IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Vínculos seguros e inseguros

Habitualmente hablamos de vínculos afectivos, indicando esa cercanía que provoca emociones enlazadas con la pertenencia y el amor, bien sean relaciones de familia, o de amistad o pareja. Los lazos, cuando son estrechos, nos dan una sensación de acogimiento y podemos estar tranquilos, arropados, porque cuando nosotros no podamos afrontar los avatares, esas personas nos apoyarán, nos prestarán su fuerza o su esperanza para atravesar lo que tan difícil nos resulta.

Los vínculos de este tipo, sin embargo, no son como un contrato, explícito, acordado y con condiciones; no solemos juntarnos alrededor de una mesa para decirnos: «Bien, pues entonces, a partir de ahora yo te voy a apreciar tanto y lo mostraré de esta manera, y de forma recíproca, espero de ti esto otro. ¿Estamos de acuerdo?… Pues firma aquí». Normalmente la cosa es bastante más sutil, prolongada, y mucho menos explícita. Su construcción se da más bien a base de percepciones y conclusiones sobre el comportamiento de la otra persona, y cómo éste encaja con nuestras necesidades y expectativas… y cómo no. Y buscamos poder predecir todo ello. El resultado de esta combinación de sensaciones será una conclusión de tener un nexo más o menos fuerte con esa persona, o más o menos seguro. Si podemos predecir que la respuesta de la otra persona va a ser habitualmente positiva hacia nosotros y nuestras necesidades, probablemente sentiremos tranquilidad, pertenencia, confiabilidad, y sensaciones por el estilo.

Sin embargo, cuando llegamos a la conclusión de que no sabemos muy bien por dónde coger a quien tenemos enfrente, la cosa cambia. Por ejemplo, podemos saber a ciencia cierta que en determinada relación, vamos a recibir poco reconocimiento, o indiferencia de forma regular, y que hagamos lo que hagamos, la otra persona en términos generales no va a estar conforme ni nos va a acompañar. Entonces el vínculo es menos estrecho –aunque se trate de un lazo familiar–, y la sensación de pertenencia y de importancia para el otro, mucho menor, pese a que por lo menos, la podamos predecir.

En otras ocasiones, esa conexión débil que acabamos de describir, puede alternarse con otros momentos de cercanía, incluso de un vuelco emocional hacia las necesidades propias, a modo de una oscilación que despista porque responde a los estados del otro. Sin poder saber muy bien por qué unas veces somos lo más importante y otras lo más indiferente. No poder predecir cuándo va a pasar cada cual nos pone tensos, ansiosos, como si estuviéramos delante de una ruleta «¿va a tocar ahora?».

Otras veces, cuando la relación está basada en la crítica constante, el ataque, el hostigamiento, y no podemos alejarnos de dicha relación por mucho que duela, entonces el vínculo gira en torno al ataque y la defensa, la retirada por dentro, cortamos los puentes con esa persona en una especie de repliegue mental, como en esas películas medievales en las que los habitantes de un castillo se refugian en las zonas más profundas, dejando el asedio en las puertas.

Ahí guardamos entonces las necesidades, las esperanzas de conexión real, y dejamos a la vista solamente una insensibilización desesperanzada o una indiferencia extensa hacia el vínculo con las cosas y con uno mismo. En situaciones más extremas, cuando esta dinámica es más intensa y agresiva, incluso el resultado es una dificultad profunda para unirse con nadie en absoluto. Las dos últimas maneras suelen ser menos habituales, pero de algún modo, todos los vínculos que desarrollamos con personas importantes de nuestra vida, estemos seguros o inseguros en ellos, dan forma a los nuevos, incluso al grado de conexión que sentimos con las actividades en las que nos involucramos.