Amaia Ereñaga
INFANCIA Y DISPERSIÓN

La vuelta al mundo en 68 cárceles

Un día Peru del Hoyo se dio cuenta de que, solo con los kilómetros que ha recorrido durante la última década para visitar a su padre en la cárcel de Badajoz, hubiera dado la vuelta al mundo veintitantas veces. Con su testimonio y el de otros tres jóvenes, ya mayores de edad, esbozamos un retrato de lo que supone la dispersión de los presos y presas políticos vascos para un sector tan vulnerable como son los menores de edad.

En las denuncias contra la política de dispersión aplicada a los presos políticos vascos se suele enfatizar en el efecto de castigo añadido que supone para sus familiares. Así, en bloque: familiares. Generalmente la imagen que nos viene es la de personas adultas, muchas de ellas de avanzada edad, que durante años se dejan la salud y el dinero en la carretera. Largas condenas, incluso maratonianas, y alejamiento de entre 300 a 900 kilómetros de su lugar de residencia. Esta es la combinación utilizada contra un colectivo como el de los presas y presos, y de rebote, contra sus allegados. Pero ¿y sus efectos sobre los niños? Haciendo una extrapolación de los datos recabados por Etxerat, se puede deducir que viajan regularmente a las prisiones alrededor de 700 menores de edad (a los contabilizados en Bizkaia, Araba y Nafarroa, les hemos sumado otros 300 por Gipuzkoa, pero es un dato estimado), de los que dos centenares son hijos de presos; es decir, visitan a sus progenitores todos los meses en alguna de las 68 prisiones del Estado español y francés, Portugal y Suiza en las que están dispersados los vascos.

Ninguna institución se ha molestado en recoger los datos reales sobre la afección de la prisión y la dispersión en un grupo tan vulnerable como es el de los menores de edad, aunque una entidad tan poco sospechosa como la norteamericana The Centers for Disease Control and Prevention (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades; agencia dependiente del departamento de Salud y Servicios Humanos de EEUU) incluye al encarcelamiento de los progenitores en su lista de ACEs (Adverse Childhood Experiencies); es decir, experiencias adversas de la infancia, mano a mano con la violencia de género o la convivencia con personas con enfermedades mentales.

Amaiur y su maleta a cuestas. «Lo tengo bastante borroso todo. Supongo que quiero olvidar esa parte de mi vida. No sé si borrarla, pero si aparcarla», reconoce Amaiur Zugadi (25 años). Es un mecanismo de defensa nada extraño, no en vano pasó 21 años de su vida separada de sus progenitores, a quienes detuvieron en 1992, cuando ella era un bebé de 9 meses. Desde entonces vivió con su abuela y su tío. En 2013, su madre, Josune Onaindia, y su padre, Iñaki Zugadi, salieron de la prisión de Badajoz (a 700 km) el mismo día, a raíz de la resolución de Estrasburgo contra la denominada ley Parot.

Así son sus recuerdos de infancia: «De pequeña me recuerdo con la mochila. Todo el mundo me decía: ‘Ya viene Amaiur con la mochila’, con el bocadillo, los libros, los apuntes... Luego no estudiaba nada, pero los paseaba. La dispersión es un castigo sobre todo para los presos, por el sentimiento de culpa o por la responsabilidad que sienten porque sus familiares hagan semejantes viajes. Pero sobre todo creo que lo que hace es quitar un montón de infancia a los críos». Son viajes, además interminables, con la meta puesta en llegar a un entorno tan hostil como es la cárcel. Y propician sentimientos de culpa –«sé que es un poco duro decirlo, pero los hijos muchas veces hacen ese viaje obligados: ‘Tengo que ir, pero no quiero, ¿qué va a pasar si no voy? ¿Y si estoy amargada?’»–, cansancio físico –«todavía hoy es el día que recuerdo el latigazo en la espalda; no me daba cuenta entonces, pero iba cansada a la ikastola»–, cansancio emocional –«resulta más duro siendo un adolescente. Es un cansancio emocional que se somatiza»– y, frente a ello, los sueños de libertad y de olvidarse de tanta carretera: «¿Que si hubiera sido distinto si hubieran estado en la cárcel de Basauri? Me he imaginado muchas veces salir a las 10 de la mañana, hacer la visita a las 11 y al mediodía estar en casa para comer».

