Iker Bizkarguenaga
PROYECTO «emeek emana»

Tributo a las mujeres que el fascismo no pudo doblegar

Testimonios de guerra, de cárcel, de tortura y muerte. Y de lucha. Sobre todo de lucha, de batalla por lograr que floreciera la vida aun en las peores condiciones. Esto es lo que ofrece “Emeek Emana”, un proyecto promovido por Intxorta 1937 Kultur Elkartea que pone voz y rostro a más de sesenta mujeres y que sirve de tributo a todas aquellas que hicieron frente a la ignominia sacando adelante no solo a sus familias sino a todo un país atenazado por el fascismo. Es la historia de miles de mujeres que nunca fueron vencidas, que fueron víctimas pero sobre todo protagonistas, y que cincelaron nuestro presente y nuestro futuro.

Aun cuando queda mucha tela que cortar en el ámbito de la memoria histórica, se está logrando que ese pozo sea cada vez menos profundo y menos oscuro gracias a la labor desarrollada por grupos memorialistas, erigidos casi en baluartes contra el olvido. Uno de ellos, Intxorta 1937 Kultur Elkartea, ha desarrollado junto al fotógrafo chileno Mauro Saravia el proyecto “Emeek Emana”, una compilación de relatos y de retratos sobre el papel desempeñado por la mujer en el contexto comprendido entre la Guerra del 36 y la dictadura franquista.

El proyecto, plasmado en una exposición que ya ha podido ser visitada en Donostia, Eibar e Irun y que en los próximos meses arribará a Zarautz, Oñati, Arrasate, Errenteria y Hernani, recoge la vivencia de más de sesenta mujeres que han conocido la guerra, el exilio, la tortura y la represión, y pretende reconocer la lucha de todas las que, igual que ellas, batallaron directamente contra el fascismo, sacaron adelante a sus familias en condiciones durísimas o pelearon para acabar con un régimen inhumano. Mujeres anónimas, mujeres luchadoras, mujeres a las que nunca pudieron vencer.

Así lo destaca Julia Monge, integrante de Intxorta 1937, quien recuerda que «se sigue olvidando que fueron ellas quienes mantuvieron la vida en circunstancias difíciles de imaginar». Y es que también en el espacio de la memoria histórica las mujeres han sido orilladas. Frente a ello, “Emeek Emana” quiere reivindicarlas no solo como víctimas sino como protagonistas.

No lo habían contado nunca. Algunas de las mujeres que han accedido a ser entrevistadas para este proyecto hablan por vez primera de todo lo que han vivido. Preguntamos si han notado alivio en sus interlocutoras. «Al principio, más que un alivio es una sorpresa», explica Julia. «Muchas no entienden muy bien por qué nos hemos interesado por ellas. Cuando avanzamos en sus relatos van cogiendo confianza y todas coinciden en que, efectivamente, el papel de las mujeres fue vital. Las que vivieron episodios de extrema crudeza siendo niñas hablan con mucha emoción de sus madres, las recuerdan como mujeres valientes. Al final, sí, se puede decir que se sienten aliviadas y también orgullosas, aunque hayan tenido que vencer el ‘pudor’ que les produce hablar en primera persona. En más de una entrevista hemos escuchado ‘esto no lo había contado nunca’».

En este grupo de mujeres también hay quienes llevan años trabajando por la verdad, la justicia y la reparación, como apunta Juan Ramón Garai, de la misma asociación. Así, hay quienes se han sumado a la querella argentina aportando sus testimonios o interponiendo denuncias, y algunas han comparecido ante Ariel Dulitzky, miembro del grupo de desapariciones forzosas de Naciones Unidas. Porque, como señalan desde Intxorta 1937, «a pesar de que en los últimos años se ha avanzado mucho y las instituciones se muestran más receptivas, hay un terreno hoy en día inexpugnable, que es el de la Justicia». «La Ley de Amnistia del 77 es una pared con la que topamos continuamente. Bajo su manto se encierra la impunidad del franquismo y hay sectores, con el actual Gobierno a la cabeza, que no están dispuestos a que se abra ninguna posibilidad de revisarla», apostilla Monge.

