Ainhoa Güemes eta Zaloa Basabe Blog
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Pandora encadenada (II)

-- La autora de este texto es Natalia Gardeazabal, especialista en Historia y profesora de instituto

 

I parte aquí

 

En la I parte de este texto, hemos visto como a lo largo de la historia de la cultura occidental se ha abundado, con mayor o menor fortuna, con más o menos profundidad, originalidad, agudeza, inteligencia o brillantez sobre el mito de Prometeo frente a una Pandora silenciada.

Ya que lo que todas estas visiones tienen en común, lo que permea todas ellas, es precisamente la ausencia absoluta de la categoría género como ingrediente del análisis, de la interpretación o de la creación. Se da por sentado que el aparato mítico y teológico, como el resto de aparatos que conforman la cultura, la política, la ciencia y el saber, está imbuido de una cualidad de universalidad, algo que será moneda corriente a lo largo de los siglos en todos los ámbitos de la vida humana; el hombre es lo universal, y por lo tanto la objetividad-siguiendo el dictum de Adrienne Rich- no será más que la subjetividad masculina.

Esto ya lo vieron claro las primeras feministas avant la lettre ; tanto Olimpia de Gouges, a quien ahora volveré, como Mary Wollstonecraft en su Vindicación de los derechos de la mujer en 1792, exigieron que las demandas de “igualdad” universal que habían defendido los revolucionarios y filósofos ilustrados se hicieran extensivas a las mujeres, que clara y absolutamente quedaron fuera del diseño del proyecto revolucionario.

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, es obviamente considerado un documento precursor de los derechos humanos a nivel nacional e internacional. Aún cuando establece los derechos fundamentales de los ciudadanos franceses y de todos los hombres sin excepción, no se refiere a la condición de las mujeres ni a la esclavitud (esta última será abolida por la Convención Nacional el 4 de febrero de 1794). No fue hasta que Olympe de Gouges, en 1791, proclamó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana que las mujeres intentaron entrar, a través de un documento no oficial, en la historia de los derechos humanos.

Pero documento no oficial, historia no oficial; es decir, no historia. Y no podemos olvidar que a Olympe le cortaron la cabeza, y con esa decapitación física y política, metafóricamente cortaron la cabeza de todas las mujeres; de nuevo, como en la Grecia Antigua, las no-ciudadanas, las Pandoras encadenadas.

Pero volvamos al relato mítico, que podría resumirse de la siguiente manera: Prometeo es un titán, es decir, uno de los antiguos dioses descendientes de Urano (el Cielo) y Gea (la Tierra) que dominaron el mundo bajo el liderazgo de Cronos en épocas primigenias, antes de ser desplazados por los dioses olímpicos liderados por Zeus, hijo de Crono y Rea.

Los titanes no terminan de aceptar la nueva situación y se rebelan, librándose la famosa Gigantomaquía o Guerra de los Titanes contra los nuevos dioses. Según  Hesíodo, Zeus y los suyos derrotan a los titanes gracias a la ayuda de los Hecatonquinos, seres primordiales semejantes a los titanes. Como castigo, estos últimos son condenados por Zeus a vivir en el tenebroso Tártaro.

Prometeo, el más inteligente de los titanes, no participó -debido a su prudencia- en la rebelión de sus pares más antiguos. Era hijo del titán Japeto y de la oceánida Clímene. Por su inteligencia, prudencia y carácter benefactor es adoptado por los olímpicos. Sin embargo, sigue latiendo en él un espíritu rebelde típico de los titanes, rasgo que se trasladará posteriormente al hombre.

Zeus trataba de exterminar al género humano (como el Dios que en el Génesis envía el Diluvio), y con este fin le niega el fuego (símbolo de la civilización técnica), sin el cual no le hubiera sido posible subsistir. Gracias al ardid de Prometeo, que consigue robar el fuego a los dioses, el género humano encuentra la ayuda de su subsistencia.

