Juan Alfonso Ruiz
nukak makú

Los nukak makú se niegan a desaparecer

Los nukak makú son la última tribu nómada de Colombia y una de las pocas que sobreviven en Sudamérica. El fotógrafo Ronnie Palleiro se embarcó en un viaje a la búsqueda de las entrañas de esta cultura milenaria, para lo que se desplazó al departamento del Guaviare. Y a 30 minutos de su capital, San José del Guaviare, encontró Agua Bonita, una aldea habitada por 180 miembros de los nukak.

La travesía de los indígenas nukak, que comenzó en tiempo inmemorial, ha dejado un legado que se extiende por el Amazonas y las selvas del suroeste, donde confluyen tres países: Colombia, Perú y Brasil. La mágica visión de su paso errante, pesquero, cazador y un espíritu recolector fluye entre los ríos Guaviare e Inírida, en medio de una realidad bélica que los amenaza con la extinción. La suya es una cultura que se niega a desaparecer, a pesar de la colonización, los cultivos ilícitos, el conflicto armado, las enfermedades y la barbarie de una modernidad que conspira para sepultarlos en el territorio que los vio nacer. Este es un recorrido por su vida cotidiana y su lucha heroica por sobrevivir.

Primer día: Cansados de fotos. A pocos metros del caserío indígena, el sol me abraza por completo y el humo de una fogata invade el aire. La leña se quema con la misma rapidez que avanza el viento y, pese a mi necesidad de registrarlo todo con mi cámara, me es imposible capturar las increíbles imágenes que discurren ante mis ojos. Las miradas de escepticismo y desconfianza son evidentes y, en ese momento, se alza la voz de Joaquín, un líder nukak: «Estamos cansados de que vengan a tomarnos fotos». Ahí me doy cuenta de que lo lograré, aunque será necesario que espere. Así que, con una paciencia que me es difícil mantener, me dedico, primero, a escuchar lo que me cuentan. En el recorrido por la espesa vegetación, entre los refugios y la gritería de los niños, comprendo que los nukak habitan solo campamentos estacionales y que su lucha radica en no acomodarse a vivir de forma sedentaria. Ellos son los más antiguos habitantes de la selva amazónica y, a lo largo de los siglos, han acumulado un gran conocimiento médico, científico y mitológico. Son una leyenda viva, cuyo corazón aún late.

Nómadas, no errantes. La explotación del caucho en la selva, a principios de siglo, trajo la esclavitud para los nukak makú. Las caucherías sometieron a los pueblos indígenas y aquella destrucción que pudieron vivir en sus propias carnes les hizo comenzar a aislarse, a esconderse de la depredación, de las plagas, las fumigaciones y las multinacionales.

Aunque parezcan un pueblo errante, no es así. Los nukak makú van recorriendo de forma ordenada un extenso territorio, pero, de acuerdo al relato de sus líderes, «siempre volvemos a los lugares donde antiguamente tuvimos morada y construimos nuestro hogar cerca de los arroyos para poder tomar agua».

Junto con la caza de monos y la recolección de frutos, la base de su subsistencia es la pesca, que la realizan únicamente los hombres de la tribu. Cuando les acompaño, veo que utilizan barbasco (veneno extraído de las raíces próximas a las corrientes de agua que adormece a los peces), que permite atraparlos con facilidad.

Las mujeres se dedican a la artesanía y tejen con fibra de palma de cumare hamacas y pulseras, que luego pintan con achiote, una semilla de color rojizo que se extrae del árbol que lleva su mismo nombre. Y es precisamente el achiote lo que utilizan para elaborar la pintura con la que delinean su rostro, con dibujos que tienen una connotación espiritual que forma parte de su tradición. Al pintarse, los nukak se sienten protegidos. Es una especie de armadura que les da fuerza para enfrentarse a los peligros de la selva.

Después de una larga jornada de pesca, de vuelta a la aldea, el pescado arde en los fogones y los niños se mecen en las hamacas. Cada movimiento de los nukak parece ir en armonía con la naturaleza. El sonido de los riachuelos estrellándose en las piedras es la música que alimenta su espíritu aventurero. En medio de las fogatas, cuando el sol comienza a ponerse, Joaquín me habla de la cosmovisión de su pueblo, de su relación con el cielo y las leyendas existentes sobre los muertos que vagan por el bosque ancestral. En ese momento de tranquilidad, comienzo a tomar fotografías.

El cielo, la tierra y los niveles intermedios. Su filosofía y su visión del mundo son muy especiales. Los nukak ubican en un nivel superior (Hea) a las estrellas, al sol, a los truenos y algunos nepi (espíritus de los nukak después de la muerte). El nivel intermedio es O’ Yee; aquí es donde viven los nukak. Este estadio representa las relaciones sociales entre los seres del universo y el entorno físico. También es por donde deambulan los espíritus de los muertos que no hacen su viaje y permanecen en el bosque. Los nukak los consideran seres malignos y oscuros que adoptan la apariencia de animales o de sombras para buscar comida.

Al nivel inferior lo llaman Bak. De allí provienen los primeros nukak y su relación con ciertos animales: venados, tapires y jaguares, a los que no cazan, porque representan los espíritus de los antepasados. Los nukak son grandes médicos tradicionales y curan fiebres, llagas y picaduras de serpientes.

Sintonía con la naturaleza. A cada paso que doy por este enclave indígena, en cada huella de mis pies en esta tierra plagada de leyendas y pánico, puedo constatar el orden social y familiar de sus moradores. Son grupos pequeños liderados por un jefe, que forman clanes de cerca de veinte personas. Cada familia construye su propia vivienda y allí duermen en las hamacas tejidas por sus mujeres con fibras vegetales. Los niños se acuestan en el suelo a merced del clima y cerca de las hogueras o sobre las hojas de platanillo, a la espera la cosecha.

Los nukak son una experiencia única y su humanidad, sinónimo de valentía. A los jóvenes de rayas rojas en el rostro y aretes de plumas blancas el sonido de la naturaleza los invita a la aventura mística y a la protección de su entorno. Ellos saben bien que, entre la maleza y los riachuelos, están los mensajes de los dioses que, desde el cielo, vigilan como centinelas furiosos el paso destructor de una globalización que amenaza con borrarlos de la faz de la Tierra.

Con cientos imágenes en mi cámara, otras tantas anécdotas y la imagen de despedida de las manos de mujeres y niños alzadas para despedirme, abandono Agua Bonita y regreso a Bogotá para contarle al mundo, con este reportaje, tan solo un fragmento de la historia de esta cultura; de un pueblo que, ahora estoy más convencido que nunca, se niega a desaparecer.