Tanto Juan Ramón como Julia, cuyas familias han sufrido en carne propia todo lo que en este proyecto se cuenta, destacan la pertinencia de ir más allá del espacio temporal de la guerra que siguió a la asonada del 18 de julio de 1936, de abordar también las cuatro décadas de régimen franquista. «Las condiciones a las que se quiso someter a las mujeres una vez impuesta la dictadura fueron devastadoras», evoca Monge, insistiendo sin embargo en que ellas no sucumbieron, como muestra el hecho de que «fueron protagonistas en muchos ámbitos y lucharon por sus derechos en un contexto donde todo era desfavorable. Hoy en día esta lucha sigue y la desigualdad es patente. Nos parecía importante nombrarlas, puesto que tenemos que tener presente a quienes nos precedieron», añade.

A tal fin, además de en los municipios antes citados, la exposición podrá verse el próximo año en Bergara, Zumaia, Gasteiz, Lodosa y Azkoien, y siguen atando fechas. Si desde alguna localidad quieren ponerse en contacto con la asociación, pueden hacerlo a través del correo intxorta1937@gmail.com. El formato de la exposición, con fotografías y videos cortos, tiene en mente ser atractivo para la gente joven, y además también ofrecen visitas guiadas a estudiantes. Pues de ellos es el futuro que estas mujeres nos han legado.

 

Hermana de la «Florecica de Larraga»

Josefina Lamberto Yoldi (Larraga, 1929) es hermana de Maravillas Lamberto, cuya muerte, a los 14 años y tras haber sido violada, ha quedado como uno de los más crueles ejemplos de las barbaridades cometidas por los fascistas en nuestro país. Es difícil no emocionarse cuando la voz del cantautor Fermín Balentzia recuerda a la “Florecica de Larraga”. A Josefina también le mataron a su padre, Vicente, ese infausto día: el 15 de agosto de 1936.  
«A mi padre lo metieron en la cárcel que está abajo, a mi hermana se la llevaron a secretaría, y allí hicieron lo que les dio la gana (…). Cuando la montaron en el coche la vieron con todas las ropas rotas, entonces uno se puede figurar lo que pasó ahí ¿no? y se la llevaron a Ibiriku de Yerri. A mi padre lo arrastraron a una acequia. A mi hermana la encontraron porque echaron los animales a pastar. [Su cuerpo] estaba descompuesto, estaba medio desnudo, le habían comido los perros los glúteos de las piernas (…)». El testimonio de Josefina es elocuente y refleja la inhumanidad de quienes actuaron contra su familia.
Añade que «cuando mi madre salió de la cárcel se tuvo que poner a servir en casa de un militar (…). Nos dijeron que un hijo de esa familia fue el que violó y mató a mi hermana, nos enteramos después». Más tarde Josefina marchó a Iruñea con su hermana Pilar y su madre, quien pidió limosna hasta que encontró un trabajo cosiendo sacos. «Se levantaba a las cuatro de la mañana para coser un poquito más para pagar la habitación y comer. Nosotras íbamos al Auxilio Social, estábamos comidas y cenadas, pero mi madre no.  Luego me pusieron a servir a los 12 años pero para los 12 años ya había pasado yo mucho». «No les perdonaré en la vida a esta gente», advierte.

 

«Pasearon a las mujeres con cencerros»

