Xavier Aldekoa, fotografías: Alfons Rodriguez
crisis humanitaria en el lago chad

El lago del hambre

La violencia de la banda yihadista Boko Haram, que ha encontrado refugio en el laberinto de islas y canales del lago fronterizo entre Nigeria, Camerún, Níger y territorio chadiano, ha provocado una ola de muerte en la región. Como el comercio se ha detenido, el precio de los alimentos ha subido y miles no pueden cultivar sus campos por la inseguridad o porque directamente han huido. El hambre se ha desatado: más de once millones de personas necesitan asistencia y la hambruna ya se ha declarado en varias zonas del norte de Nigeria.

Cuando era un niño, Djibrine Mbodou temía a los hipopótamos. Una vez, recuerda, vio como uno de esos animales se acercó a un hombre que dormía en la orilla del lago, le agarró de la pierna y lo arrastró hacia el agua para acabar con él de un par de mordiscos. Djibrine aprendió a alejarse de su camino cuando salía temprano con la canoa a pescar, sobre todo si había hembras con crías, y a leer los gestos y sonidos de los machos solitarios para no acercarse demasiado a sus malas pulgas. Hoy, a sus 17 años, Djibrine rememora aquellos miedos infantiles con la mirada impasible, sin inmutarse. Los hipopótamos, dice, ya no le dan miedo; ahora tiene terrores más concretos. «Los que caminan por la noche», por ejemplo. Hace dos años, la banda yihadista Boko Haram atacó de madrugada su aldea en la isla chadiana de Ngogu y fue secuestrado junto a 700 hombres, mujeres y niños. Se los llevaron a todos. «Llegaron por la noche, reunieron al poblado entero y degollaron a un hombre delante de nuestros ojos. Eran unos veinte hombres armados. Dijeron que si no les seguíamos, nos harían lo mismo». Durante un año y unos meses –perdió la noción del tiempo durante el secuestro– Djibrine fue obligado a pescar para los extremistas y vio como se llevaban a las chicas para violarlas. A una vecina de 14 años, explica, la torturaron porque se negó a casarse con un yihadista. Solo en aquella isla que fue su cárcel, Djibrine calcula que había unas tres mil personas, entre rehenes y milicianos. También había doctrina radical. «Cada día nos obligaban a rezar y chillaban porque decían que lo hacíamos mal».

La región del lago Chad, donde confluyen las fronteras camerunesas, chadianas, nigerianas y nigerinas, se ha convertido desde hace dos años en uno de los principales refugios de la banda fundamentalista Boko Haram, cuyo nombre en lengua hausa se traduce como «la educación occidental es pecado». Como la presión militar regional ha aumentado sobre el grupo en tierra firme, cientos de yihadistas han encontrado en el laberinto de islotes del lago un escondite perfecto para evitar ser atrapados. Y esa llegada de barbudos al lago ha cambiado para siempre la vida de sus habitantes. Para Djibrine, que viste un bobou naranja y tiene el rostro lleno de escarificaciones propias de su etnia buduma, el principal cambio, además del miedo, es una condena implacable: el hambre. Desde que escapó de su pesadilla junto a un amigo y llegó a la aldea de Méléa, en suelo chadiano, su vida se reduce a esperar. «Desde que me escapé, la vida es mejor para mí, pero es difícil. Antes tenía vacas y cabras, podía ir a por peces. Aquí no hay cultivos y no tengo redes ni una barca para pescar. Solo puedo esperar a que alguna organización traiga algo de comida».

Crisis sin precedentes. El odio de la banda yihadista de origen nigeriano, que lucha por instaurar un califato islamista radical, ha provocado una crisis alimentaria sin precedentes en el norte de Nigeria y la región de lago Chad. En los últimos siete años, la deriva asesina del grupo yihadista, hermanado con el Estado Islámico, ha generado más de 25.000 muertes y ha obligado a huir a más de 2,6 millones de personas. Aunque la mayoría de quienes han perdido el hogar están en el norte de Nigeria, decenas de miles de civiles han atravesado las porosas fronteras de la zona para refugiarse en campos de refugiados o asentamientos informales de los países vecinos. Quienes huyen no solo lo han perdido todo y se instalan en medio de la nada –el desierto se extiende unos kilómetros más allá del lago–; debido a la inseguridad no pueden regresar a sus cultivos o salir a pescar, así que viven a merced de la ayuda exterior. Como el comercio se ha detenido en toda la región, el precio de los alimentos ha subido y la situación ha tocado fondo: solo alrededor de lago Chad, más de once millones de personas necesitan asistencia humanitaria urgente.

