IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Mis vacaciones son un estrés

Ya va tocando. Después de todo un año de duro trabajo, estudio o cualquier otra actividad exigente, llega el momento oficial de tomarse un descanso. Julio da el pistoletazo de salida a las vacaciones en familia, en pareja o en solitario, en torno a las que se cierne uno de los peligros más absurdos de nuestro manejo del tiempo libre: que precisamente el momento para descansar se convierta en una fuente de estrés. En función del grado de tarea durante los meses de labor, nuestro cuerpo y nuestra mente llegan a este momento del año cansados de adaptarse al ritmo de otros, o al ritmo del reloj.

Y al igual que parece que tenemos más ganas de ir al baño cuando estamos llegando a casa, cuando se acercan estas fechas parece que adolecemos más una tensión sostenida sin mucho reparo a lo largo del resto del año. Entonces decidimos que es momento de romper, de cambiar de aires y buscar un lugar de descanso donde el «no hacer nada» se erige en el cénit de la recuperación.

Pero ¿y si llega el momento y no tenemos nada preparado? ¿Y si por no planificar nos quedamos sin plaza, o pagamos una barbaridad, o nos encontramos en un país extranjero sin nada que hacer? Entonces el «no hacer nada» de hace un par de líneas se convierte de repente en un pinchazo de inquietud.

Finalmente lo conseguimos, damos con la mejor oferta, sacamos los billetes a tiempo, y partimos. Y ya el mero hecho de salir por la puerta nos plantea una duda –«¿lo llevamos todo?»– o varias que empiezan por «y si...». Y es que es asombrosa la facilidad con la que nos asalta el temor de que algo no vaya a salir bien, de la misma manera que es asombrosa la creatividad con la que creamos esas escenas en nuestra mente.

Probablemente en lo real no tendríamos demasiado problema en resolver cualquier imprevisto que surja, sin embargo, la ya famosa fantasía despierta algunos de los fantasmas de los que tratábamos de escabullirnos cuando decidimos salir por la puerta. Desafiar la estructura que da la rutina, salir de nuestro lugar conocido, de los modos y maneras propios y familiares requiere un ajuste que hay que hacer estemos o no de vacaciones, tengamos tarea allá adónde vamos o simplemente nuestro plan sea abanicarnos. Rápidamente ese ajuste se vuelve muy difícil cuando queremos aplicar las maneras que llevamos usando todo el año a las circunstancias de ese nuevo sitio al que vamos. Evidentemente, buscamos la seguridad en lo conocido pero esto no tiene porqué servirnos en un lugar desconocido, como nuestro móvil de última generación no servirá de mucho en medio del desierto.

Así que quizá, si planeamos disfrutar, desconectar, conocer, descansar... esté bien dar un paso atrás y recurrir a dejarse vivir la experiencia, sea la que sea, sin esperar de ella que, a base de esfuerzo, se convierta en un calco de lo que ya conocemos; aderezado con algún toque de exotismo estival, pero acabando en el mismo nudo en la espalda cuando las cosas no salen según lo previsto. Probablemente si queremos que las vacaciones cumplan su función, deben darnos la oportunidad de funcionar en otra longitud de onda, como se dice popularmente. Relajarnos, confiar en nuestros recursos innatos para conectar con otros, pero también en la disposición de los otros al encuentro con nosotros, hace del aterrizaje en una nueva tierra algo más relajante, espontáneo y natural. En el fondo, nuestro temor a ser engañados, a parecer ignorantes, o a que nos sucedan otros males estadísticamente poco tiene que ver con la realidad de la curiosidad del otro por nosotros. Curiosidad por el encuentro, el intercambio y la espontaneidad, experiencias más universales de lo que a veces nuestro «folleto vacacional mental» nos permite disfrutar.