Diego Cobo

El nuevo rostro de Nueva Orleans

Doce años después del huracán Katrina, 200.000 de los habitantes de Nueva Orleans siguen sin regresar a la ciudad estadounidense, que está sufriendo una transformación sin precedentes.

Natasha escuchó un rugido, como una explosión minera, y vio una masa ondulante de agua acercarse a su casa. Agrupó a su familia y se encaramaron en el tejado, la mitad de una vivienda que compartían con otra familia. Allí estuvieron seis horas, hasta que los equipos de salvamento les subieron a una barca y los sacaron del Lower Ninth Ward, el barrio de Nueva Orleans en el que vivían. Era el 29 de agosto del 2005 y Natasha Mullers, 30 años y una risa a borbotones, es una de las supervivientes del huracán Katrina, que se llevó la vida de 1.800 personas y dejó la ciudad arrasada. Los vientos y las fuertes marejadas rompieron el cinturón de diques de una ciudad que se encuentra por debajo del nivel del mar. El 80% quedó anegada durante semanas, pero once años después Nueva Orleans sigue inmersa en otras aguas: las de una transformación sin precedentes.

Natasha regresó a su casa, a cuatro calles del Canal Industrial –cuyos muros, hoy reconstruidos, reventaron–, semanas después de su exilio en Alabama. Un barco de carga atravesaba su casa, deshecha. Se volvió a Alabama. «Ahora tengo una vida, con una familia y una nueva casa», respira aliviada.

El Lower Ninth Ward (distrito 9 inferior) podría pasar por un barrio burgués encajado entre el Mississipi, un canal y un pantano, con construcciones vanguardistas y jardines aseados. Pero la tragedia se asoma en cimientos, piedras, casas abandonadas, carreteras devoradas por la hierba y las caras de dolor: la de propietarios que cuidan los terrenos donde hace una docena de años se levantaba su casa. La ciudad de Nueva Orleans ha empezado a expropiar los jardines que están enmarañados de vegetación para subastarlos, porque a estas alturas ya nadie los reclamará.

Este distrito a ras del agua y compuesto en un 98% por población negra fue el barrio más castigado por la catástrofe: familias obreras de bajos ingresos y desempleados de espíritu comunitario que contaban con la ventaja de tener el mayor índice de viviendas en propiedad de toda la ciudad. Pero el huracán cambió esa suerte: al no tener deudas con el banco, tampoco tenían un seguro de hogar, obligatorio si se está pagando una hipoteca. Muchas familias perdieron todo. «La gente no decía que perdieron una casa, sino: ‘Perdimos tres casas’», explica el activista Stephen Bradberry, quien señala el origen de la propiedad en la época en que los obreros levantaron los diques de la ciudad y construyeron, con el dinero ahorrado, aquellas casas que la tormenta arrancó junto a árboles, coches y sueños. Actualmente, apenas han regresado una tercera parte de los habitantes del barrio. «Y cada vez lo harán menos», augura el activista, que recuerda que del millón de personas que fueron evacuadas, aún hay 200.000 que siguen desperdigadas en lugares como Salt Lake City, Atlanta o Milwaukee.

Billetes solo de ida. Bradberry, un amable y apasionado afroamericano de 50 años, recibió el premio de los derechos humanos Robert F. Kennedy tras su labor en el huracán. Impulsó la construcción de vecindarios, apoyó la creación de empleos para los afectados y ayudó a los evacuados a regresar a casa. El reconocimiento –que ha recaído en personajes como Aminatou Haidar o Winnie Mandela– destacó su contribución en dar voz a los marginados. Nueva Orleans, con un 60% de población negra –un 7% menos que en el año 2005–, sigue siendo una de las urbes más pobres de Estados Unidos. «Cuando la gente piensa que éste es un sitio donde está a gusto, no sabe que a dos manzanas de ellos hay barrios de bajos ingresos. Como resultado, la gente se va a barrios periféricos: el centro se está convirtiendo en un lugar difícil para gente sin ingresos o para familias que vivían tradicionalmente aquí», relata Bradberry en su despacho.

Una de las más importantes consecuencias para la población local ha sido ese desplazamiento propiciado por el aumento de los costes de vida. «Nueva Orleans es un lugar atractivo, pero los precios son altos. Si alguien que se fue tras el huracán regresara hoy, se quedaría sorprendido de lo que cuesta alquilar o comprar una casa ahora mismo. Este es un problema enorme», añade el activista. Y no es exagerado: los alquileres en lugares céntricos se han multiplicado hasta por tres.

La tormenta destrozó 200.o00 casas, pero la huida masiva de los habitantes de toda la ciudad ha dejado 40.000 de ellas abandonadas, no necesariamente en zonas inundadas: en el éxodo masivo, muchos billetes fueron solo de ida. «El mercado inmobiliario es muy caro y desde el Katrina ha aumentado. Únicamente en vecindarios como éste, históricamente negro, la gente como nosotros –profesionales, clase media– puede hacer el esfuerzo de comprar una casa. Debido a la gentrificación no hay suficiente mercado de alquiler: los precios no son asequibles para las personas con bajos ingresos», sostiene Megan Michelle, arquitecta especializada en el mercado de casas abandonadas.

Seventh Ward es el vivo ejemplo de este proceso de gentrificación. Aquí vive Megane junto a su familia, en una casa que compró destartalada en 2013; un barrio habitado históricamente por población negra de bajos ingresos a pocos pasos del Barrio Francés y bajo la mirada de promotores inmobiliarios. «La ciudad es famosa por tener una mezcla entre rentas: trabajadores de cuello azul y de cuello blanco en el mismo barrio», subraya convencida para concluir que algo está cambiando: «No había fronteras muy rígidas entre los barrios de blancos y de negros, pero ahora se están separando más».