En la aldea de Magui, en la frontera de Níger y Chad, el nutricionista chadiano de Unicef, Ngandolo Kouyo, saca las cuentas de la parca frente a un enjambre de mujeres que sostienen a niños esqueléticos en sus brazos. «Esta gente ya no puede trabajar, no tiene animales, no puede pescar, así que su situación es crítica. Si no llega la ayuda exterior, habrá muchos muertos. Morirán todos. Eso es seguro». Kouyo se seca el sudor de las manos en una bata blanca y no para de moverse de un lado a otro. Solo tiene un ayudante y no da abasto. Al atardecer, deberá regresar a Liwa, la ciudad más cercana, escoltado por un convoy militar repleto de soldados. El asentamiento informal de Magui, donde viven casi 9.000 personas desplazadas, está demasiado cerca de las posiciones de Boko Haram y no es seguro quedarse en la zona sin protección. Mientras el médico chadiano apunta el peso de los pequeños o les coloca una cinta para evaluar su nivel de desnutrición, las madres aguardan su turno bajo la sombra de una acacia a la entrada de la clínica móvil, apenas una tienda de campaña con un par de sillas de plástico y una balanza. De vez en cuando, el viento levanta la arena y las mujeres se cubren la cara con sus túnicas. Algunos niños lloran y otros simplemente dormitan. Kouyo, dice, no tiene miedo de trabajar en un lugar tan cercano a donde se esconden miembros de Boko Haram, pero parece dudar al decirlo. En cambio, no titubea en absoluto al evaluar las posibilidades de futuro de sus pacientes. «Esta es gente de las islas, que vivía en las islas. Con la llegada de Boko Haram se han desplazado hasta Magui, pero aquí encontrar comida es difícil, encontrar agua es difícil y tener acceso a la sanidad es difícil. Aquí solo hay arena y nada más».

Alrededor de la clínica móvil, hay más de 1.500 iglús de paja y ramas que sirven de refugio a la gente. Dentro de una de ellas, a Kaya Momodran se la llevan los demonios. A sus 83 años, escupe, no tendría que estar lejos de su casa y cuidando a sus dos nietos adolescentes. Pero no le queda más remedio. Su hija, la madre de los chicos, llegó tan débil de su huida desde la isla de Kindjira, que murió enferma y agotada poco después de llegar. Kaya insiste en que antes, en la isla, vivían bien, hasta que Boko Haram «les cazó como animales». Kaya se apoya en la experiencia para calificar la maldad de los yihadistas. «Lo que hace Boko Haram no lo había visto nunca. Soy una mujer vieja, pero desde que nací esa crueldad no la había visto nunca. Nos han echado de nuestra tierra». El mismo día del ataque, unos trescientos vecinos emprendieron una huida conjunta hacia Magui. Al llegar, les esperaba la nada. «Cuando llegamos aquí, pasamos mucha hambre. Si las organizaciones traen comida, la vida es difícil porque no es suficiente. Si no la traen es más dura aún. Cuando la comida se acaba, solo puedo mendigar a los vecinos».

Con el calor la situación irá a peor. El final del día, el doctor Kouyo nos apura para irnos pronto. Le han llevado a la consulta a una niña de 11 años especialmente débil y necesitan trasladarla al hospital de Liwa de manera urgente. La pequeña es un saco de huesos, tiene dos agujas negras por piernas y la mirada perdida. No reaccionará en todo el trayecto, lleno de botes por la arena. Al llegar al hospital, la colocan en una tienda blanca, donde hay alineadas dos filas de camas. En cada una hay una madre junto a uno o dos hijos delgados. La recibe el doctor Lewine Koyoumtan con el semblante serio y las mangas arremangadas. «Está débil, pero se pondrá bien. Lo hemos visto antes. Llegan niños que parece imposible recuperar y a los pocos días empiezan a ganar peso». No siempre ocurre. El hambre golpea con dureza y este es el único centro sanitario para las más de 150.000 personas que viven en la región, entre habitantes locales y desplazados. «A veces, lamentablemente, mueren algunos niños –dice Koyoumtan–; es así». Otro médico le interrumpe para advertir que, pese a que la sala está llena de madres, no es un mal escenario. «Con el calor, la situación va a empeorar; si los víveres no llegan, la situación será terrible».

Cuando los doctores hablan con los recién llegados, las pacientes ni se inmutan. La mayoría no sabe hablar inglés ni francés, así que permanecen con la mirada perdida o acompañan con la vista los clicks de la cámara. Al cabo de un tiempo, la curiosidad también pierde intensidad y Yaka Oumar se despista y empieza a cantar. Es una niña de ocho años, y susurra una canción alegre a su hermano mientras le hace carantoñas. Acerca la cara del bebé a la suya y le roza la nariz. El niño no responde y ella, que no se había dado cuenta de que un periodista la observaba a su espalda, reacciona a las risas de las otras madres y se muere de la vergüenza.

