Karlos Zurutuza
SAHARA

Náufragos de la última colonia

Un pueblo embarranca en la costa de África para ser abandonado en el corazón del desierto. Este año se cumplen cuatro décadas de la ocupación del Sahara Occidental a manos de Marruecos. 7K viaja a la zona cero para hablar con los supervivientes.

Esta pequeña calle resulta extrañamente acogedora. Quizás sea por los árboles, apenas hay ninguno en El Aaiún. En la placa se lee “avenida Naman”, pero todos los saharauis la conocen por “Dadach”. Tras 24 años preso en las cárceles marroquíes, Sidi Mohamed Dadach tuvo aquí un recibimiento multitudinario en 2001. Es el “Mandela” saharaui.

Situada a más de mil kilómetros al sur de Rabat, El Aaiún es una ciudad levantada sobre trazo rectilíneo de monótonos bloques de apartamentos, casi todos de color ocre. La fundaron los españoles hace 80 años para acoger a los trabajadores de la mina de fosfatos de Fos Bucrá, a los del puerto y, por supuesto, a las autoridades de ocupación. En 1952 se convirtió en la base de operaciones de Julio Caro Baroja, lugar desde el que el antropólogo vasco trabajaría en sus “Estudios Saharianos”, una de las monografías más excepcionales publicadas hasta la fecha sobre la cultura tradicional del Sahara. Eran los tiempos en los que el noticiario del régimen franquista recordaba que el Sahara Occidental tenía «una extensión superior a la mitad de la España peninsular» y que El Aaiún era «la capital de esta inmensa terraza desplegada al Atlántico». Pero la última colonia española nunca fue el Edén que preconizaba el aparato de propaganda. En su libro “La historia prohibida del Sahara” (Destino, 2002), Tomás Bárbulo, periodista y escritor que pasó gran parte de su infancia en el territorio, lo describe como un lugar en el que «contrabandeaban un buen número de comerciantes canarios, maldecían su suerte los soldados de reemplazo, hacían su agosto una legión de prostitutas y se deshidrataban en salvajes batallones de castigo presos políticos y civiles».

A día de hoy, tanto la mina como el puerto siguen funcionando, pero cambiaron de manos en 1975, tras la ocupación de Marruecos. Rabat insiste en que este territorio no es sino su provincia, aunque la Organización de las Naciones Unidas (ONU) lo considere un territorio «en proceso de descolonización inconclusa».

Nos dicen que Dadach vive en un pequeño apartamento no muy lejos de “su” calle, pero su casa está constantemente vigilada, lo mismo que los escasos periodistas que se acercan aquí. Y es que El Aaiún es, con toda certeza, una de las zonas más restringidas del Magreb para los informadores, tanto locales como foráneos. Todos necesitan un permiso especial del Gobierno para acceder a la zona y, en el hipotético caso de que se les conceda, únicamente se les permite hacerlo en una visita guiada de la administración marroquí. Evidentemente, ni Dadach, ni ningún otro disidente independentista saharaui están incluidos en el programa.

Medir Plandolit, periodista antes establecido en Rabat durante cuatro años, lo corrobora a la vez que apunta las “líneas rojas” para los informadores: «Son tres: la religión, el rey y la territorialidad, es decir, el Sahara Occidental», explica a 7K este corresponsal catalán que se vio obligado a abandonar el país por «presiones constantes y crecientes».

Así las cosas, dependemos de Ahmed para casi todo. El joven activista saharaui no solo organizará los encuentros y se encargará de la traducción sino que, además, gestionará la logística cambiándonos diariamente de casa, de vehículo… Seremos “invisibles” durante los primeros tres días, hasta ser identificados por un policía marroquí de paisano. A partir de entonces, el acoso de las fuerzas de seguridad será constante a través de tres hombres en moto vigilándonos las 24 horas del día. Ahmed dice que se puede seguir trabajando, al menos hasta que se ejecute la orden de deportación. Sucederá en cuatro días.

«Dadach dice que nos llamará para decir cuándo, pero ahora mismo puedes conocer a Hatra», asegura Ahmed desde un cafetín de la avenida Smara, la arteria principal de El Aaiún. Me pone en antecedentes a través de un vídeo en su móvil: una mujer saharaui hace el signo de la victoria tras haberle pateado la Policía la cara. Todos aquí conocen a Hatra Aram.

