Sin nostalgia, con paciencia estratégica y organización

El clientelismo es la fase primera de la corrupción y la megalomanía el síntoma más evidente de la decadencia política. La voluntad imperial en un territorio como Nafarroa suena ridícula e irreal, hasta que se abren las puertas del Navarra Arena y salen a la luz los andamios de un régimen podrido, forjado con dinero público, armado con hormigón, remozado con una egolatría sideral y cuyo pilar principal ha sido la razón de Estado. De puro ridículo no deja de ser patético, pero en medio de ese monumento al vacío con frontón al fondo, la sensación que prevalece ahora debería ser la de escándalo.

Más aún por contraste con la falta de vergüenza de UPN, que puso a liderar un proceso de renovación del regionalismo a uno de los promotores de esta obra faraónica, Javier Esparza. «Navarrísimo», lo bautizó. Ante tanta desfachatez, el autoodio hacia lo vasco provocado entre sus bases no fue suficiente esta vez para que la ciudadanía navarra no votase por un cambio político.  

Símbolo de una época protagonizada por responsables institucionales despilfarrando dinero público para regar una red clientelar formada por una mezcla de viejos y nuevos ricos –de la que además esa clase política formaba parte–, el Navarra Arena tiene todos los componentes del modelo que ha provocado la crisis. Un modelo que hay que cuestionar en su conjunto.

Un modelo que genera pobreza y desigualdad

En el corazón de ese modelo de crecimiento y gestión sociopolítica está la construcción. Desde la perspectiva de las infraestructuras públicas, desde el sector inmobiliario, desde la planificación urbanística, desde la parte especulativa y financiera y desde el aspecto sociolaboral, la construcción fue en gran medida el motor de la economía durante el ciclo anterior a la crisis. Y también el máximo desencadenante de la misma en nuestro contexto. Muchos de los efectos más nocivos de la crisis tienen que ver con ese sector, desde su influencia en el rescate bancario hasta la cuestión capital de la vivienda, lo que esta supone para las familias vascas y cómo afecta todo ello al resto de servicios públicos. Sin olvidar, por supuesto, el crecimiento de la tasa de paro, que ha asediado especialmente a los trabajadores y a pequeñas y medianas empresas de la construcción.

Mezclando la comparación con las cifras de paro del Estado y una lectura parcial de tendencias económicas generales, las autoridades vascas pecan de autocomplacencia. Los datos no soportan esa visión optimista. La radiografía del desempleo en Euskal Herria en los últimos diez años que hoy y mañana publica GARA muestra una peligrosa tendencia. Hay más paro, es socialmente más lesivo, afecta a generaciones y la calidad del empleo desciende sin parar. Sin cambio de modelo, el resultado es un empobrecimiento paulatino de las clases populares y una sociedad más dualizada. En un contexto global, con Europa en crisis y camino de la periferia, lastrados por dos estados en decadencia y con autonomía limitada, la soberbia aldeana no es una opción.

Organizarse para lograr esos cambios

La crisis actual es sistémica, es intrínseca al capitalismo y tiene rasgos de definitiva dado su grado de descomposición. Los síntomas son claros. Pero se corre el riesgo evidente de que, por el momento, se solvente con otro cambio de ciclo que tendrá la perdida de derechos y el crecimiento de las desigualdades como principal característica. Así, los privilegios se recompondrían. Este escenario va acompañado de políticas represivas más duras y ataques a las libertades con el miedo como excusa.

La falta de una alternativa articulada y eficaz lastra toda la razón que se pueda acumular, todo diagnóstico que teóricamente acierte sobre el momento civilizatorio global y el de nuestro país en ese contexto. El dogma de «a peor, mejor», defendido como principio casi antropológico por parte de la izquierda, se ha demostrado falso. Los hechos tampoco soportan esta visión negativo-optimista, tan pasivo-agresiva.

Entre otras cosas, porque el desarrollo de las luchas por la emancipación y la igualdad requieren de un balance sereno que muestra avances y retrocesos, éxitos y fracasos. Euskal Herria es un buen ejemplo. Dado el desequilibrio de poder, hay que poner en valor cada victoria con la misma fuerza con la que se resiste cada injusticia. Y hay que experimentar. Como señala Angela Davis en su último libro, «uno debe estar dispuesto a cometer errores. De hecho, creo que los errores ayudarán a producir nuevas formas de organización, que unirán a la gente y producirán avances en la lucha por la paz y la justicia social». Sin nostalgia, con paciencia estratégica y organización.

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