@gara_dlazkano

El ISIS y el islam en Oriente Medio

La serie de artículos sobre el Estado Islámico arrancó con un repaso a sus orígenes, su desarrollo y su pujanza actual, al que siguió un análisis sobre este nuevo yihadismo desde el prisma occidental. Hoy toca analizar las circunstancias que permiten al ISIS medrar en su entorno natural de Oriente Medio. Circunstancias, complicidades y responsabilidades que no se circunscriben solo a la religión e incluyen a la política. A la política del poder.

Haidar HAMDANI/AFP.
Haidar HAMDANI/AFP.

Un reciente estudio de un instituto de estudios de Qatar cifraba en torno a un 7-10% el apoyo al Estado Islámico (ISIS) en el mundo árabe y musulmán.

Más allá de lo acertado o no del estudio y sin pretender extrapolarlo en términos de población absoluta (los musulmanes suman alrededor de 1.500 millones) de una comunidad (Umma) muy heterogénea, el innegable alineamiento de parte de la población musulmana, sobre todo joven, a las tesis del califato de Abu Baqr al-Bagdadi invita a hacer un diagnóstico sobre la responsabilidad de los regímenes árabes y de los movimientos políticos de sus sociedades en la emergencia y pujanza de un fenómeno mesiánico que amenaza con hacer saltar por los aires toda la región.

Ningún país habrá hecho tanto por promover el yihadismo como la teocracia de Arabia Saudí. Los saud, una tribu beduina del desierto, cimentaron ya desde el siglo XVII sus ansias de reinar sellando una alianza con un clérigo musulmán, Muhammad ibn Abd al Wahhab.

Su doctrina, el wahabismo, invoca el rigor en la aplicación de la Sharia (ley islámica). Una supuesta pureza del islam (puritanismo) que, combinada con la interpretación directa y ahistórica de las palabras atribuidas al profeta Mahoma, configura un listado de prohibiciones similar al vigente en el califato en Siria e Irak y en sus sucursales.

La teocracia saudí se convirtió a partir del pacto de Quincy de 1945 -firmado en el crucero estadounidense de ese nombre entre el presidente Roosevelt y el fundador de la dinastía, Abdel Aziz al-Saud- en el principal aliado árabe de EEUU. A cambio, garantizó a Washington suministros petroleros baratos y constantes durante decenios.

Convertido en potencia regional, y desde su posición de primacía sobre el resto de satrapías del Golfo, el regimen invirtió en los ochenta más de 1.000 millones de dólares en decenas de miles de mezquitas y en un centenar de universidades teológicas. Toda una labor de adoctrinamiento que extendió por todo el mundo musulmán -incluso a través de los millones de emigrantes árabes que trabajan temporalmente en los países del Golfo-, una doctrina conocida por su rigorismo extremo. Desde su creación en 1961, la Universidad Islámica de la ciudad santa de Medina ha formado a más de 45.000 clérigos de 167 nacionalidades en la doctrina wahabista.

El wahabismo es una rama del salafismo, que a su vez sirve de paraguas teológico al actual yihadismo. El salafismo, que cuenta con seguidores en prácticamente todos los países árabes (con una presencia histórica significativa en Siria) reivindica «el retorno a los orígenes del islam» Proviene del término salaf, y designa al «predecesor» o «ancestro», en referencia a los compañeros del profeta Mahoma y las tres primeras generaciones que le sucedieron. Como el wahabismo, el salafismo impone una interpretación literal y ahistórica del Corán.

Aunque a menudo se confunden, salafismo y yihadismo no son sinónimos. La corriente principal es el salafismo de predicación o quietista, que rechaza de plano la participación en la política. Su único objetivo es la regeneración-reislamización de la sociedad. Frente a él, el yihadismo es un movimiento político y militar.

Eso no quiere decir que no haya grupos salafistas armados. Es el caso de Siria, pero justifican su movilización coyuntural en respuesta a lo que consideran una agresión militar del régimen. Esa coyunturalidad no impide en su caso que haya una confluencia de intereses entre salafistas y yihadistas. Más en tiempos de guerra y necesidad.

Pero no es el quietismo y el «apoliticismo político inicial» lo único que separa a salafistas y yihadistas. Los primeros son por regla general inclusivos, en el sentido de que no excluyen por principio las otras expresiones no suníes de la religiosidad musulmana. Por contra, los yihadistas, sobre todo el Estado Islámico (ISIS), basan su credo en el takfirismo, predominantemente pero no únicamente antichií (takfir es la prerrogativa por la que se designa a un musulmán como apóstata o kafir).

El ISIS ha llevado su takfirismo a tal extremo, tanto en Irak como en Siria, que ha provocado críticas por parte de la línea oficial de Al Qaeda. Algo similar ocurre por lo que toca al tradicional «respeto» islámico al cristianismo en cuanto es una de las llamadas Tres Religiones del Libro (junto con el islam y el judaísmo). La reciente decapitación de una veintena de coptos por parte de la sucursal del Estado Islámico en Libia (Ansar al-Islam) contrasta incluso con la decisión del califato del ISIS en Siria e irak de no ejecutar en principio a los cientos de asirios cristianos que ha secuestrado estas semanas, imponiéndoles multas o, en su caso, forzándoles a la conversión. Lo que demuestra que la del ISIS es una deriva sin frenos en la que los discípulos llegan a aventajar en crueldad a los iniciales maestros. Como el ISIS con Al Qaeda.