Hatra. Llegamos andando en apenas diez minutos hasta una puerta metálica en un muro de unos tres metros de alto. Rodea el solar destinado a un bloque de apartamentos que nunca llegó a construirse. Alguien levantó un día dos tabiques de ladrillo sobre los que esta mujer de 37 años puso un toldo que hace las veces de techo. Lo tuvo que cambiar cuando la Policía entró aquí hace tres años y la golpeó brutalmente dando fuego a lo poco que podía arder: apenas unos pocos recuerdos, además del “techo”. Las paredes siguen ennegrecidas por el humo, pero pintar no es una prioridad en una casa donde no hay ni agua ni electricidad.

Hatra cuenta su historia mientras prepara té sobre un fuego de carbón. Como la inmensa mayoría, solo ha conocido la ocupación marroquí porque nació en 1977. Su hermano fue asesinado en la prisión “negra”, un temido centro penal de El Aaiún. Tuvo sus cuatro primeros hijos con su primer marido antes de que este desapareciera en una patera, y el último con otro hombre del que se ha divorciado hace poco. Interrumpe su relato para rebuscar en una carpeta, de la que saca unas fotos de su hijo Nasrallah tras ser arrestado por la Policía. Fue torturado con tan solo 12 años.

«Quieren asustarnos para que no abramos la boca, eso es todo», dice esta saharaui que nunca falta en ninguna protesta y cuyo solar es, a menudo, un centro de reunión de activistas como ella.

A pesar de lo extremo de su situación, hoy respira aliviada tras la liberación de Abu Jihad, su hijo de 15 años. «Me tuvieron con las manos atadas a la espalda durante tres días y me golpearon durante todo el interrogatorio», explica el adolescente sin mostrar apenas ninguna emoción. Lo cierto es que podía haber sido peor. La vez anterior volvió a casa con una mano y un pie rotos. Su madre también guarda esas fotos en su carpeta.

El arresto de Abu Jihad se produce en el marco de una reciente campaña policial dirigida contra los saharauis más jóvenes. En la misma calle hablamos con Abu Salam, de 17, a quien recientemente le llegó una citación para personarse en comisaría «en el plazo de tres días». Han pasado cuatro, pero su padre le ha dicho que no vaya. Dice que muchos adolescentes han sido detenidos durante las últimas semanas.

Un informe de Amnistía Internacional publicado el pasado mes de mayo denuncia varios casos de maltrato a menores saharauis a manos de la Policía marroquí. La ONG asegura que la práctica de la tortura en Marruecos es «endémica» y añade que los saharauis se encuentran entre el principal grupo de riesgo.

Pero a la constante amenaza de arresto y tortura, parecen añadírseles nuevos e inesperados agravios. «Quieren echar a Abu Jihad del colegio, porque lo han arrestado allí dos veces, pero ni siquiera nos dan garantías de que lo vayan a admitir en otro», explica angustiada esta madre, que asegura que seguirá movilizándose.

Como todos los saharauis, recuerda con nostalgia Gdeim Izzik, el campamento protesta levantado a las afueras de la ciudad en 2010. «Durante casi un mes nos reunimos en asambleas, hombres y mujeres juntos, y votábamos a mano alzada sobre cada decisión a tomar», explica Hatra. Aquello, continúa, «fue el único ejemplo de democracia que hemos disfrutado».

En palabras de Tomás Bárbulo a 7K, Gdeim Izzik fue distinto a protestas anteriores, porque se movilizó el pueblo saharaui en su conjunto: jóvenes y mayores, hombres y mujeres, casados y solteros…

Analistas como Noam Chomsky atribuyen a dicho campamento, y no a Túnez, la chispa de las revueltas que sacudieron el norte de África y Oriente Medio. Sea como fuere, Gdeim Izzik constituyó un auténtico desafío en un territorio en el que, según Human Rights Watch, todas la manifestaciones consideradas hostiles al Gobierno fueron prohibidas en 2014.

«Esto no es más que una gigantesca prisión al aire libre», sentencia Hatra desde la puerta metálica de su solar y justo antes de lanzar una mirada desafiante a los tres policías de paisano.

Ahmed los conoce, porque no es la primera vez que acompaña a un extranjero en El Aaiún, sea periodista, activista o miembro de una ONG. Dice no tener miedo a las represalias, porque, asegura, es esa misma sobre-exposición la que le protege.