En la recuperación de los espacios más degradados, la ciudad también se ha servido, en su reformulación, del turismo. Y ha expandido sus dominios desde la legendaria Bourbon Street a Frenchman Street, en el otro extremo del Barrio Francés. La mítica y céntrica calle del jazz, los neones y el ruido, ya sobrexplotada, ha pasado a tener una sucursal a unas cuantas calles de aquí en sintonía con ese proceso de cambio tras la destrucción de una ciudad que recibe cerca de diez millones de turistas anuales.

El activista Bradberry cree que la catástrofe sirvió «para acelerar» los diferentes procesos que se habían despertado en una ciudad con unas estadísticas negras. Por ejemplo: antes del huracán, apenas se graduaban la mitad de los alumnos en el instituto y el sistema escolar –con contadas excepciones– estaba formado por escuelas públicas. Hoy, el 80% de ellas son privadas. «Las consecuencias de ese cambio están en la pérdida del control de las escuelas locales y en la anteposición del beneficio como la principal motivación de las escuelas», denuncia para señalar después a los más afectados: las personas de bajos recursos.

Un nuevo amanecer. Uno de los símbolos del huracán se llama «Casa Chatarra», una pequeña vivienda con el tejado desguazado y encaramado a un árbol pelado, situada en una céntrica plaza. Sally Heller, la artista que creó la escultura a base del acero de bidones de zumo que venían de Sudamérica, regresó semanas después del Katrina a una ciudad fantasmagórica. Se subió en el coche y fue al Lower Ninth Ward, el más afectado. «Allí vi un coche en el tejado de una casa», recuerda ahora en su estudio, donde prepara su próxima instalación. Sally, cuya obra se ha convertido en un emblema del recuerdo, vio cómo los vientos huracanados y las avalanchas de agua habían fabricado imágenes delirantes. «Los barcos estaban unos encima de otros, en muchas direcciones. Me di cuenta del poder de una tormenta. Yo estaba en shock», asegura. Era la primera vez que iba a un barrio que está a apenas siete kilómetros del centro de la ciudad.

Nueva Orleans es la tercera ciudad del país con mayor índice de criminalidad. La desigualdad, la pobreza y el abandono contrastan con la popularidad de un carácter que rebosa cultura. Pero la artista, que expone por todo el país, cree que después del Katrina existe una nueva oleada: «En un punto, Nueva Orleans era muy provinciana. En los 70 y 80 había un sentimiento de que todo estaba aquí, que no había que mirar afuera». Pero después de la tormenta, dice convencida, mucha gente está viniendo a la ciudad: «Es algo que necesitábamos».

No todo el mundo se beneficia por igual de estos nuevos aires en la desembocadura del Mississipi. La peregrinación a la ciudad, rebautizada popularmente como nueva Nueva Orleans, tiene otro perfil demográfico. Ahora hay 70.000 habitantes menos –un total de 384.000 habitantes– y el porcentaje de blancos ha aumentado, desde el 26 al 31% actual. Muchos de quienes han contribuido a ese aumento han sido jubilados que pueden permitirse una segunda residencia y jóvenes que están inyectando oxígeno a la ciudad.

La ciudad a la que llegaban aquellos músicos de papos hinchados para triunfar en los escenarios había dado paso a una etapa de olvido en las últimas décadas. Troy Sawyer es uno de los descendientes de aquellos músicos: su bisabuelo tocó con gente como Buddy Bolden, el padre del jazz, o Louis Armstrong. El huracán le pilló actuando en el Estado español. «Cuando volví, Nueva Orleans era como un cementerio, fue una etapa muy oscura. Ahora, puedes ver que la ciudad está progresando. Se puede sentir esa evolución porque han venido muchos músicos de todo el mundo», opina el líder de Troy Sawyer & The Elementz.

El resurgir cultural. Troy vive en una de las 72 coloridas casas de la Villa de los Músicos, construida en el año 2007. La tormenta arrasó un colegio en el Upper Ninth Ward, así que los terrenos sirvieron para levantar esta pequeña aldea donde conviven músicos y sus familias alrededor de un centro cultural con estudio de grabación; un sueño hecho realidad y materializado gracias a los créditos ventajosos a los que accedieron por su condición de artistas. Hoy, este vecindario de fachadas coloridas –los siete colores característicos de Nueva Orleans– es uno de los símbolos del nuevo resurgir cultural.

«Hay una nueva generación que está relevando a los viejos músicos con nuevas ideas y energía. Esta ciudad es la más popular en el mundo para estar ahora mismo y para hacer dinero, ya que hay más músicos que antes», asegura el artista antes de improvisar unas melodías con la trompeta en el salón de su casa.

Tras la devastación de la ciudad, que dejó un reguero de más de 100.000 millones de dólares en destrozos, llegó una reconstrucción que aún continúa. La restauración coincidió con el hundimiento económico del país, por lo que Nueva Orleans amortiguó esa caída con los trabajos de reparación. Y algunos otros: de hecho, mucho del empleo actual está dirigido a jóvenes profesionales que están alimentando el organismo de una de las ciudades más tecnológicas del país.

En la ciudad más grande de Luisiana todos coinciden en que el desastre abrió las puertas a un cambio sin precedentes; once años después, Nueva Orleans vuelve a mirarse a sí misma a la vez que va desinflando el trauma. «No creo que tengamos al desastre en la cabeza», sostiene una optimista Sally, cuyo árbol chatarra ha inmortalizado el drama, «porque todo el mundo tiene una historia sobre el Katrina. Nunca había pasado nada igual».