A María Jesús Baztan Echarri (Miranda de Arga, 1927) el golpe militar le destruyó la familia en todos los sentidos. Su padre fue fusilado en Pitillas el 19 de junio de 1937, once meses después del golpe y después de quitarle «hasta las gallinas» y machacarlo a multas «por ser rojo». Por si fuera poco, su madre, viuda con seis hijas e hijos a su cargo, estuvo presa en Tafalla junto a su hermana y una prima. «‘A esos que os llaman rojos les decís que ni hemos matado, ni hemos robado, ni hemos hecho mal a nadie’. Eso decía mi madre que les contestaran a los niños. Bueno, pues, total, que denunciaron a mi madre y vinieron y se las llevaron a las tres a la cárcel», recuerda María Jesús ocho décadas después de aquellos hechos.  
Cuando su madre salió de prisión tuvo que trabajar en el campo, igual que su abuela. «Ella [su madre] volvió de la cárcel y estuvo trabajando mucho; a limpiar plantas, al campo, a la remolacha, a escardar, hasta segar he visto yo a mi madre, con la hoz. Y mi abuela, tan mayor, a arrancar esparto, con el abuelo que estaba enfermo del estómago, luego a majarlo, luego lo hilaba... Ajustaba el dinero para ir a ver a la hija; estuvo tres años [presa] y cada quince días iba la abuela a verle, y para comprarle alguna cosica se mataban a trabajar los dos», recuerda.
María Jesús fue testigo del ensañamiento que los franquistas ejercieron contra las mujeres de su familia y otras muchas de su pueblo: «Les cortaban el pelo cada quince días, les dejaban la cabeza como bombillas. El 8 de setiembre eran fiestas y siempre traían vaquillas. Ese año no había nada y pasearon a las mujeres con cencerros. Las subieron a la plaza, las pelaron otra vez. A la que protestaba le cortaban las cejas, les dieron aceite de ricino…».

 

Varios ultras mataron a su madre en 1976

Margari Fernández Menchaca (Santurtzi, 1959) había cumplido 17 años cuatro días antes de que su vida y la de su familia diera un trágico vuelco. Era el 9 de julio, Día de la Sardina en Santurtzi, donde miles de personas participaban en una jornada festiva. Una manifestación por la amnistía fue duramente reprimida por la Guardia Civil y, en ese contexto, un grupo de personas vestidas de arrantzale, conocidos ultraderechistas, sacaron sus pistolas y dispararon contra la multitud, acabando con la vida de Normi, su madre. Cuando la familia acudió al hospital, les comunicaron que la Guardia Civil se había llevado el cuerpo. «Cuando subimos a Cabieces ya estaba enterrada», detalla Margari en la entrevista con Intxorta 1937.
Aunque en 2002 se les reconoció como “víctimas del terrorismo”, nunca se han investigado los hechos, pero cuando se le pregunta si se conoce quiénes fueron los autores responde: «Sí se ha sabido, ¿no se va a saber? Lo que pasa es que no se han preocupado. Uno de los que sacó la pistola (…) era el Txape, que en Santurtzi todo dios lo sabemos... Y así se quedó y se marchó para Madrid y se han quedado libres de todo mal y de todo pecado. Todo el mundo sabíamos que eran de Santurce y los conocíamos». Margari señala contundente que «a mí ahora lo que me vendría de cine es que de repente me dijeran ‘vamos a hacer el juicio’, eso es lo que yo quiero. Sí, la sentencia (se refiere a su reconocimiento institucional como víctima) me viene muy bien, por fin han reconocido algo que estaba claro que era así, pero si esta persona sigue viva, vamos a hacerle el juicio. Y no porque luego diga el juez que hay que indemnizarme, no, no... porque tú has hecho algo por lo que tienes que ser juzgado. En cambio se han lavado las manos todos: Gobiernos... todos».


Romper un silencio de ochenta años

A su madre, Asunción, la mataron cuando ella tenía 4 años de edad, por eso María Dolores Fernández Vergara (Lodosa, 1932) no tiene recuerdos de la persona que la trajo al mundo, aunque sabe que era de izquierdas. Fue una de las tres mujeres que mataron en Lodosa, donde otros 130 vecinos fueron pasados por las armas. Criada por su abuela, aprendió a ir con la cabeza alta y a no avergonzarse de nada, pero hasta ahora ha mantenido silencio. Lo rompe para este proyecto, ochenta años después de todo aquello.
«Fueron a buscarla a casa de su madre. Como mi padre estaba en el Tercio ella estaba en casa de mi abuela y fue mi abuela a acompañarla al cuartel. Mi madre, dicen que les dijo: ‘Esta es mi madre’. ‘Pues entonces que se vaya, que vamos a leer un librico y no tiene que estar’. Ya no la hemos visto más». María Dolores relata de esta forma el modo en que se quedó sin madre. Después perdería también al padre, que resultó herido en el frente y falleció en Zaragoza. «Éramos dos y dos quedamos: mi hermano y yo. Mi hermano se llamaba Fermín y yo Dolores, como mis abuelos», explica, para añadir que su abuela, «lo mejor que había en el mundo», la mandaba todos los domingos a misa, pero siempre con un mandato: «‘Vete por la jarrerilla bien tiesa ¡eh!, que no te tienes que agachar por nadie’, eso sí que me lo decía», destaca. «La hija, el yerno, la nuera, el nieto, a la nieta le cortaron el pelo… Mi abuela no tenía ganas de nada, pero jamás, jamás, nos ha hablado mal de nadie, ni nos ha hecho odiar a nadie», recuerda Lola a aquella mujer que cuidó de ella y que fue toda la vida con mantón y pañuelo negro.
En 1979 pudo recuperar los restos de su madre, que fueron llevados al panteón levantado en recuerdo a las víctimas del franquismo en Lodosa.