«Ya no me ponen la mano encima porque saben que tengo una relación muy sólida con medios y organizaciones internacionales en Oslo, Berlín, Ginebra, Bruselas… Cualquier problema y se activa un protocolo mediático que Rabat quiere evitar a toda costa», explica confiado el joven saharaui.

«¿Nos lleváis? Es que creo que vamos al mismo sitio», le espeta a nuestra escolta motorizada. Nos miran como las vacas al tren, no hay expresión alguna en su rostro.

Los días transcurren entre paseos siempre vigilados, pero en los que seguimos recogiendo testimonios. Abdurrahaman Zayou nos cuenta que pasó dos años y tres meses en una cárcel de Rabat por participar en Gdeim Izzik. «Eramos 25 en una celda y no vimos la luz del día durante un año entero», recuerda este hombre de 41 años. Lakhlifi Nahbuha sigue buscando a su hermano desde su desaparición en 2005. Quizás algún día encuentre sus restos en alguna de las fosas comunes por todo el territorio, como la de Smara, abierta el pasado enero.

Aminatu Haidar también nos recibe en su casa. El rostro más visible de la disidencia saharaui señala a las antiguas potencias coloniales entre los principales responsables de la situación: «España se ha desentendido por completo del sufrimiento de su antigua colonia, mientras que Francia, el principal aliado de Marruecos en el exterior, hace lo imposible por posponer una resolución que pasa por un referéndum entre el pueblo saharaui», denuncia Haidar. Hasta el momento, añade, ni París ni Madrid han mostrado una voluntad real de avanzar en la resolución del conflicto.

Dadach. Entretanto, atamos una nueva cita en nuestra agenda. «Dadach está listo», asegura Ahmed. Conseguimos burlar a la escolta y reunirnos con él en un piso a las afueras de la ciudad. Una camiseta verde de camuflaje bajo su vestimenta tradicional y una enorme cicatriz en su pantorrilla aportan las primeras pistas del relato que estamos a punto de escuchar. Sidi Mohamed Dadach dice que nació en 1957 en Guelta, una remota aldea a 250 km al sur de El Aaiún, en la frontera de Mauritania. De su adolescencia, recuerda 1972, cuando se sacó el DNI español. «Era el A1752743», apunta, todavía recordando de memoria un documento que dejó de tener valor hace ya cuarenta años.

«Los españoles desaparecieron de un día para otro. Aún hoy sigo sin entenderlo», reconoce el veterano disidente. Sea como fuere, Dadach no vaciló a la hora de unirse a las filas del Frente Polisario nada más ser este creado en 1973. Nacido al calor de la ocupación española, el Polisario luchó contra el control marroquí hasta la tregua firmada con Rabat en 1991. Con su base en los campos de refugiados en Tinduf, al oeste de Argelia, es la autoridad que la ONU reconoce como representante legítimo del pueblo saharaui.

«En 1975 nos dijeron que estábamos en guerra con Marruecos y Mauritania, pero apenas teníamos armas con las que luchar. Marruecos tenía tanques y aviones, y no pudimos hacerles frente hasta que llegaron camiones argelinos cargados de armas de Libia, Yugoslavia y el bloque del Este», recuerda este hombre al que la guerra le tocó casi de niño.

Dadach fue capturado por el Ejército marroquí en 1976. «Dos años más tarde me obligaron a elegir entre la pena de muerte o unirme al Ejército marroquí. Opté por lo segundo con la intención de desertar y volver al Polisario. Éramos diez compañeros en la misma situación», continúa el disidente.

Fueron tres meses intentando cruzar al otro lado del frente, pero su único intento resultó fallido. Dadach provocó un accidente en el vehículo que viajaba rompiéndose un brazo. Sería arrestado y condenado a muerte el 7 de abril de 1980. Durante 14 años, recuerda que vivió cada día que pasaba como un triunfo: «Pasé todo ese tiempo sin comunicación con el exterior de ningún tipo y en una celda de 2x1,5 m llena de cucarachas. Solo dormía de 12 del mediodía a cuatro de la tarde. Las ejecuciones solían ser de noche, así que me mantenía en vela ante cada ruido de puerta o los pasos de los guardias», rememora.

La siguiente fecha en su vida sería el 8 de marzo de 1994, cuando le conmutaron la pena de muerte por la cadena perpetua. A través de “trapicheos”, consiguió comunicar a su familia y allegados que seguía vivo. Tras abandonar el aislamiento en el corredor de la muerte, Dadach estableció contacto con presos de Adelante, un grupo de izquierdas perseguido por Rabat.

