IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Agresores, agresoras, humanos

La agresión es una conducta que no solemos admitir como sociedad. Tenemos muchos mecanismos para mitigarla, evitarla, sancionarla, y algunos para prevenirla. Quizá porque es un fenómeno muy complejo a la par que primario y universal, los intentos para contenerla en el día a día a menudo giran principalmente en torno a la aplicación de una fuerza opuesta de una intensidad mayor.

Cuando notamos la agresividad de otra persona, sea física –evidentemente–, verbal y abiertamente hostil –los insultos o humillaciones–, o sutil y soterrada –con desplantes, o descalificaciones constantes–, sin pensar demasiado el cuerpo toma una posición de defensa que empieza por la tensión en la espalda y el cuello, creando una coraza de músculos tensos que proteja nuestras zonas más vulnerables y anatómicamente frágiles, como son las vísceras. Todos los mamíferos responden con esta tensión ante las amenazas, bien sea para enfrentarse, esconderse o huir. A menudo, individualmente la huida es una de nuestras primeras tendencias en presencia de la agresividad, y a continuación rápidamente el grupo –la sociedad, la institución, la cuadrilla…– encuentra formas de frenarla. Entonces el colectivo suele aislar a la fuente de la agresión, a quien la ha perpetrado, sea cual sea su motivación o su estado en el momento de hacerlo.

Los agresores o agresoras en general nos provocan rechazo, incomprensión y, a menudo, una desconfianza muy difícil de revertir, y por tanto no es extraño que los queramos lejos. En cierto modo, la manera de transmitir a las víctimas de una agresión el arrepentimiento –social, colectivo– de no haber podido llegar a tiempo, suele ser actuar a posteriori y castigar de una u otra forma. Y al mismo tiempo, la persona que agrede tiene su propio contexto.

Podemos entenderlo o no, aceptarlo o no, compartirlo o no, pero es evidente que algo ha sucedido con la suficiente intensidad para que no haya podido refrenar su conducta, o incluso que la haya usado activamente para aplacar, acallar o eliminar al otro.

Más allá de discursos ideológicos, la agresión es un fenómeno humano con connotaciones humanas en todas las partes implicadas y cuya prevención –la real, no la de panfleto–, forzosamente tiene que incluir la consideración de las circunstancias humanas que han intervenido. Algo que no siempre nos da tiempo a tener en cuenta, por el impacto que nos provoca estar en presencia de la violencia, es que en cualquier agresión el temor es una emoción habitualmente presente, y no solo en quien la recibe evidentemente, sino también en quien la perpetra. En ese caso el temor no necesariamente está generado por la persona real agredida, sino que se forja en otro lugar, se macera, se alimenta, se sufre y finalmente se proyecta en ella, se concreta y desde esa imagen irreal, se actúa en consecuencia.

La conducta es solo el último eslabón de un mecanismo mental que ha tratado sin éxito de proteger de la vulnerabilidad real o imaginada, de muchas maneras –incluso el matón de barrio hipermusculado ha empleado horas de entrenamiento para conseguir algo con su imagen en un mundo que percibe hostil–; un mecanismo que está activo durante mucho tiempo antes, un mecanismo en el que este hombre o mujer ha encontrado un modo de asegurarse su prevalencia física, emocional, ideológica, y que debemos considerar individualmente antes de ejecutar una sentencia que aplaque pero ni explique ni prevenga.

Y aunque suene extraño, no puede haber prevención real sin inclusión, sin implicación o sin humanidad. Es difícil volver a acercarse a quien nos da miedo pero el alejamiento asegura la continuidad del miedo; por cierto, la misma emoción que el temor de hace un par de párrafos.