Los refugiados le recuerdan su infancia

Cuando Angelita Rodríguez Fernández (Irun, 1925) ve todos los días imágenes de refugiados y refugiadas que dejan atrás su hogar, muchas veces arrasado por las bombas, en busca de un futuro, se acuerda de su infancia. «Así anduve yo», señala.
Angelita tenía 11 años cuando la aviación italiana bombardeó su pueblo para propiciar su toma por los fascistas. «En Irun teníamos que escaparnos por las bombas. El bar de abajo era nuestro refugio. Allí bajábamos todos los vecinos, al bar, y allí estábamos acurrucados. Antes de esos bombardeos fuertes íbamos a los maizales a escondernos», relata. Luego llegó la hora de marchar, de convertirse en refugiada: «Desde el puente internacional veíamos cómo ardía; la calle Cipriano Larrañaga, también estaba toda caída, fue un desastre. Mi madre, mi tía y nosotros, todos, cruzamos Irun hasta la frontera (…), de ahí nos cogieron y nos llevaron al tren, a la estación y de allí nos distribuyeron en pueblos y en casas que se conoce tenían ya acogidas para los refugiados, y allí estuvimos refugiadas».
Su familia estuvo una temporada viviendo en Catalunya, primero llegaron a Barcelona de la mano de la Cruz Roja, y acabaron en Prat de Llobregat, donde trabajó en el campo. Hasta que llegó la hora de volver. «Vinimos con mi madre a Irun, pero nos traían en un vagón de ganado, de caballos, todo lleno de paja. Así vinimos, sentados en el vagón de ganado. Llegamos a Irun y en la estación nos estaban esperando los polis, otra vez, no se terminaba la guerra para nosotros. Había uno que nos trató muy mal, un policía», explica.
Angelita empezó a trabajar con 14 años en una peluquería con su hermana, y su madre estuvo lavando ropa de soldados. «Había que sacar un sueldo», evoca.


«Las víctimas fueron las madres»

La familia de Juana Uranga Mandaluniz (Arrasate, 1925) tuvo que huir de su hogar ante la inminente llegada de las tropas franquistas. Pasaron por Bilbo, Santander, el Estado francés y, finalmente, Catalunya, primero a Barcelona y luego a Premià de Mar, donde se quedaría hasta el final de la guerra. No todos: su padre fue fusilado. «Mi padre solo era un político, socialista, de la UGT y concejal en el Ayuntamiento de Arrasate. También era trabajador de la Unión Cerrajera, oficial ajustador», explica Juana, quien recuerda cómo un conocido le explicó a su madre el modo en que había muerto su compañero: «‘Su marido, Jesús Uranga, murió sabiendo que todos ustedes se encuentran bien en Premià de Mar, lo mismo la madre como usted con sus hijos, aquello es lo que llevó al paredón. Por más gestión que yo pude hacer, porque conocí a Jesús en el 34 y sabía quién era, no he podido atrasar esta ejecución, no he podido atrasarla, porque esto es un falso consejo de guerra’». «Así lo mataron», señala hoy su hija, quien en los últimos años ha participado en varias iniciativas por la verdad, la justicia y la reparación.
Al regresar hallaron una casa desolada y grandes dificultades para hallar un puesto de trabajo por su condición de rojas. Juana abandonó su aspiración de convertirse en mecanógrafa y empezó a trabajar de peluquera junto a su hermana Lucía y, aunque se ha rebelado siempre con firmeza contra la barbaridad que cometieron con su padre, destaca sobre todo las penalidades que sufrieron las mujeres: «Para mí, las víctimas fueron las madres, las víctimas del terrorismo de Estado. Así fue, ellas pasaron el peor trago: primero mataron a los maridos y luego tuvieron que tirar adelante con los hijos, a veces agachando la cabeza».


