Marian Azkarate
UNA MIRADA AL MUNDO

La abuela Calderón es un tesoro

Puerto Williams (Chile), el pueblo más austral del mundo, no existía hace apenas medio siglo. Fundado en 1953, está situado en la isla Navarino, frente a las costas del canal de Beagle, diez kilómetros más al sur que la ciudad argentina de Ushuaia. De sus apenas 2.000 habitantes apenas unos 150 son indígenas yaganes o yámanas, como también se les conoce, una comunidad que reside en Villa Ukika, uno de los distritos de este enclave chileno. A este confín de la tierra donde hoy en día recalan científicos y turistas antes de partir hacia la Antártida o la Reserva de la Biosfera del Cabo de Hornos –una de las últimas 24 regiones vírgenes del planeta– arribó en 1830 el joven Charles Darwin en el Beagle para estudiar las costas de la América meridional. Allí empezó a construir su teoría de la evolución de las especies a través de la observación de los yaganes, pueblo nómada originario del extremo sur de América que vivía entre Chile y Argentina.

Tal vez Darwin se hubiera sorprendido al comprobar que en el siglo XXI de aquellos yaganes que pescaban y cazaban casi desnudos en las gélidas aguas del canal –y a los que describió con cierta crueldad– solo quedan trescientos individuos y que, entre ellos, únicamente una mujer conserva su idioma: es Cristina Calderón (89 años), quien se resiste a ostentar el triste título de ser la última hablante nativa de su idioma. Ella es, además, la última yagana étnicamente pura, porque el resto de su comunidad es fruto del mestizaje con otros indígenas o con los blancos. Ella es también la protagonista de “Cristina Calderón. Memorias de mi abuela yagán”, el libro escrito por Cristina Zarraga Riquelme en el que por primera vez se relata la historia de su pueblo a través de su propia voz. Hasta ahora lo que sabíamos de ellos estaba escrito por visitantes de paso, navegantes o misioneros, y por eso este libro es tan importante: porque es la primera obra escrita desde «adentro» sobre este pueblo milenario. El texto recorre la infancia de Cristina Calderón, revive sucesos familiares y da cuenta de un espacio temporal donde aún no había fronteras y se podía avanzar por el Onashaga, denominación originaria al canal que separa la isla grande de Tierra del Fuego de Navarino.

Cristina Zarraga es uno de los catorce nietos de Cristina Calderón y autora también de un diccionario de la lengua yagán que piensa ampliar con una segunda edición. Ha autoeditado este libro junto a su marido, el diseñor y fotógrafo alemán Oliver Vogel. Actualmente vive en Alemania junto a sus hijas Hani Kipa (viento norte en yagán) y Loimushka (flor). Sin embargo, la familia siempre regresa a Puerto Williams y recorre Magallanes, conociendo cada vez más sus raíces.

«Los pueblos originarios siempre tienen un tema conflictivo que son sus tierras. Para mí es muy doloroso», explica Cristina Zarraga. Hasta 1920, los yaganes vivían en bahía Mejillones, hacia el lado norte de Puerto Williams, pero salieron de ahí empujados por la Armada chilena, porque el Estado había decidido fundar un pueblo junto a la nueva base naval. La mitad de la población del pueblo, de hecho, trabaja actualmente en la base; el resto se dedica a la pesca o a la artesanía. Ese es el caso de los descendientes de los yaganes, un pueblo que viajó entre los canales y aguas más frías del extremo sur de América durante seis mil años. Navegaban semidesnudos, embadurnados con grasa de ballena y pintados de blanco y negro. «La transmisión del lenguaje sufrió un crucial quiebro con la instalación de la base naval y de la escuela e internado, donde fueron incorporados los niños de las últimas familias yaganes. Eso frenó la transmisión, producto de la discriminación», dice Alberto Serrano, director del Museo Antropológico Martin Gusinde.

La lógica y la pérdida. «Cuando a mí me vienen a entrevistar no me gusta, porque yo digo: ‘¿Por qué quieren saber cosas mías y no me ayudan ni un poco?’ Así es que, para qué, me pregunto. ¿Para que lo que yo viví lo tengan ellos nomás? Y no puede ser así, porque me tienen que ayudar. Tengo mi casita, que quiero que me arreglen, hay partes que gotean cuando nieva y la entrada, ¿la vió? Está que se cae», respondía Cristina Calderón con muy buen criterio a una periodista hace algunos años. Ella nunca ha andado sin ropa –se ofende si se lo preguntan– y no enseñó su idioma a sus nueve hijos. «Aprendí español a los nueve años. El papá de una sobrina era gringo, y me fueron enseñando de poquito», recuerda. « Entonces todos hablaban yagán, pero después empezaron a fallecer, y quedé yo no más. Las guaguas (niños) no quisieron aprender. Tenían vergüenza. La gente blanca se reía de ellos».

Los otros miembros de su comunidad saben palabras sueltas, no como Cristina... o Úrsula, la hermana con quien lo hablaba y que murió en 2003. En 2009, a Cristina Calderón la declararon Tesoro Humano Vivo como parte de un programa de la Unesco para salvaguardar el patrimonio inmaterial. Y tanto que lo es: el misionero anglicano Thomas Bridges reunió a finales del siglo XIX más de 32.400 vocablos en el primer diccionario yagán-inglés —él fue quien los bautizó como yaganes, por su topónimo Yahgashaga—. Una persona culta de cualquier país desarrollado maneja, con suerte, unos 5.000. La forma de vida de este pueblo generó una cosmovisión con detalles y matices impensables para urbanitas como nosotros. Una palabra yagana, mamihlapinatapai, es, según el Libro Guiness de los Récords, la más concisa del mundo. Significa «una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra haga algo que ambos desean pero que ninguno se anima a empezar».