KOLDO LANDALUZE
CINE

«En la vía láctea»

Transcurridos nueve años desde su último largometraje de ficción, Emir Kusturica ha regresado con un proyecto-puente en el que ha pretendido fusionar sus dos vertientes más reconocibles. Durante este periplo, topamos fugazmente con él en su documental “Maradona” y el episodio incluido en el filme colectivo “Words with Gods”, pero desde “Prométeme”, rodada en 2007, el cineasta serbio no había experimentado en los territorios de ficción.

Lo que podía haber sido tomado como un tiempo para la reflexión creativa, estos nueve años silentes lo único que han servido es para devolvernos a un Kusturica que ha apostado por el equilibrismo a través de un difícil reto, un paseo por la cuerda floja en la que topamos con su bullicioso e insurgente estilo, sus ramalazos fantásticos y ese tono íntimo que nunca ha terminado de pulir.

Todo esto se puede encontrar en “En la vía láctea”. Lo que podría ser tomado como una nueva fiesta de sonidos y personajes tan discordantes como entrañables, choca en su engranaje argumental con unas graves carencias que terminan por lastrar todo el conjunto. Perfectamente diferenciados en su vasto metraje, estos elementos funcionan de manera descompasada y da la sensación de que Kusturica mueve su batuta ante una orquesta que se sabe al dictado el repertorio pero que desafina cada vez que pretende unificar toda la partitura.

La película arranca en un tono festivo en el que el realizador balcánico reactiva ese imaginario capaz de subvertir el horror de la guerra mediante pinceladas surrealistas. En este paisaje de aparente desconcierto, el personaje encarnado por el propio Kusturica nos guía a través de un poblado de la Serbia rural acompañado por un halcón, un burro y una tropa excéntrica. Las bombas nos advierten de que estamos en plena Guerra de los Balcanes, pero al igual que una reencarnación de Jacques Tati, el protagonista no parece inmutarse y hace frente a esta lluvia de destrucción mediante un paraguas.

La rutina de este hombre –dictada por un enloquecido reloj de manillas afiladas– se verá alterada por la irrupción de una mujer (Monica Bellucci) acosada por los fantasmas de su pasado. Llegados a este punto, “En la vía láctea” altera su compás y lo que una vez fue una saludable discordancia sonora, se transforma en un viaje íntimo a ninguna parte. La fantasía onírica hace acto de presencia de manera muy aparatosa y la mística llega acompañada por unos ramalazos dramáticos que apagan por completo el encanto original de una historia en la que se intuían los maullidos trastornados de un gato negro y un gato blanco que, alrededor de una hoguera salvaje, bailaban al compás de un Kalashnikov.

Atrás queda el tiempo gobernado por gitanos y asoma en esta ruta la odisea de un cineasta que ha querido retornar al carrusel de festivales internacionales con una obra que se ampara en una solemnidad dramática que nunca terminamos de creer.

El estilo fílmico de Kusturica siempre ha sido asociado al simbolismo, un elemento que en su última película vuelve a asomar. Y lo hace a través de un encadenado de situaciones tendentes a revelarnos una realidad balcánica mediante secuencias en las que la pareja protagonista comparte una huida que a ratos se torna aérea, difusa e interminable –en el peor sentido de la palabra–. Una huida que deriva hacia un campo que una vez fue minado y que en la actualidad acoge un puzzle de piedras que, solo tal vez, nos recuerda el dolor y el sinsentido de la guerra.

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