Originalmente, recordemos lo que cuenta el mito, los hombres carecían de trabajos y enfermedades que pudieran traerles la muerte y no había males sobre la tierra, pues todos los había encerrado Ares en un gran vaso. Será por la acción de Pandora que los hombres abandonen esa especie de Edén o de edad de oro ya que, como cuenta el mito Pandora no pudo resistir la tentación y destapó el recipiente, del cual se escaparon todas las calamidades que, desde entonces, afectan a los humanos, y sólo Elpís, la Esperanza, quedó dentro del vaso, pues antes de que saliera ya lo había vuelto a tapar Pandora por decreto de Zeus, que también privó de voz a las calamidades para que los humanos no pudieran esquivarlas.

Lo que me interesa resaltar es que, sea cual sea la interpretación, el hombre prometeico (hombre como término marcado; varón, masculino, macho de la especie y hombre como término neutro y universal, ser humano) se nos presenta como creador y previsor, y su esperanza fundamentada en su propio esfuerzo y no en una graciosa concesión divina.

Creo que esto nos ayuda a entender las palabras de Marx cuando habla del titán como del primer mártir del proletariado, al mismo tiempo que no puede dejar de reconocer el carácter individual de su rebeldía. O la aparente boutade de Jean Pierre Vernant cuando lo caracteriza como una “vocecita contestataria, algo así como un mayo del 68 en el Olimpo...”

En el Mito de las Edades Hesíodo nos cuenta que hubo un momento, anterior a toda cultura, en el que una humanidad prepolítica, una raza de hombres de oro, se sentaba en la misma mesa que los dioses a consumir manjares abundantes recolectados sin esfuerzo. En aquel tiempo previo al origen no había preocupaciones, ni trabajo, ni dolores, ni muerte. Ni tan siquiera había nacimientos, pues la mujer aún no había sido creada. El mito realiza un elogio del paraíso en el que la loa a la inocencia se confunde con la añoranza de una absoluta indolencia. En el paraíso no hay lenguaje, ni técnica, ni esperanza, ni vergüenza, ni justicia. Lo único que hay es, de hecho, la tutela directa de los dioses sobre unos hombres radicalmente menores de edad.

Llega el día, sin embargo, en el que el hombre decide realizar el trueque más trascendental de su historia: cambia felicidad (y minoría de edad) por humanidad (y mayoría de edad). La mera expresión de este deseo pone en marcha una nueva forma de vivir que sólo ahora merece plenamente el título de existencia. Este es el sentido del sacrilegio prometeico. Prometeo ha introducido la cultura donde sólo había naturaleza. El habitante de la naturaleza es el sátiro, eternamente inocente, porque es ajeno a todo sentimiento de culpa. El de la cultura es el hombre. Mientras el primero sólo tiene descendientes, para ser hombre se ha de manifestar la voluntad de optar por una herencia: la del sacrilegio. Al hombre lo hace hombre la cultura.

Y aquí es cuando entra en juego Pandora.

Frente a ese hombre, Pandora, por la que se siente subyugado, con sus ardides arteros y su gracia femenina, será un obstáculo interpuesto en ese proyecto civilizador y de progreso, apartándolo de tan nobles cometidos. La mujer se presenta así como el mal radical, la causa que frustra el espíritu emprendedor del hombre, el “arduo engaño” que lo desvía de su destino.

Veamos como lo cuenta Hesíodo en la Teogonía:

“Al punto, a cambio del fuego, tramó males para los hombres: el famoso Cojo modeló, por decisión del Crónida, algo semejante a una respetable doncella; la ciñó y adornó con un vestido de destacada blancura la diosa Atenea de ojos verdes; la cubrió desde su cabeza con un velo, hecho a mano, admirable de ver; encantadoras coronas de fresca hierba trenzada con flores le colocó en torno a su cabeza Palas Atenea; en su cabeza le colocó una diadema de oro … Cuando hizo el bello mal, a cambio de un bien, la llevó donde estaban precisamente los demás dioses y los hombres, engalanada con el adorno de la diosa de ojos verdes, hija de poderoso padre; la admiración se apoderó de los inmortales dioses y los mortales hombres, cuando vieron el arduo engaño, sin remedio para los hombres. De ella, en efecto, procede el linaje de las femeninas mujeres (pues funesto es el linaje y la estirpe de las mujeres); gran desgracia para los mortales, con los hombres habitan no como compañeras de la perniciosa pobreza, sino de la abundancia...”

