Iratxe Fresneda
LAS MUJERES EN EL CINE

¿Qué hay de nosotras?

Dicen que este será el año de las mujeres gracias a cintas como «Freeheld», de Peter Sollet; «La chica danesa», de Tom Hopper, que habla de la transexualidad; «Carol» de Tod Haynnes, de temática lésbica; y «Sufragistas», de Sarah Gordon. Dicen también que los Óscar huelen a Carey Mulligan, Mery Streep, Ellen Page o Julianne Moore.

Sufragistas’’ es la única película, entre las que ocuparán la cartelera estos meses, dirigida por una mujer, Sarah Gordon, y cuenta la historia de Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista de las primeras décadas del siglo XX en Inglaterra, que luchó no solo por el derecho a votar, sino también por una igualdad real entre hombres y mujeres. La película, que cuenta en su reparto con actrices como Carey Mulligan, Helena Bonham Carter y Meryl Streep, abre de nuevo el debate acerca de anecdótico de la presencia femenina-feminista en el cine. ¿Es oro todo lo que reluce?

Las mujeres representan la mitad de la población mundial y, aún así, menos de una tercera parte de los personajes con líneas de diálogo en las películas son mujeres. Menos de una cuarta parte de la fuerza laboral ficticia que aparece en pantalla son mujeres (22,5%). Por lo general, cuando se las contrata, no se sitúan en puestos de influencia. A pesar de representar a la mitad de la población mundial, menos del 15% de los ejecutivos de negocios, figuras políticas o empleados en puestos de ciencia y tecnología son de sexo femenino.

«Hace veinte años, 189 gobiernos aprobaron la Plataforma de Acción de Beijing, un texto de mínimos, recomendaciones a favor de la igualdad de género, que instaba a los medios de comunicación a evitar descripciones estereotipadas y degradantes de las mujeres. Dos décadas después, a pesar de algunos avances, básicamente gracias al trabajo de mujeres y movimientos feministas, es evidente que el camino a recorrer por la industria cinematográfica mundial es aún largo», afirmaba recientemente la directora ejecutiva de ONU Mujeres, Phumzile Mlambo-Ngcuka.

Lejos de lo que pudiéramos pensar, multitud de investigaciones demuestran que también hoy en día los estereotipos tienden a marginar a las mujeres en los puestos profesionales de prestigio. Los personajes masculinos predominan sobre los femeninos cuando se trata de fiscales y jueces (13 frente a 1), profesores (16 frente a 1) y médicos (5 frente a 1). Por el contrario, la balanza se inclina a favor de las mujeres cuando se trata de la hipersexualización. En comparación con los jóvenes y los hombres, las jóvenes y las mujeres tienen el doble de posibilidades de aparecer vestidas con ropas «sugestivas» o parcialmente desnudas. «Las mujeres aportan a la sociedad algo más que solo su apariencia», afirmó la doctora Stacy L. Smith, investigadora principal del estudio encargado por el Instituto Geena Davis sobre Género en los Medios, con el apoyo de ONU Mujeres.

«Estos resultados reflejan que, a nivel mundial, el problema de valorar a las jóvenes y las mujeres va más allá de su representación en las películas. Tenemos un problema como humanidad».

Hollywood y el tercer ojo. Las imágenes llevan en su interior significados y estos significados son los que después generan puntos de vista que construyen esa «realidad» colectiva. Es lo que se llama representar. «La ideología es la producción de representaciones», decía Annete Khun, y estas son formas de discursos de poder que se convierten en modelos y pautas para vivir y convivir, alimentando los órdenes simbólicos que nos gobiernan. Hollywood, sus películas y todo lo que rodea su entramado, desde lo industrial hasta las estrellas que «construyen» mediante los mejores publicistas, funcionan como un tercer ojo del imaginario patriarcal. Frente a estos modelos imperantes que abastecen de forma masiva nuestras miradas y pensamientos, como entes colonizadores, la necesidad de representaciones distintas se hace cada vez más acuciante. Frente a eso que se nos presenta como innato –los modelos de feminidad o masculinidad–, la sociedad reclama una mayor diversidad de identidades y formas de vida fuera de lo pautado.