Amaiur Zugadi es psicóloga de profesión y, cuando se le pide que analice a este grupo del que formó parte apunta: «Es distinto si has ‘nacido’ con ello que si tienes 10 años y se llevan a tu padre o a tu madre. Yo, los críos que he conocido en estas circunstancias, incluida yo misma, creo que son a prueba de bomba. La cárcel deja un resto, claro que sí, pero no sé si somos así porque nos han ‘obligado’ a ser fuertes. Son críos con un patrón muy parecido: has tenido que dejar una parte de tu infancia a un lado, aunque creo que luego hay un momento en el que te vuelve esa parte infantil y no de una manera sana, y hablo de mi caso concreto». Porque Amaiur pone el dedo en la llaga en un extremo en el que pocos reparan, que es la puesta en libertad y el volver a «acoplarse» a la vida cotidiana de los presos: «Es curioso, pero haciendo un resumen de todo, lo que más duro me ha resultado es su salida de la cárcel. Creo que es algo que la gente no lo tiene en cuenta, ni lo entiende. Piensan que salen en libertad y todo el mundo es feliz, pero es muy potente, superdifícil».

Hay que hablarlo en las escuelas. En su informe de 2015, titulado “Padres tras las rejas ¿Qué pasa con sus hijos?”, el centro de estudios Child Trends (Washington D.C.) habla del estrés postraumático, de las dificultades emocionales de estos niñas y niños, y de un concepto denominado «prisión secundaria», que consiste en la sensación de estar encarcelados. El estudio recomienda a las comunidades y las prisiones facilitar las comunicaciones entre progenitores y niños, haciendo las visitas menos estresantes y en cárceles menos alejadas de los lugares de residencia, así como enseñar a los propios educadores sobre cómo pueden ayudar a los escolares afectados. Child Trends sabe de lo que habla porque, según sus datos, uno de cada 14 niños estadounidenses han tenido uno de sus padres en la cárcel. Es un problema de ámbito nacional, pero que se oculta a la vista del público. No interesa. Aquí, según parece, tampoco.

Sacarlo a la luz pública era precisamente el objetivo de la dinámica “Los vértices de la dispersión” de Etxerat, que en esta ocasión hace hincapié en un sector como el de los menores de edad, afectado por vida y con riesgos tanto físicos –en todos estos años, «solo» ha habido dos niños heridos en accidente, los hijos de Mikel Egibar– como emocionales. Elena Lafuente es profesora y apunta que «muchas veces este tema ha sido tabú en la escuela. Yo animaría a los padres a que comentaran su situación en las escuelas y que pidieran que se tuvieran en cuenta sus circunstancias. No es un favor, es una necesidad. Los profesores tenemos que tener claro que tenemos que ser empáticos, da igual la ideología de cada cual».

Ekai y los niños que quedan. Ekai Prieto (22 años) estudia Magisterio, es surfista y trabaja los veranos en la playa. Sus únicos recuerdos de su padre están relacionados con los vis a vis de la prisión, porque lo encarcelaron cuando Ekai todavía no había cumplido un año y, pese a que ya ha cubierto 3/4 partes de la condena, están a la espera de qué pasa con su salida de prisión. Ahora su padre, Sebastián Prieto, está en Curtis Teixeiro (A Coruña), a unos 600 km de Bilbo, aunque en estas dos décadas ha pasado por varias prisiones, entre ellas las andaluzas. Ekai, más que a sí mismo, recuerda a su madre: «Con tres mochilas, yo dormido encima de ella...». Para hacer más llevaderos los viajes a sus hijos, la mujer de otro preso, Kepa Solana, y ella compatibilizaban sus vises. Así se estrechan grandes amistades, a golpe de kilómetros y vivencias.

«Con 14 o 15 años empiezas a darte cuenta de cuál es el panorama, por qué te paran en un control durante hora y media, y ves también cómo lo que has pasado tú se reproduce en otros niños –cómo un chaval enferma en el autobús y tiene que aguantar un viaje de 8 horas hacia abajo y otras 12 horas hasta la vuelta– o cómo, porque está mal apuntada una letra del DNI, una persona se queda sin vis. Y si fuera que el fallo es tuyo, vale; pero muchas veces se han confundido ellos». Ekai, como muchos hijos de presos, ha tenido que renunciar a partidos, conciertos, cumpleaños, algo que puede parecer una futilidad, pero para un niño no lo es. «Tienes que elegir entre quedarte con tus amigos o ver a tu padre. Y creo que siempre lo he tenido claro, que he tenido interiorizado no solo lo que es él para mí, sino lo que yo supongo para él».