Hijas de Fortunato Agirre, alcalde de Lizarra

Mirentxu y Mikele Agirre Aristizabal (Iruñea, 1936) nacieron a los 34 días de que su padre Fortunato, alcalde de Lizarra por el PNV, muriera por las balas fascistas. Su madre, Elvira, salió adelante con cinco hijos e hijas y esa misma fortaleza han exhibido estas dos gemelas para luchar por la memoria; la de su familia y la del resto de represaliados y represaliadas del franquismo.
«Al no conocerlo también lo hemos idealizado un poco y claro, estupendo, guapo, no nos ha reñido nunca, no nos ha puesto pegas… lo que pasa un padre con los hijos. Entonces te puedes imaginar, todo bueno», declaran sobre la figura del progenitor que no conocieron. «Tuvimos la figura del aitona, Gonzalo Aristizabal, que fue padre prácticamente para nosotras pero siempre añoras el padre. Yo incluso de chica he llegado a soñar que estaba en Francia y que luego venía». Un abuelo que intentó llenar aquel vacío imposible de cubrir y que, señalan, «hasta la guerra pensaba que todo el mundo era bueno». Pero no era así.
La familia de Fortunato pudo recuperar el cuerpo en 1959. Las gemelas Agirre Aristizabal llevan tiempo trabajando en el ámbito de la memoria histórica, y Mirentxu ha sido presidenta de la Asociación de Familiares de Fusilados y Fusiladas de Nafarroa. Una labor que «era casi como una terapia, porque la gente contaba lo suyo. Hay gente de los pueblos que ni los padres les contaban la verdad, tenían como miedo», explica, y añade que «en nuestra casa no hubo ese problema, según íbamos entendiendo nos iban contando las cosas, pero siempre hemos tenido claro que al aita lo habían matado. Lo enterraron en Tajonar, en un campo de labranza, fuera del cementerio. De pequeñas, íbamos con la ama, con mis hermanos, a traer flores».

 

La herida permanente del 3 de Marzo

María Teresa Pontón Fernández (Gasteiz, 1935) formó parte de la Asamblea de Mujeres creada en el contexto de las huelgas y movilizaciones secundadas por varias empresas de Gasteiz a mediados de los 70. Aquel fue un gran movimiento de la clase obrera que los mandatarios españoles quisieron aplacar por la fuerza. La intervención de la Policía contra la masiva asamblea que se celebraba en la iglesia de San Francisco de Zaramaga el 3 de marzo de 1976 es un trágico hito de los albores del posfranquismo. Aquella intervención dejó cinco muertos y una herida que permanece abierta.
«El 3 de marzo fue la hecatombe –rememora–. Ese día fue horrible; no había un alma por la calle. Luego aquí en la Iglesia de San Francisco, que fue donde ocurrió todo... Me fatigo, porque me acuerdo de aquello y me emociono. Vino la gente porque era una asamblea conjunta, de hombres, mujeres de todos, y ‘ellos’ estaban también. Cuando digo ‘ellos’ digo los policías, estaban también ahí (…). Llegó un momento que les dieron la orden ‘entrad con lo que sea y matad si tenéis que matar’ y ellos cumplieron la orden, entraron disparando, fue horroroso», expone.
También recuerda que «luego vinieron algunos de los jefazos, Martín Villa y otros, a ver a los heridos, y [estos] les dijeron que se fueran, que a ver si venían a rematarlos, a acabar con ellos. Fíjate los años que hace y, cuando revivo aquellos momentos, me siento mal». Rodolfo Martín Villa era ministro de Relaciones Sindicales y responsable de la represión de aquellos días, como apuntó hace dos años la jueza Argentina María Servini, al pedir su extradición. Lejos de extraditarlo, acaba de ser condecorado por el Congreso como uno de los diputados constituyentes de las Cortes en 1977.