Si la ideología que viaja a través de los relatos es una de las cuestiones fundamentales a la hora de entender la necesidad de un cambio de esquemas, en la difusión de estos, los movimientos de las industrias no son menos importantes. Hace tiempo que desde distintos organismos se denuncia la no presencia femenina en los festivales de cine, relegadas en muchos casos a alfombras rojas y estilismos, a pesar de que en los márgenes del cine, en lo que se conoce como el cine independiente, proliferan las mujeres cineastas. Basta comprobar que pocas son las mujeres que como directoras han tenido un recorrido y un reconocimiento masivo en los circuitos cinematográficos.

La falta de visibilidad supone «la marginación de la experiencia vital de la mitad de la población de este planeta», denunciaba ante CIMA (Asociación de Mujeres Cineastas y de los Medios Audiovisuales) la directora de cine y actriz Icíar Bollaín (Madrid, 1967). La aportación de su visión supondría, asimismo, una mayor diversidad y riqueza para el imaginario colectivo, para la humanidad.

En el Estado español, el 8% de las películas están dirigidas por mujeres. La invisibilidad de la mujer en la industria audiovisual y cinematográfica es tal que, cuando alguien nos pregunta por realizadoras conocidas a nivel mundial, pocas nos vienen a la cabeza. Muy a pesar de la variedad y la calidad de las películas que han sido dirigidas por mujeres, este hecho difícilmente se ve reflejado en las carteleras de las salas o en los «escaparates» de los festivales más importantes del mundo, entre los que se encuentra el Festival Internacional de Cine de Donostia. Lejos de convertirse en plataformas para construcción de una percepción de la realidad más igualitaria y menos discriminatoria, los festivales parecen continuar dejando de lado las historias, ideas y proyectos de la mitad de la población mundial, perpetuando así los modos de construcción de los relatos simbólicos que alimentan nuestras sociedades y que tienen efectos reales en sus consecuencias. Al parecer, y como reflejo de la deriva de la sociedad en la que vivimos, en la industria audiovisual vemos aquellas limitaciones causadas por la compatibilización de las exigencias laborales con las tareas del hogar, aún depositadas en las mujeres. «Parece que para que una mujer triunfe en su trabajo tiene que hacer como en ‘La noche más oscura’: no puede tener amigos, amantes, no puede tener vida social y no puede divertirse. A un director de cine no le llaman como a mí durante un rodaje en una plataforma petrolífera para pedir el teléfono del técnico de la lavadora», confesaba la realizadora catalana Isabel Coixet (Barcelona, 1960).

Hace tiempo que las organizaciones de cineastas mujeres denuncian que quienes deciden qué cine se hace, quienes construyen el discurso audiovisual y cómo se introduce en el mercado son hombres. «No es extraño que pase lo que pasa cuando la dirección de un festival la lleva un hombre; el comité de selección de los filmes es mayoritariamente masculina; y el jurado se compone casi todo por hombres. ¡Es como lo natural!», declaraba Mariel Maciá, directora ejecutiva de MICA (Mujeres Iberoamericanas del Cine y Medios Audiovisuales).

Lo viejo y lo triste frente a lo nuevo y lo bello. «Los hombres se divierten con este tipo de mujeres, pero no se casan con ellas», comenta una mujer durante una secuencia de “Lo que el viento se llevó” (Flemingy Cukor, 1939) para criticar la actitud de Scarlett O’Hara. Desde hace ya más de un siglo el cine es un elemento fundamental para la transmisión y creación de estereotipos. La influencia que estos ejercen en nuestras sociedades no es en absoluto despreciable. Los arquetipos de mujer, los actuales estereotipos o modelos establecidos de cualidades y conductas son parte fundamental de las culturas occidentales. Este hecho ha influido de un modo determinante en el desarrollo del comportamiento de los individuos y en el funcionamiento de nuestras sociedades. Las artes y los medios de comunicación han servido y sirven de soporte para la transformación y consolidación de nuevos modelos de mujer. La imagen en movimiento resulta muy poderosa a la hora de difundir las creencias y los estereotipos de mujer más absurdos y rancios. Somos lo que vemos, la vida nos entra a través de la mirada y desde ahí construimos. La pantalla grande lleva más de cien años deslumbrando con las hijas de Pandora y Atenea, juzgándolas y condenándolas, culpándolas de los vientos y las mareas. Precisamente acerca de los arquetipos de la mujer en el cine habla un interesante libro de la catalana Núria Bou. “Diosas y tumbas, mitos femeninos en el cine de Hollywood” se aleja de los discursos más victimistas y realiza un interesante y pormenorizado análisis de las películas más significativas de la época dorada de Hollywood en la que, como no podía ser de otro modo, se rescatan los antiguos mitos para presentárnoslos en bandeja de plata. Haciendo uso de la construcción mítica de algunas divinidades femeninas de la antigua Grecia tales como Pandora, Atenea, Deméter o Perséfone, Bou confirma que «en las imágenes en movimiento anida una redundancia, una resonancia de la tradición que renueva el gesto, la palabra y el paisaje de las figuras del pasado». Los viejos mitos vuelven reinventados... tanto es así que la autora confirma, a través de su estudio, que las hijas de Pandora y Atenea reaparecen transformadas en femme fatales o southern belles, y los arquetipos menos belicosos como Demeter, transformada en el personaje de Ma Joad en “Las uvas de la ira”, de John Ford (1940), o de su hija Perséfone en el imaginario que sobrevuela “Secreto tras la puerta”, de Fritz Lang (1947).