Ekai no recuerda accidentes, pero sí «muchas averías y controles». Los vascos debemos de ser buenos conductores. «En una comida contabilizamos cuántos kilómetros, cuánto dinero y cuánto tiempo dejamos en los viajes. Una salvajada. Ahora somos 93 en la clase de la Universidad, y llegaba de sobra para pagar la matrícula de los 93». Por cierto, Ekai ha elegido, como trabajo de fin de grado, un tema tabú e incómodo hasta ahora: los menores de edad y las cárceles.

Olatz toma una decisión. Olatz Iglesias (20 años) no tiene tiempo ni de respirar. Trabaja y estudia a la vez, por lo que un sábado por la noche al mes, en su único día libre de la semana, baja la persiana de la tienda y, pese al cansancio acumulado y sin dormir, se pone al volante del coche para recorrer los 740 km que hay hasta la cárcel de Villena (Alacant), donde está encarcelado su padre, Juan Carlos Iglesias. Hacen la visita el domingo por la mañana y vuelven de tirón. El lunes tiene que volver al trabajo. «Haces tantos kilómetros a lo largo de tu vida y siempre te has librado, que piensas que no te pasará nada. Hasta que te pasa», reconoce. ¿Si su padre estuviera en Basauri? «Cambiarían mucho las cosas. De aquí a Basauri no pones en peligro tu vida, tu salud, tu tiempo... ¡y a todos nos hace falta el tiempo!».

Se podría pensar que está acostumbrada al trasiego, vista la historia de su vida: su madre fue detenida cuando ella era muy pequeña y ha tenido a ambos progenitores en prisión; ella, Nagore Mujika, en el Estado francés, él, en el español. Aquella niña primero pasaba dos fines de semana del mes en la carretera para poder visitarlos; luego, a su madre la extraditaron. «Estaban también dispersados entre ellos y ahí se ve de forma muy cruda hasta dónde puede llegar y qué duro es. Se casaron y, después de muchos años separados, al final los juntaron». En 2011, su madre fue puesta en libertad. «Siempre he pensado que yo ya estaba acostumbrada, porque no he conocido otra realidad. Pero tengo que reconocer que ahora que ama está en la calle, ves que existe otra realidad y puedes compararla, y entonces, bajar a las visitas como que me mueve más por dentro. Antes, como que tenía interiorizada la rutina».

Para ella, «lo importante para los menores de edad es la relación con los padres. Es lo más importante, lo más urgente y lo que más peso tendrá a plazo largo. Porque al tener a los padres en la cárcel, no vives una relación normalizada con ellos; pero si están lejos, menos todavía. Los ves una vez al mes, siempre cansada, y cuando eres pequeña vas enfadada porque te has perdido alguna fiesta o lo que sea... No te apetece, porque a fin de cuentas es una putada para tí. Solo sirve para empeorar las relaciones. También pierdes exámenes, no puedes entregar trabajos... Yo no he tenido problemas con los estudios, pero siempre eres la diferente de clase y resulta incómodo: ‘¿Por qué no entregas el trabajo el lunes? Porque tengo vis y lo traeré el martes’». Olatz tuvo su momento de inflexión, cuando pasó un año largo sin visitar a su padre. Necesitaba interiorizarlo todo, madurarlo y, cuando lo vio claro, tomó una decisión. Aquel parón «es lo mejor que he hecho nunca», afirma. Y nos lanza una última reflexión dirigida a los políticos: En sus 20 años de vida, la situación de las cárceles no ha cambiado... y ya va siendo hora de hacerlo.

