Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

La trampa del "¡que los detengan a ellos también!"

GARA 

Una de las grandes perversiones causada por el ciclo de ilegalizaciones inaugurado por Baltasar Garzón fue normalizar la creencia de que las ideas pueden y deben de ser condenadas judicialmente y, con ellas, a quienes las expresan. Por desgracia, nos hemos acostumbrado, interiorizando el mecanismo del veto como si de un fenómeno natural se tratase. Solo así se explica que cuando detienen a 21 personas bajo la impresentable acusación de tuitear respondamos preguntándonos por qué no detienen también a otros cuyos tuits nos resultan inaceptables. Comprendo qué es lo que busca una persona que, ante una redada que se justifica, entre otros mensajes, por dar el «ongi etorri» a presos vascos, contraataque sacando el abanico de atrocidades fascistas y «muerte al catalufo» que podemos leer diariamente en la red. Entiendo la rabia y la necesidad de denunciar la doble moral y la hipocresía. Entiendo el dolor. Sin embargo, creo que caemos en un error. 

En primer lugar, porque equiparar a un régimen fascista producto de un golpe de Estado con una organización armada como ETA, con todo el contexto y las interrelaciones que se quieran, no aguanta comparación histórica posible y solventarlo con una frase de brocha gorda nos lleva directamente a la demagogia. Por eso, ni siquiera entraré ahí. En términos más filosóficos, creo que este es un síntoma de una sociedad cada vez más judicializada, en la que el «que lo prohíban» o «que lo ilegalicen» suele ser sinónimo de «no me gusta», «estoy en desacuerdo» o «me repugna», lo que conlleva la demanda de que lo eliminen de mi vista. Ejercer la libertad de expresión no es garantía de pronunciarse acerdatamente acertadamente, con buen gusto ni tan siquiera con sentido común. Pero, como decía Iñigo S. Ugarte en Twitter, «que un comentario sea repugnante o censurable moral o políticamente no significa que tenga que serlo penalmente». Si ante un atropello nosotros reclamamos que se actúe igual estamos dando legitimidad al hecho en sí de que se arreste por un comentario en Facebook, aunque sea de rebote. Y esto nos deja en una doble desventaja: la primera, obvia, está en quién tiene el mando de policías y jueces. Por eso, no me parece sensato regalarles el sentido común a la hora de censurar. La segunda, que una sociedad con la espada de Damocles es lo contrario al espacio libre que deberíamos de poder construir.

Llegados a este punto, los demagogos defensores de la porra y el mazo sacarán el ejemplo más escabroso para defender que tipos uniformados puedan arrestar a alguien por repetir en Twitter los comentarios sobre Carrero Blanco que más de la mitad de Euskal Herria ha proclamado a los cuatro vientos en una taberna. A través de detalles, de hechos puntuales, establecemos una lógica perversa que da carta blanca a operaciones como la de ayer. Así lo entendió la Guardia Civil, que despachó un vídeo publicitario en el que aparecía una docena de tuits de los que la mayoría parecían redactados por un funcionario policial intentando hacerse pasar por «borroka» mezclados subliminalmente con portadas de GARA, carteles de Sortu o Ernai o proclamas independentistas y revolucionarias. El «totum revolutum» del «que lo prohíban» es un saco sin fondo y siempre habrá quien considere que todavía queda espacio libre para más expresiones que tachar. Por eso, me niego a una concesión que termina, en la práctica, por convertir todas las opiniones, también las que reflejan una repugnante bajeza moral, en presuntos delitos y objetos de castigo. La equidistancia, el «que los detengan a todos», termina por ubicarnos en el siempre calentito espacio de lo políticamente correcto. Un lugar en el que, a fuerza de censura, el aire cada vez es más irrespirable.

Claro que existen ideas reprobables. Por supuesto que hay expresiones deleznables. También otras que duelen. Y eso me genera incertidumbre y dudas sobre los límites. No estoy diciendo que no existan figuras como la injuria o la calumnia. No obstante, creo que confundir lo rechazable moralmente con lo punible abre la vía a la asfixia y a una sociedad peor. Como decía Voltaire, «me repugna lo que dices pero daría la vida para que puedas decirlo».

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