Arturo / Fito Rodríguez Bornaetxea
EL CARTEL COMO ARTE

Mensajes desde la pared

¿Quién no ha colgado carteles en su habitación? ¿Quién no se ha identificado con la imagen o con el mensaje de ciertos pasquines o pósteres? Hay imágenes que nos acompañan toda la vida; algunas las escogemos, otras simplemente nos atrapan.La exposición “Mensajes desde la pared. Carteles en la colección del Museo de Bellas Artes de Bilbao (1886-1975)” nos acerca una selección de piezas que han entrado en el museo por derecho propio.

El concepto de patrimonio cultural ha evolucionado en las últimas décadas, ampliando su espectro hasta ámbitos de creación a los que apenas se había prestado atención, como sucede con las artes gráficas y el cartelismo. Hoy en día, el diseño, las octavillas, los afiches o los carteles gozan de una consideración equiparable a la de cualquier otra aportación artística, quizá porque su conexión con la circunstancia social es tan estrecha que acaba convirtiéndose en crónica de su tiempo.

Una mirada activa y curiosa sobre algunas de estas producciones nos reporta siempre nuevas formas de memoria, elocuentes datos estéticos sobre una época concreta o facetas desconocidas de los artistas plásticos que las crearon. Porque si reconocemos que el artista Henri Toulouse-Lautrec fue un precursor en el diseño del cartel moderno, hemos de admitir que esta práctica tiene otros muchos nombres, situaciones e intenciones. Esta es precisamente la intención de la muestra que presenta el Museo de Bellas Artes bilbaino; una exposición que nos da a conocer más de doscientas piezas pertenecientes al extenso y poco conocido fondo de carteles del museo. Llevada a cabo gracias a la investigación del profesor de la UPV Mikel Bilbao Salsidua, la muestra aborda diferentes áreas temáticas que permiten apreciar tanto la evolución del cartel como su permeabilidad a los diferentes lenguajes artísticos de los siglos XIX y XX.

Objeto de seducción. Sobrevolar la historia y el desarrollo de un producto tan cotidiano y tan complejo como el cartel supone una interesante aventura, por cuanto se mezclan en su análisis diferentes perspectivas. De un lado, es importante observar la evolución técnica, los procesos de reproductibilidad y el modo en que su desarrollo se integra en la creciente complejidad de la publicidad gráfica. De otro lado, y desde el punto de vista de la imagen, se hace notoria la sofisticación que adquiere la composición de texto e imagen cuando se somete a una función tan determinada, cuando los temas son tan variados y tan específicos. Tampoco puede obviarse un acercamiento sociológico a la historia de la producción cartelista, pues nos habla de los procesos sociales, de los usos y costumbres de una sociedad en un momento determinado. La perspectiva artística conjuga todos estos factores, los pone en relación con su tiempo y con los artistas que los llevan a cabo, proporcionándonos un más que interesante reporte del cartel como verdadera obra de arte, un arte capaz de conjugar texto, imagen y persuasión. Porque un cartel siempre ofrece cierta idealización: el color, las formas y la retórica del mensaje sirven al argumento publicitario o propagandístico. Un cartel es también un ejercicio de seducción en el que figuras como el héroe o la musa erótica siempre mantendrán su vigencia. Por ello, el cartel es un objeto tan discreto y a la vez tan sofisticado.

Si el diseño gráfico es el instrumento que define la visualidad y el argumento del cartel, es la mercadotecnia quien rige su uso en el escaparate capitalista y en la feria de la propaganda ideológica. Pero si la evolución del cartel se integra en la historia de la publicidad, su vinculación con las artes plásticas es más que evidente.

Una historia de papel. En la primera mitad del siglo XIX el urbanismo de las grandes ciudades permite la presencia de numerosos paseantes en las calles, los bulevares y los centros de ocio y comercio, una circunstancia favorable para los anunciantes publicitarios que apostaron por tomar las paredes y los quioscos. Los dibujantes y los rotulistas pasaron a la acción.

La segunda mitad del siglo XIX, momento de grandes cambios económicos, políticos y sociales, dio lugar a un nuevo orden económico, en el que proliferaron las marcas comerciales junto a nuevos hábitos de consumo. En este contexto, el cartel publicitario sufrió una evolución importante, sirviendo a la difusión de acontecimientos o ideas políticas, así como a la promoción de determinados productos o destinos turísticos.

El ámbito del cartel comercial nos devuelve el recuerdo de productos ya desaparecidos a través de imágenes, logotipos o eslóganes. La memoria del consumo está en los sabores y los olores, como nos recuerda el diseño de Emilio Ferrer i Espel para la empresa de galletas Artiach, y Gaspar Camps para los chocolates Zuricalday, bajo la inspiración directa de la película “El chico” (1921) de Charles Chaplin. Pero también el trabajo de Aníbal Tejada para bicicletas Orbea o de Alberto Arrúe para la Caja de Ahorros Vizcaína.