Peru es puro rock’n’roll. Peru del Hoyo (18 años) acaba de terminar el segundo curso de bachillerato, se ha apuntado al ciclo de Técnico de Sonido y toca la guitarra. La música es su pasión, que comparte con su padre, Kepa, encarcelado cuando Peru tenía mes y medio. «Desde que tengo consciencia, sé qué pasa. No he sabido exactamente porqué estaba ahí, pero sí que iba a estar encarcelado durante mucho tiempo. No entendía el conflicto que tenemos aquí, pero sabía que mucha gente llevaba muchos años encarcelada», cuenta. Desde hace una década, su padre está prisionero en Badajoz. En la cárcel, Peru dice que siempre ha mantenido la calma, pero admite que «te acostumbras, aunque a la vez no. Cuando cumplí 18 años, me dijo un funcionario aquello de ‘¡ay, cómo has crecido! ¡Si te conozco desde que eras así de pequeño!’ Y yo a eso no le puedo ver su lado positivo, porque, le dije, ‘Yo no me alegro de verte’». Por cierto, el año en el que, al negarse a ser cacheados, no pudieron disfrutar del vis, estuvo Peru sin ver a su padre. Hablar con él en un locutorio, con un cristal de por medio, es ya demasiado.

De anécdotas, recuerda cómo su madre –«superama»– le contaba aquellos largos viajes que hizo con Peru pequeño sentado sobre sus piernas en el autobús. Había que economizar. «¡Y era muy grande!», dice. De chaval, la cárcel le «robó» poder jugar a rugby y fútbol, porque los equipos exigían una disciplina para los entrenamientos y los partidos. Invariablemente fallaba una vez al mes. «No podía, o sea que...». Con el curso de los años, Peru ha desarrollado una filosofía: «La cuestión es disfrutar, aunque mi padre esté ahí no hay que tomarlo como algo negativo. Lo es, evidentemente, pero hay que buscarle la parte positiva. Preocuparse no sirve para nada, porque las cosas no van a cambiar. Lo importante es cómo lo vives. Yo creo que yo no sería como soy si hubiera tenido a mi padre en casa».

A este músico, cuya asignatura preferida es la filosofía y al que le gusta debatir le requerimos un argumento: «El mejor argumento contra la dispersión es ¿por qué se hace? Que odien a los presos políticos, lo puedo entender. He llegado a entender que tienen otra ideología y les han enseñado que son sus enemigos. Vale, lo entiendo. Pero lo que no entiendo es que nos fastidien. No tengo nada que ver con lo que ha hecho mi padre, y no tengo por qué pagar su condena. Porque, al final, yo también estoy pagando una condena».

Zenbait datu kezkagarri

Ikerketa ugari (denak) daude egiteke gai honen inguruan, eta ez gara ari bakarrik urte luzeetako kartzelaldiak eta dispertsioak berak euskal preso politikoen senideen artean utzi dituen edo uzten ari den zauri emozionalei dagozkienez. Erreportaje honi ekitean galdera bat azaleratu zitzaigun: Baina zenbat haur ari dira bueltaka gaur egun kartzeletara? Zenbaketa hori egiten ari diren bitartean, zenbait datu aurreratu ditzakegu. Eta kezkagarriak dira oso.

Bizkaia

317 adingabe (0-18 adin tartekoak) mugitzen dira. Batzuk hilabetean bi aldiz, gehienak hilero, beste batzuk sei edo lau alditan. Horietatik 78 euskal preso politikoen seme-alabak dira. Gainerakoak, ilobak edo senide zuzenak.

Egiten dituzten kilometroak:

300-500 km-ra dauden kartzeletara: 33 haur

500-700 km-ra dauden kartzeletara: 115 haur

700-900 km-ra dauden kartzeletara: 82 haur

900 km-tik gora dauden kartzeletara: 87 haur

Araba

40 adingabe (0-18 adin tartekoak) mugitzen dira.

Horietatik 11 presoen seme-alabak dira.

Nafarroa

91 adingabe (0-14 adin tartekoak kasu honetan; hortik gorakoak zenbatzeke daude) mugitzen dira. Horietatik 22 presoen seme-alabak dira.

Egiten dituzten kilometroak:

Batez beste 700 km-ra dauden kartzeletara.

* Datuen iturria: Etxerat. Gainerako herrialdeetako datuei dagokienez, eta presoen zatirik handiena Gipuzkoako jatorria duela kontuan izanik, Bizkaiko adingabeen kopuruarekin parekatu ditzakegu.