Como la misma autora observa, Pandora es sensual y peligrosa, inteligente y embustera, seduce y destruye y se oculta bajo el nombre de Carmen, Salomé o Lulú.

La mujer como mito negativo revive con la ayuda del celuloide. Rara vez la imagen que de nosotras ha proyectado y proyecta el cine más comercial nos deja «bien paradas». Lejos de esa construcción maniquea, las mujeres reales existimos. Prueba de ello o alimento para la controversia fue la Palma de Oro 2013, “La vie d'Adèle”, de Abdellatif Kechiche. Una película, dirigida por un hombre, donde se nos habla de la búsqueda de identidad de una mujer y de sus relaciones sexuales y afectivas con otra de su mismo sexo. El largometraje es una adaptación del cómic de Julie Maroh “El azul es un color cálido”, que cuenta el despertar a la vida, también a la vida sexual, de una chica de quince años. Como el Antoine Doinel de François Truffaut, Adèle crece frente a nuestras miradas, nos hace partícipes de sus emociones y vivencias. Adèle parece existir más allá de la gran pantalla.

El quinto largometraje del cineasta franco-tunecino nos narra, entre muchas otras cosas, el cruce de caminos entre dos mujeres, su historia de amor y pasión, sin envoltorios, de un modo crudo y verista. Excelentemente filmada, con una naturalidad actoral que pasma, las secuencias de cama entre las dos protagonistas marcan un antes y un después en el cine. Sus cuerpos desnudos parecen viajar más allá del goce sexual, sin límites. Kechiche nos convierte en voyeurs de la vida de Adèle y de los que la rodean, al mismo tiempo que nos engancha a su historia sin poder remediarlo. En un momento en el que en el Estado francés las calles se llenan de manifestantes en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, el jurado, presidido por el norteamericano Steven Spielberg, premió una película en la que hay dilatadas secuencias de sexo explícito entre dos mujeres.

Lo mejor está por venir. Aún quedan historias por contar, particulares, únicas. La vida genera a nuestro alrededor narraciones por descubrir, por filmar. Los personajes esperan a que la cámara los registre e inmortalice sus experiencias para hacerlas colectivas y compartidas. Siguiendo esta visión del panorama cinematográfico, el hilo de Ariadna nos lleva hasta las mujeres directoras que emergen con fuerza contando, otras historias y, por qué no decirlo, de otro modo. Tres ejemplos, no son los únicos pero si son remarcables, son Alice Rohrwacher, Kim Longinotto y Naomi Kawase.

Kim Longinotto (Londres, 1952). La cineasta y documentalista británica viaja cogida de la mano de mujeres que intentan cambiar y mejorar el entorno en el que viven, indaga en sus razones y desvela las contradicciones que habitan en cada una de ellas. El estilo documental hace tiempo que se convirtió en un medio interesante para realizar retratos de gentes, lugares y situaciones, de historias de ficción, o de realidades ficcionadas. Y la rebeldía es agradecida ante la cámara, remueve al espectador, le hace cómplice de la mirada del otro, de su poder que, a veces y desgraciadamente, se apaga y acaba con esta pasión nada más finalizar la proyección, en el momento en el que las luces se encienden. La sensibilidad y la compasión de Longinotto a la hora de realizar sus trabajos conmueve y el cine es eso: emoción, o al menos debiera serlo. Longinotto busca y se encuentra con historias, algunas pertenecen a las bambalinas de la vida y ella las convierte en visibles, en reales. Mujeres esperando una oportunidad, mujeres que luchan por sobrevivir en un entorno hostil, mujeres en la sombra… Historias de vida de una realizadora fascinante, de esas que surgen de vez en cuando y que necesitamos que sigan rodando para hacernos visibles en aquellos rincones donde se nos niegan derechos y razones. El derecho a la palabra, a la vida, a la libre sexualidad, el derecho a ser seres de primera, en igualdad de condiciones y lejos de las ambigüedades que marcan los inventos del género.