Sin embargo, salafismo y yihadismo coinciden en el rigorismo y en el catálogo de prohibiciones morales y religiosas (la homosexualidad, por ejemplo) y de imposiciones que pretenden instaurar. Y eso que buena parte de ellas, como el niqab o el burka y/o la discriminación de la mujer son simplemente preislámicas beduinas, las mismas que la historiografía musulmana asegura que Mahoma se propuso desterrar.

Desde esa perspectiva ahistórica, wahabitas, salafistas y yihadistas reniegan completamente no ya de los simples ciudadanos que profesan, o no, su religión en la privacidad sino incluso de los movimientos islamistas políticos como los Hermanos Musulmanes, a los que acusan de ¡laxitud! y de los que rechazan su islamo-nacionalismo y su defensa de la democracia como mecanismo de elección de los gobiernos.

El objetivo de las secciones nacionales de los Hermanos Musulmanes pasa por llegar al poder por métodos pacíficos y a través de las urnas e islamizar sus sociedades pero sin poner en principio en cuestión las actuales fronteras. Más aún, se reivindican como movimientos nacionalistas, tanto en Palestina (Hamas) como en Egipto.

Todo ello les convierte en los rivales a batir por parte de Arabia Saudí y de las principales satrapías del Golfo, que utilizan y promocionan el salafismo para intentar erradicar a la cofradía musulmana. El desmarque, desde hace décadas, de los Hermanos Musulmanes respecto al yihadismo los convierte asimismo en rivales. Y eso que el teórico del yihadismo, el palestino Sayid Qutb, provenía de la Hermandad Musulmana.

Y es que, a menudo, y sobre todo en escenarios de guerra y opresión feroz, las fronteras entre islamistas, salafistas y yihadistas se diluyen, por supuesto en beneficio de la estrategia de estos últimos. Es principalmente lo que ha ocurrido en Siria.

Fascinación por la yihad

Pero el poder de atracción del yihadismo en escenarios bélicos no se explica solo por su evidente fortaleza y agilidad para moverse en ese tipo de terreno.

La yihad ejerce ciertamente una gran fascinación, sobre todo en el islamismo político, pero incluso más allá.

No hay que olvidar que, en su día, el triunfo de la revolución islámica en Irán contra EEUU y luego el éxito de la larga resistencia contra Israel de Hizbulah (el Partido de Dios) tuvieron un gran influjo en el yihadismo suní, aunque ciertamente sean hoy enemigos irreconciliables y a muerte.

El irán de Jomeini era la prueba de que es posible el triunfo de una revuelta política basada en la religión. Los continuos reveses de Israel en Líbano mostrarían la utilidad de la yihad.

El yihadismo suní hizo, por supuesto, su propio camino, mucho más sectario que un chiísmo minoritario y que históricamente se ha visto siempre forzado a convivir y negociar, e incluso a disimular su fe.

Otra de las diferencias es que, así como el sunismo apela a -y queda atrapado por- la sunna (los dichos y actos atribuidos a Mahoma, un profeta que habría vivido hace casi 1.500 años), el chiísmo basa su legitimidad religiosa en una cuestión sucesoria (el partido de los seguidores de Ali, yerno de Mahoma).

No es momento para profundizar en las diferencias entre sunismo y chiísmo (aunque cabe recordar que hay sectores político-religiosos en Irán que defienden un catálogo de prohibiciones-imposiciones morales casi equiparable al del rigorismo salafista suní.

Lo que sí conviene recalcar es el peso de una visión tradicional de la religión en los acontecimientos políticos de las últimas décadas, un peso que creció a medida que el panarabismo entró en crisis y que no parece que vaya a menguar. Al contrario.

Los falsos «laicos»

Un peso -sobrepeso- de lo religioso que otros regímenes árabes se han encargado y encargan de resaltar para presentar una falsa dicotomía entre islamismo y «laicismo» con la que lo único que buscan es desembarazarse de sus rivales y perpetuarse en el poder.

El ejemplo más acabado y reciente de ello es el de la contrarrevolución egipcia, que justificó el golpe de Estado para acabar con la «tiranía religiosa» de los Hermanos Musulmanes.

Alguien podría interpretar entonces que el apoyo de Arabia Saudí y de su sucursal salafista de Nur (segundo partido egipcio) al golpe de Estado del general y hoy presidente al-Sissi fue circunstancial y motivado por cuestiones de rivalidad histórica entre el wahabismo-salafismo y la cofradía musulmana. Pero si alguien pensaba que el nuevo Gobierno imprimiría un carácter menos islámico a Egipto se equivocó.

Al contrario, como en la era de su antecesor Mubarak (que implantó la Sharia), al-Sissi ha lanzado una campaña contra los homosexuales y los ateos tan dura que hace pasar por poco menos que un «agnóstico» al derrocado presidente hermano musulmán Mohamed Morsi.

Y no es el egipcio el único caso. Los militares argelinos han hecho lo propio desde los noventa. El régimen ha llenado el país de mezquitas. Una islamización con la que busca domesticar al movimiento islamista al que hurtó su llegada al poder en 1991, manteniéndolo alejado de la política pero otorgándole peso en la sociedad. Esa estrategia le ha permitido sortear las revueltas árabes. Pero la fuerte religiosidad que ha inoculado en la sociedad puede ser pan para hoy y hambre para mañana. Y lo mismo vale para Egipto.

Salvando las distancias, esta utilización política de la religión recuerda a la de la Arabia de los Saud. Quizás ahí esté el problema. En utilizar la religión de modo espúreo sin calcular que al final es la religión la que, sobre todo a falta de alternativas, se acaba imponiendo.