Que risas como esa se sostengan en el tiempo o terminen de forma abrupta, depende de la reacción internacional. Las Naciones Unidas han puesto una cifra redonda para hacer frente a la emergencia: se necesitan 1.500 millones de dólares. Por ahora, el mundo ha reaccionado con cejas arqueadas y buenas intenciones. En la conferencia de Oslo del mes de febrero, varios países europeos, además de Japón y Corea del Sur, prometieron 432 millones de euros en 2017. El problema es que las promesas no se comen y el tiempo juega en contra de los hambrientos. Desde la Oficina de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea (ECHO), Olivier Brouant apunta la necesidad de darse prisa en cristalizar las ayudas. «Para cambiar verdaderamente esta historia –subraya– necesitamos ser conscientes de que la alimentación en los primeros mil días de la vida de un niño determinan su futuro. Eso debería traducirse en una gran inversión para la nutrición de los bebés y los niños pequeños. Todos tenemos la responsabilidad de garantizar a esos niños un futuro más justo». Desde el año pasado, Echo ha aportado 24 millones específicamente en la región del lago Chad.

El problema es que los gobiernos locales no están por la labor de arrimar el hombro. La caída del precio del petróleo, en los cimientos de las economías de Nigeria o Chad, han tenido un impacto negativo en las economías nacionales y han recortado las partidas para ayudas sociales o sanidad (no así las de defensa). El conflicto con Boko Haram, que ha cerrado las fronteras y paralizado las rutas comerciales, ha acabado por acentuar la vulnerabilidad de miles de personas.

Pobreza, descontento, incultura. Los yihadistas se relamen con el aumento de la desesperación en una región pobre, donde la inversión en educación e infraestructuras ha sido históricamente muy escasa, y en rápido crecimiento demográfico. Cuanto más descontento haya con el Gobierno, cuanta más hambre, más posibilidades de reclutar a soldados para su causa. La incultura también juega a su favor, y actúan en consecuencia: en los últimos cinco años han destruido 1.200 escuelas, han asesinado a más de 600 profesores y han obligado a huir a más de 19.000.

Boko Haram, que nació en la ciudad nigeriana de Maiduguri en 2002 como una suerte de movimiento radical de protesta contra la ineficacia y la corrupción del Gobierno, también ha aprovechado la brutalidad del ejército de Nigeria contra los civiles, para obtener ciertas simpatías en algunos sectores de la población. Y ha sabido adaptarse a los tiempos. Tras la ejecución del fundador Mohammed Yusuf a manos de las fuerzas de seguridad mientras estaba bajo custodia policial, en 2009 tomó el mando Abubakar Shekau y se despertó la bestia. Boko Haram inició una escalada de asesinatos y secuestros que le llevó a encabezar las listas de los grupos terroristas más sangrientos del mundo.

Ahora, una cuerda de punta a punta de la calle en la entrada del mercado de Baga Sola avisa de que la banda yihadista ha vuelto a cambiar de táctica. Allí, Abakar Salha y Souleymane Ousmaneissa, armados con sendos turbantes y un viejo detector de metales, se encargan de cachear a cualquier persona o animal que quiera entrar en el mercado. Son voluntarios, vigilantes, que tratan de evitar ataques bomba como el que, en octubre de 2015, mató a cuarenta personas en ese mismo lugar. El riesgo es alto. Además de asesinatos y secuestros masivos, la táctica militar de la banda yihadista ha derivado hacia una guerra de guerrillas, con una ola de atentados suicidas en los que envían a mujeres y niñas con cinturones bomba a hacerse explotar en mezquitas y mercados. En tres años, se han producido más de un centenar de ataques similares en los alrededores del lago Chad, según datos de Unicef y la organización de seguimiento de la banda The Long War Journal. Solo en el primer trimestre de 2017, al menos 27 niñas, a menudo drogadas con narcóticos, fueron enviadas a volarse por los aires.

Esas cifras no asustan a Salha. Él pasa confiado el detector de metales de mano por la carga de un camello y parece decidido a seguir siendo la primera línea de defensa de los suyos, aunque sea frágil y fina como una cuerda. Pese al riesgo. «Solo queremos paz. Si hay paz, se puede conseguir todo. Boko Haram siempre atacan con fuego, no tienen miedo de nada. Así que nosotros tampoco podemos tenerlo».