Xabier Bañuelos
casi medio siglo de autogestión

Christiania, libre contra viento y marea

La Ciudad Libre de Christiania cumple ya 46 años. Surgió en un momento convulso a las puertas de la crisis del petróleo, cuando los sueños de los 60 aún no habían muerto pero el neoliberalismo comenzaba a asomar las orejas. No resultaba sorprendente el nacimiento de una experiencia de autogestión como esta, y menos en la Copenhague librepensadora del Estado del Bienestar, pero pocos habrían apostado con convicción que hubiera podido sobrevivir a los avatares de una economía globalizada. Y sin embargo ahí sigue, distinta sin duda a lo que quiso ser pero fiel a sus raíces.

Resulta curioso observar cómo el tiempo y las circunstancias hacen derivar las cosas por rumbos extraños hacia destinos extravagantes. En 1971, unas cuantas familias hartas de no tener un lugar donde su progenie pudiera enredar a gusto, y viendo cómo crecían las malas hierbas en unas instalaciones militares abandonadas en Badsmandsstraedes, decidieron derribar las vallas de aquel baldío y dedicarlo a mejores menesteres que los desfiles marciales. Salvado el obstáculo metálico, abrieron el lugar al griterío de la chavalería, que no tardó en dar buena cuenta en él de balones, triciclos, muñecas y carreras, o de lo que fuera que acompañara los juegos de las niñas y los niños en la Dinamarca de aquella década del siglo pasado.

Eran tiempos de contraculturas tardías y los herederos de unos movimientos comunitaristas y alternativos, aún con cierto empuje, vieron allí su oportunidad de ocupar un espacio donde llevar a cabo su utopía asamblearia y libertaria. Asentaron sus reales sobre el terreno, construyeron viviendas con sus manos, establecieron sus propias leyes y su propio sistema socioeconómico al margen del libre mercado, de la democracia representativa, del ayuntamiento de Copenhague, de la misma Dinamarca y, por supuesto, de la Unión Europea. Acto seguido, declararon unilateralmente su independencia. Así, en un viejo barrio de pescadores llamado Christianhavn (“El puerto de Cristian”) vio la luz la ciudad libre de Christiania que, desde entonces y tras muchas vicisitudes, sigue ondeando su bandera de los tres círculos amarillos sobre fondo rojo sin propiedad privada y sin impuestos.

Pero más de cuatro décadas no pasan en balde y lo que nació casi como un experimento social, a ratos tolerado pero siempre denostado por las autoridades, ha pasado a ser parte del paisaje de una urbe que la integra como si fuera un folklorismo anacrónico.

Tras muchas pugnas con la administración, intentos de desalojo y resistencias, se llegó a un acuerdo. Así, el barrio goza de un estatus especial semiautónomo que implica ciertas renuncias a su ideario filoanárquico, pero que garantiza su supervivencia nada menos que en un pedazo de tierra muy goloso para las ansias especulativas de las empresas inmobiliarias. Aún no conociendo las interioridades del pensamiento gubernativo, da la sensación de que para los mandatarios, y para gran parte de la población, Christiania ha pasado a ser una “reserva india”, un reducto del pasado casi a modo de parque temático, donde un grupo de algo más de ochocientos fantasiosos y románticas –entre ensoñaciones y realidades ausentes–, dan cierto toque de color y rebeldía decadente a una Copenhague que siempre ha presumido de progre, tolerante y liberal, aunque quizás nunca lo haya sido tanto.

La realidad de una utopía. Lo cierto es que al pasear por sus calles las sensaciones que nos llegan son extrañas. Es difícil desembarazarse del tipismo flower power y jipista rancio que domina una escena atestada de foráneos. Entre estos encontramos desde acólitos de budas rampantes hasta defensores de la revolución con escarabajo y pantalón de campana; y no faltan quienes asisten con asombro a un encuentro en la tercera fase fuera del tiempo, el espacio y la lógica, recorriendo Pusher Street y su mercado de chinas y cogollos como quien visita un zoo de seres flotantes entre aromas de marihuana. No sé si quedará en el barrio alguien de quienes levantaron esta idea en los lejanos 70, pero no podemos menos que pensar en lo que opinarán cuando ven su ideal de libertad y autogestión invadido de turistas. Según las estadísticas, son nada menos que medio millón al año, de modo que por mor de las guías y el afán de consumir exotismos –europeos y con toques psicodélicos en este caso–, el barrio se ha convertido en uno de los focos turísticos más recurrentes de la ciudad, capaz de competir exitosamente con la sirenita. Incluso hay visitas guiadas. Es inevitable que nos asalte la contradicción.

