos y catalanes  que llenaban el 30 de mayo el Camp Nou al himno nacional español que sonaba a todo volumen a través de los altavoces del estadio fue monumental. Una acción clamorosa, grandiosa, una reacción natural y sentida que surge de la libertad de conciencia de personas y pueblos, que expresa emociones a flor de piel, un sentimiento colectivo de afirmación nacional. Algo que nadie puede pretender silenciar por decreto, censurar por ley ni prohibir mediante sanciones. ¿Qué esperaban las autoridades españolas, que vascos y catalanes se pusieran de pie y escucharan con lágrimas en los ojos un himno impuesto que no sienten y comprensiblemente repudian? ¿Esperaban de verdad aplausos? ¿Creen realmente que las sanciones de la Comisión «contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia», –ahí es nada–, van a surtir efecto? Tal vez sí, pero como estímulo para hacer que la próxima sea aún más masiva si cabe.

Por desgracia, no ha sido nunca una característica de España interrogarse sobre su forma de actuar, preguntarse por qué vascos y catalanes se encuentran tan incómodos en un orden político que no reconocen como propio, por qué no se sienten representados por sus símbolos. Siempre se ha negado a afrontar la realidad plurinacional del Estado y a buscar compromisos aceptables para todos. España no acepta protestas, ni mensajes ni voluntades populares que apunten directamente a sus fundamentos, repudia la discrepancia, interpreta la libertad como un ataque. Estas nuevas sanciones son el último recordatorio de una política de siempre, llena de rasgos autoritarios: la de imponer por las buenas y por las malas.

Definitivamente, no conocen a Euskal Herria. Tampoco a Catalunya. Y su comportamiento empuja a ambas naciones a seguir avanzando por su propio camino. Por encima de toda esa retórica inflamable que genera una atmósfera donde los ataques antivascos y anticatalanes transpiran.

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