A continuación Hesíodo explica esta aparente paradoja en la que equipara a las mujeres con los zánganos de la colmena; en definitiva la mujer concebida de nuevo como causa de ruina:

“Como cuando en las abovedadas colmenas las abejas alimentan a los zánganos, dedicados a míseros trabajos; ellas durante todo el día, hasta la puesta de sol, día a día se afanan y hacen los blancos panales, mientras ellos permaneciendo dentro, en los recubiertos panales, recogen en su estómago el trabajo ajeno, así, del mismo modo, el altitonante Zeus como desgracia para los hombres mortales hizo las mujeres, dedicadas a malvadas acciones.”

En los versos de Hesíodo se encuentra también una explicación del origen de la institución del matrimonio ya que el hombre, amo de la tierra, quiere poder trasmitir las riquezas que obtiene de ellas a hijos de cuya paternidad no tenga ninguna duda. De ahí surge el matrimonio monogámico, que hace de la mujer legítima un instrumento de procreación:

“Y otro mal suministró a cambio de un bien: quien, esquivando el matrimonio y las funestas obras de las mujeres no quiere casarse y llega a la funesta vejez sin sostén para esta etapa, éste no vive falto de medios; pero el morir, sus parientes se reparten sus posesiones. Quien en cambio participa del matrimonio y tiene una esposa prudente, provista de inteligencia, a él desde el comienzo de los tiempos se le iguala el mal con el bien constantemente. El que consigue un tipo de esposa destructiva, vive con incesante aflicción en su pecho, en su ánimo y en su corazón, y su mal es incurable”

Si en la Teogonía Pandora es el mal mismo personificado, en Trabajos y días, es la causa de la difusión de las desdichas al abrir la jarra que lleva consigo:

“ … gran pena habrá para ti mismo y para los hombres venideros.A éstos, en lugar del fuego, les daré un mal con el que todos se regocijen en su corazón al acariciar su mal”.

En los siguientes versos describe como Hefesto fue ordenado a diseñar y construir una “hermosa y encantadora figura de doncella”, como se encarga a Atenea que le enseñase a tejer y a Afrodita “ que derramase en torno a su cabeza encanto, irresistible sexualidad y caricias devoradoras de miembros”. Por último a Hermes le ordenó “infundir cínica inteligencia y carácter voluble”.

Explica por último como fue Pandora quien “ocasionó penosas preocupaciones a los hombres” al destapar la tinaja y esparcir todos los males.

Hesíodo no inaugura ex-novo esta idea de la intrínseca maldad femenina, porque es una idea que ya aparece en narraciones de culturas orientales como la Epopeya de Gilgamesh, donde a Enkidu se le envía una prostituta para que con sus habilidades sexuales le aparte del entorno natural en que vivía.

Y, desde luego, no será una idea, una representación que muera con el poeta griego, sino que perdurará y adquirirá nuevos matices en la misógina tradición judeo-cristiana. Pandora, como Eva, es una mujer “hecha” no engendrada, no sigue la secuencia de la genealogía, pertenece a un plano ontológico inferior, es un no-ser, un simulacro, como tan bien se encargará de propagar la doctrina aristotélica y tomista.

Los paralelismos con la Eva bíblica son muchos; la manzana del pecado, la relación sexual, la procreación, la instauración de la institución matrimonial, el hecho de ser creada después del varón, de ser culpable de introducir los males en el mundo, asombrosamente coincidente con Pandora en que ambas actúan así por su flaqueza y debilidad. Todo esto marcará el camino de la misoginia medieval, camino que no se detendrá con la llegada del Renacimiento, pues para las mujeres no hubo Renacimiento (baste sólo pararnos a pensar en la caza de brujas desarrollada en occidente en la edad Moderna, que magistralmente analiza Silvia Federici en su libro El calibán y la bruja) y tampoco se detendrá, como hemos apuntado en este trabajo, con la llegada de la Ilustración.

¿Se ha detenido ya? ¿Sigue Pandora encadenada?

 

Natalia Gardeazabal

 

 

 

 

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