Por otro lado, al ambiente undergound le acompaña un toque de marginalidad difusa que tiene poco que ver con una mayor o menor renta económica, y bastante con la traza apócrifa de algunos de sus habitantes y con el aspecto de unos entresijos urbanos a medio camino entre lo silvestre y lo descuidado. Además, su vocación de renuncia a lo establecido –que tan cercano está a los límites de la vecindad–, y años de incomprensión y mala fama han creado cierta desconfianza hacia el visitante. Esta se puede convertir en franca hostilidad cuando aparece alguna cámara de fotos o, todavía peor, de video, especialmente en la Green Area, llamada así en alusión al primaveral color de la hierba.

Durante años, Christiania tuvo el marchamo de zona peligrosa atestada de drogas donde los camellos hacían y deshacían a su antojo. Y cierto es que hubo años duros allá por lo ochenta, años en que la heroína logro infiltrarse y en los que la Policía y la municipalidad encontraban siempre la excusa perfecta para arremeter contra el barrio; pero igual de cierto es que las y los habitantes de la comuna nunca vieron con buenos ojos los estupefacientes y que ellos mismos establecieron la prohibición de su venta, e incluso programas de rehabilitación para las personas drogodependientes. Lo que sí siempre se ha reivindicado ha sido el cannabis en sus diferentes derivados, por lo que su venta y consumo se practica con libertad.

La supervivencia de la creatividad. Por lo demás, hay de todo, gente encantadora y gente que no lo es tanto, como ocurre en todas partes. Y a pesar de sus sombras, sus luces bien merecen ser tenidas en consideración. Sigue siendo un espacio donde las decisiones se toman en conjunto, donde las normas se consensuan y donde residir supone responsabilizarse y participar de manera activa. Continúa siendo una puerta abierta a la imaginación, donde el arte intenta romper los límites de galerías, museos o criterios económicos.

Un buen ejemplo es la música, con propuestas siempre novedosas y transgresoras, donde destacan locales como el Loppen y el emblemático y veterano The Grey Hall, decano de la programación sonora en el barrio aunque hoy ya no nos suene tan alternativo. Y otro es la gastronomía, donde permanecen lugares como el Morgenstedet, un restaurante, o mejor, un club por supuesto vegetariano y ecológico, donde probablemente se tome el menú más barato de toda la ciudad. Pero si se prefiere optar por otro tipo de manjares en los que sobre todo prime lo intercultural y la fusión, con una mélange de platos de todo el mundo, entonces toca asomar los paladares por el Spiseloppen.

La calidad es cuestión que dejamos a la apreciación subjetiva de quien observa, pero la creatividad aparece en cualquier lado siendo cuestión de voluntad y ánimo. Las calles están pavimentadas a trozos, no hay coches y la sostenibilidad, con sus más y sus menos, intenta ponerse en práctica. La multiculturalidad es un valor y podríamos decir que se hace realidad aquello de que en la variedad está el gusto.

A la Christiania “urbana”, por llamar de alguna manera a la zona más densa en casas, se añade una especie Christiania “rural” de calesas venidas a menos, ropa tendida y pequeñas granjas de madera con paredes de colores. Hay un picadero de caballos, jardín de infancia, tiendas, bares, restaurantes, estupas con banderolas al viento, sauna, centro de recepción de visitantes, talleres de artesanía, salas de conciertos, cine, un agradable paseo por la orilla del canal, y, sobre todo, aún se conserva cierto lirismo naif en bicicleta repleto de grafitis, paranoia libre y maría flotando en un ambiente de libertades reinventadas.