«Eran marroquíes, pero simpatizaban profundamente con la causa saharaui», asegura el disidente. Entre los presos que conoció, estaba Abraham Serfaty. Militante de izquierdas y de origen judío, Serfaty pagó su disidencia con 17 años de cárcel y ocho en el exilio antes de ocupar la posición de consejero del rey Mohamed VI a su vuelta al país, en 1999.

El caso de Dadach empezó a tener proyección internacional. En 1997 recibió la visita de la Cruz Roja y la de Amnistía Internacional en 1998. Consecuencia inmediata de ambas reuniones fue la mejora de las condiciones en la cárcel, que abandonó definitivamente el 7 de noviembre de 2001.

«Me despertaron de madrugada y no sabía lo que pasaba. Lo primero que pensé fue que me iban a matar. Me llevaron donde el alcaide y este me dijo: “Dadash, te vamos a soltar ahora mismo”. Recuerdo que salí a las tres de la madrugada».

El primer contacto con la realidad del siglo XXI fue el móvil que le regalaron tras su liberación. «Nunca había tenido uno y solo recuerdo que no paraba de sonar», recuerda el activista. Tras el multitudinario recibimiento en El Aaiún, recuerda haber pronunciado las siguientes palabras: «Acabo de salir de la cárcel, pero mi reivindicación por la independencia del pueblo saharaui sigue tan vigente como el día que caí preso».

La celebración tuvo su colofón en una manifestación que sería reprimida por las fuerzas de seguridad marroquíes. Desde entonces, Dadach dice haber participado en «todas y cada una de las que se han celebrado en El Aaiún». Por supuesto, también estuvo en Gdeim Izzik. A pesar de numerosas llamadas telefónicas y correos electrónicos, las autoridades marroquíes se negaron a responder a las preguntas de 7K sobre las circunstancias que rodearon el paso por la cárcel de Sidi Mohamed Dadach.

Mientras tanto, organizaciones internacionales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch vienen denunciando constantes violaciones de derechos humanos a manos del aparato marroquí sobre el pueblo saharaui. Dadach las conoce de primera mano, lo cual tampoco le ha impedido rehacer su vida desde su liberación. Además de ser una leyenda viva para los saharauis, también es padre de tres niños y dos niñas.

«Espero poder presentártelos algún día», dice antes de despedirse con un apretón de manos. Desde la ventana, lo vemos alejarse en el coche que le ha traído. No parece haber vigilancia.

Memoria. Tras días de esperas eternas encerrados en un apartamento y entrevistas realizadas a altas horas de la noche, la invitación de Ahmed para ir a la playa era imposible de rechazar. Son 25 kilómetros hacia el oeste, siempre en línea recta, en la trasera de una camioneta a la que se van subiendo amigos del saharaui o, simplemente, gente que espera en mitad de la nada.

Durante el trayecto, Ahmed señala antiguos edificios construidos por los españoles. Todos están en ruinas, excepto los que se siguen usando como cárceles secretas por los marroquíes. Aparentemente, los barracones justo antes de llegar a la playa albergan a más de un saharaui desaparecido. Todos en la camioneta asienten. También llama la atención una señal que hemos visto antes en varios puntos del territorio; la que prohíbe expresamente levantar la tradicional tienda saharaui. «Empezaron a aparecer tras Gdeim Izzik», acota Ahmed. «Están obsesionados con que aquello no vuelva a suceder».

Tras llegar a la costa, conducimos hacia el sur a lo largo de una playa interminable sobre la que se levantan, cada 200 metros, los edificios de la Policía de Frontera. Dicen que su objetivo es evitar la salida de pateras, pero Ahmed aporta los correspondientes matices: «Con una mano recogen los fondos de la Unión Europea para construir estos monstruos; con la otra, los de los traficantes para que les dejen zarpar desde aquí», desvela.

Divisamos ya el complejo de la mina de fosfatos de Fos Bucrá, pero la camioneta se detiene un poco antes, justo frente a un barco varado a unos 200 metros de la orilla. Ahmed dice que en marea baja se puede llegar andando. Es un antiguo pesquero español, uno de tantos que acabaron su travesía embarrancando en esta costa.

A pesar del óxido, todavía se puede leer su nombre pintado en el casco de proa: “Qué será, será”. Nadie en la playa parece prestarle especial atención. Dicen que siempre estuvo ahí.