Alice Rohrwacher (Fiesole, 1981). Ha sido el gran descubrimiento del Festival de Cannes. La primera experiencia cinematográfica de esta cineasta italiana fue su participación, con “La fiumara”, en el documental “Che cosa manca” (2006). Después llegaría “Heavenly body”, con el que recibiría numerosos reconocimientos. Concursando por primera vez en la selección oficial del prestigioso Cannes, su cinta, “Le meraviglia” recibió en el 2015 el Gran Premio del Jurado.

De tintes autobiográficos, “Le meraviglia” habla de una familia de Umbría que vive en una granja destartalada y trata de ganarse la vida mediante la apicultura. Guiada por un padre estricto, radical y algo majara, la historia se adentra en las dificultades que atraviesa esta familia de outsiders para sobrevivir en un mundo en el que los concursos de televisión parecen la única alternativa. Con soberbias actuaciones y un papel secundario, pero bordado de su «madrina», Mónica Bellucci, Rohrwacher muestra un talento audiovisual raro de ver, realista y poético que fuerza al espectador a engancharse al día a día de estos singulares y maravillosos personajes. Con secuencias inolvidables, las abejas funcionan en el relato como metáfora de la familia, del clan, de un mundo auténtico que desaparece sin que nadie haga nada por sostenerlo.

El largometraje, de un modo sencillo, honesto e inteligente nos devuelve la esencia del hecho cinematográfico, la magia que muchos temen que se haya esfumado en los tiempos del entretenimiento digital. “Le meraviglie” reivindica un cine «pobre» e imaginativo en sus efectos especiales, artesano y observador. La película de la directora de Fiesole utiliza la cámara de tal modo que la vida parece fluir en la pantalla, su guión está tan bien elaborado que apenas se percibe, su historia tiene giros poéticos, cómicos, musicales… Todo eso que se perderá es lo que recoge literal y metafóricamente Alice Rohrwacher en su película, ese mundo que dejamos marchar, lo salvaje y lo libre, los teatros y los pequeños cines, las librerías, la tierra del que la trabaja…

Naomi Kawase (Nara, 1969). Su apuesta cinematográfica y vital no es convencional. La japonesa filma aquello de la vida que le conmueve, todo aquello que necesita conocer y entender. Ver una de sus cintas es asomarse a su interior, siguiendo el camino de la universalidad de los intereses y necesidades de los seres humanos. Los de Kawase persiguen dar forma a sus recuerdos, a sus dudas y temores, y entre ellos está el alumbramiento. Precisamente, el comienzo de la vida es el eje central de “Genpin” (2010), una historia en la que un anciano tocólogo en el cenit de su carrera, Tadashi Yoshimura, abre las puertas de su clínica. Allí, colectivamente, un grupo de mujeres se prepara para parir lejos de las «inhumanas» condiciones que impone la ginecología moderna.

Sus métodos, nada usuales (como ver a una embarazada de siete meses partir madera con un hacha), al mismo tiempo que intimidan nos hacen reflexionar acerca de lo mucho que nos alejamos de la naturaleza para abrazarnos a la civilización. La muerte como parte de la vida y el alumbramiento, la mirada del filme es la de Yoshimura, que invita a confiar en la providencia y a dejarse llevar por el río de la vida. “Genpin” es una película en la que hay momentos sublimes, pedazos de realidad cargados de ternura y emoción, captados con sencillez y sin ninguna pretensión preciosista. Lejos de los convencionalismos formales, en su búsqueda de una escritura cinematográfica propia, la realizadora japonesa huye del perfeccionismo para mantenerse cerquita de la realidad, reconocerla en sus contradicciones y mostrarnos así su magia.