La muestra de Bilbo dedica apartados al turismo, al deporte o a los eventos culturales, dando cuenta del triunfo del entretenimiento como fenómeno de masas. Rafael de Penagos publicita Donostia en 1928 como destino turístico, mientras que Antonio de Guezala da a conocer con sus carteles las playas del Abra de Bilbo en esos mismos años. Hípica, boxeo, pelota…, todos los deportes dejan huella de papel, auténticas joyas entre las que destaca el trabajo de Aurelio Arteta para las regatas de traineras o de Miguel Ángel Aguirreche, Rafael Elósegui o Javier Gómez para anunciar las carreras automovilísticas.

El nombre de Toulouse-Lautrec (1864-1901) está siempre asociado al cartel, soporte en el que retrató el ambiente bohemio de París, poblado de bailarinas, diletantes y vividores. Toulouse-Lautrec realizó solo 31 carteles en toda su vida, pero su producción fue suficiente para revolucionar los diseños publicitarios mediante la innovación de la tipografía, la espontaneidad de su dibujo y su capacidad para captar el movimiento.

Las vanguardias artísticas de principios de siglo se tomaron muy en serio las posibilidades del cartel publicitario o propagandístico. Los principios estéticos de la Bauhaus o tendencias como el cubismo resultan fundamentales, a las que se sumarán más adelante el constructivismo ruso o el suprematismo con su abstracción geométrica. Los años cincuenta se centran en opciones estéticas como el surrealismo, pero también asumen la influencia del cine y la fotografía, desarrollando el uso del fotomontaje.

El producto y el eslogan comercial es sustituido por el de contenido político cuando el cartel sirve a la política o a la guerra. Este tipo de cartel tiene en Alemania e Italia una producción muy peculiar: la mecanización y la monumentalidad sirven para difundir la imagen del líder autoritario. Por su parte, el cartel soviético cumple con la pedagogía revolucionaria dejando imágenes que pertenecen a nuestra memoria colectiva.

La producción de carteles en el Estado español con la llegada de la II República, en 1931, se hace especialmente intensa y sofisticada. La celebración del primer Aberri Eguna, en 1932, y el proyecto de Estatuto de Autonomía, gestado entre 1930 y 1936, fueron los dos acontecimientos que necesitaron la rotundidad plástica de artistas como Nicolás Martínez Ortiz y Txiki. La Guerra Civil no escapa a la producción de propaganda y tiene en el bando republicano a un artista como Josep Renau, cartelista destacado además de gran teórico de este medio.

Iconos muy cercanos. Ya en la segunda mitad del siglo XX, encontramos carteles que ponen de manifiesto el desarrollo de las industrias discográfica y cinematográfica, como los creados para el grupo musical The Beatles por el conocido fotógrafo Richard Avedon; o el de Milton Glaser para el primer disco de grandes éxitos de Bob Dylan. Los diseños del prestigioso ilustrador y diseñador Saul Bass para el director de cine Otto Preminger o el de Dorothea Fischer-Nosbisch para la película “La tentación vive arriba”, de Billy Wilder, con la icónica imagen de Marilyn Monroe, pertenecen ya a nuestro imaginario.

La década de los sesenta está influenciada por la contracultura, por una fusión alocada de sicodelia, art déco y algunos estereotipos de la ciencia-ficción; se impondrán las texturas, el colorido, y en muchas ocasiones, el kitsch.

La presencia del cartelismo vasco es destacable en la exposición del Museo de Bilbo a través del trabajo publicitario de importantes artistas como Adolfo Guiard, Aurelio Arteta, Antonio de Guezala o Elías Salaverría. En el apartado cultural destacan los carteles dedicados a la creación del Aquarium y del Kursaal en Donostia o la celebración de la Semana Vasca, que contaron con la participación de diseñadores como Agustín Ansa o Carlos Landi.

Se trata de una exposición atractiva, rebosante de información visual, en donde la historia es atravesada por estilos, nombres, marcas y referencias de todo tipo, dando lugar a una crónica social rica y compleja.

Hoy el cartel continúa siendo un método de comunicación sumamente eficaz y con un presencia destacada en nuestro entorno cotidiano. La reproducción masiva de copias, la interrelación de texto e imagen mediante nuevas herramientas digitales y la multiplicidad de soportes han propiciado nuevas formas de cartelismo. La iluminación, los soportes dinámicos y la espectacularidad de la publicidad desborda los interiores e invade los espacios públicos, a veces con una presencia exagerada que nada tiene que ver con aquellos «consejos comerciales».

De modo que todo aquel universo de formas y mensajes que fue generado en paralelo a las retóricas oficiales del arte y de la cultura cobran, con el paso del tiempo, el valor de documento. Pliegos de papel que surgieron con vocación efímera, pero que han adquirido el estatus de pieza de coleccionista, invitándonos a ser conscientes de los mensajes que vemos en las paredes. ¿Se han puesto a pensar cómo será el cartel de esta exposición?