IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Y se le olvidó la fuerza

Hay un cuento de Jorge Bucay titulado “El elefante encadenado”. Se trata de la historia de un elefantito que nace en un circo y desde muy pequeño pasa sus días encadenado a una estaca clavada en el suelo para evitar que se escape. Es una estaca enorme que con su fuerza no puede ni mover. Lo intenta mil veces hasta caer exhausto, así que en poco tiempo deja de intentarlo. Pasan los años y el elefantito se convierte en un macho imponente pero, tras el espectáculo, siguen atándole el pie al mismo soporte que cuando era una cría. Una madera que hoy sería muy fácil arrancar del suelo con su pata pero aún así no lo hace, algo más fuerte que la cadena se lo impide. Y es que el enorme animal sigue siendo aquella cría en lo que a esa cadena se refiere y en cuanto a ella se ha olvidado de su fuerza actual; y por tanto, seguirá atado el resto de su vida.

Valoramos el control que como adultos hemos conseguido diseñar en torno a nuestras rutinas, nos gusta poder predecir lo que va a suceder y para ello nos esforzamos en seguir protocolos y aplicar nuestras conclusiones de la vida a los escenarios nuevos, a las actividades nuevas.

Así, tenemos ideas preconcebidas sobre el mundo, nosotros mismos o los demás a las que nos aferramos y damos por sentadas y se valoran como deseables para el adecuado desarrollo de las cosas. Pero como tales, estas ideas hay que adquirirlas, hacerlas propias y usarlas, lo cual se consigue a través de la educación, tanto dentro de la familia como en la interacción de los niños y niñas con el contexto general. Para empezar, si pensamos en una niña pequeña de entre cuatro o cinco años –y también antes y después–, y en su relación con los adultos, éstos son para ella referentes absolutos. Sus normas y maneras son Las Normas y Las Maneras de estar y actuar, y sus impresiones se toman en poco tiempo como verdades constantes. Tanto si son impresiones sobre el comportamiento que hay que tener en la mesa como si éstas hacen referencia a las características de esa niña. Cuando un adulto le señale habitualmente unas cualidades e ignora otras, es fácil que esta chavala empiece a construir una visión de sí sobre esas impresiones adultas que luego utilizará para definirse y considerarse a sí misma.

Si lo que le piden insistentemente es que acate las normas imperantes en cada entorno, es fácil no solo que entienda que «esto es lo que se hace aquí –estar sentada, no gritar, recoger lo que he usado, no correr…– para tener el beneplácito de los adultos o, en otras palabras, para que la consideren buena», sino que el resto de opciones están sujetas a crítica.

Y es que es tan fácil desanimar a un niño pequeño en lo que a sus capacidades se refiere, que solo hace falta usar frases totalitarias y limitantes que empiecen por «eres…» y, en poco tiempo, el niño dejará de imaginarse lo que podría llegar a ser en un ámbito concreto. Con facilidad los adultos tememos que si no se enseñan ciertas conductas a tiempo –y a menudo relacionadas con la «buena educación»–, los niños y niñas adquirirán malos hábitos, no sabrán comportarse o incluso levantarán comentarios sobre su crianza –y sus cuidadores, por tanto–.

Sin embargo, hay algo más sutil que los más pequeños necesitan de nosotros mientras aprenden esas cosas: que alimentemos su curiosidad, su vitalidad, su capacidad de búsqueda más allá de los límites que les pongamos y que, por otro lado, en este momento también necesitan. Romper cadenas como adultos no es necesariamente algo ideológico, reivindicativo o autodefinitorio. Romper cadenas es un acto íntimo de descubrimiento de lo que uno puede llegar a ser y que sucede en la relación con otros que valoran, alientan y motivan el ímpetu de una niña por descubrirse a sí misma.