 

Las consecuencias de la «carta blanca» en Elgeta

Felisa Iturricastillo Askasibar (Elgeta, 1924) tenía 11 años de edad cuando fue testigo del bombardeo y de la destrucción de su pueblo, también de las atrocidades cometidas cuando las tropas fascistas lograron entrar y Mola dio permiso a los suyos para hacer lo que quisieran. Durante siete meses aguantaron, pero cuando al fin los atacantes rompieron las defensas, Elgeta fue escenario de todo tipo de salvajadas. «Les dieron ‘carta blanca’ para que hicieran lo que les diera la gana. Entonces vinieron para hacer a las mujeres cualquier cosa, de todo, de todo, de todo. Yo era muy joven entonces, pero Anttoni tendría 18 años, si viviera tendría ahora 94, 95 o 96 –se refiere a una de las víctimas, violada; realmente tenía 14 años–. Y como ella, muchas otras».
También recuerda cómo al concluir la contienda el hambre se instaló en su hogar. «Cuando aita y los que como él estuvieron en el frente regresaron no teníamos nada para comer, se habían llevado todo el ganado para dárselo a los de su bando. Vivíamos en la pobreza».
Felisa no olvida tampoco el inmenso dolor de su abuela cuando mataron a su tío, José Iturricastillo, que era párroco de Marín: «‘No quiero ver el entierro de mi hijo’, dijo nuestra amama. Imaginad qué pena tuvo que sentir». Añade que «después de aquello en nuestra casa se gastó la religión (…). Mi padre, que tenía 39 años cuando mataron al tío, decía que ‘no voy a dar más ni un céntimo a los curas, txikitarik bez». Apostilla que nadie ha esclarecido aquellos fusilamientos y concluye que «yo no quiero más guerras». Hoy, siendo ella abuela, las secuelas que dejó todo aquello le impiden contar lo ocurrido a sus nietas y nietos. No quiere hacerles partícipes de su sufrimiento.

 

Con 17 años fue condenada y encarcelada en Ondarreta

Pilar Garciandia Ancín (Tolosa, 1919) empezó a trabajar muy joven, con 15 años, y con esa misma edad se afilió a las Juventudes Socialistas. Frente al avance fascista huyó a Donostia, Bilbo y Santander, donde fue detenida en la calle por un vecino suyo que «se había vuelto requeté». Con 17 años fue condenada a doce años y un día, y pasó por las cárceles de Tolosa y Ondarreta. Su novio, Andrés Ponga, estuvo en la misma prisión antes de ser fusilado. Así cuenta algunos pasajes de aquello: «Tuve la suerte de que solo me dieron un tortazo, estuve unos días hasta que me trajeron a Ondarreta (…). 17 años, hija única, que no había salido de las faldas de mi madre y de mi padre, sentarte allí, con un jurado así… todos militares, horrible, horrible, horrible…». Tampoco olvida cómo su compañero intuyó que le iba a llegar el final: «Hubo una temporada que estaban fusilando paulatinamente. Me dijo: ‘Esto se está reduciendo,  así que cualquier día nos tocará a los demás’». Y así ocurrió. Tras pasar por el asilo San José, ella salió libre en 1940.
Para su madre Pilar solo tiene halagos: «Era una navarra de mil pares de puñetas. Mi madre fue una heroína, se dedicó a estraperlar, era lo único que podía hacer, nos habían quitado todo. Traía alubias a San Sebastián, llevaba otras cosas a Tolosa…, ¿Qué iba a hacer la mujer? Sacó adelante la casa, sacó adelante todo, cuando yo salí [de prisión] tenía una pensión puesta. Ella salió adelante con todo, era fina como el coral»

 

Sobrevivir y vencer a la tortura

A Franco le quedaban dos meses de vida cuando la Policía detuvo a Agurtzane Juanena Alustiza (Legazpi, 1956), a los 18 años de edad. Fue conducida al Gobierno Civil de Donostia, donde sufrió humillaciones, amenazas y malos tratos durante doce horas. Hasta que se arrojó por la ventana de un segundo piso. Las consecuencias físicas fueron muy graves, las sicológicas duraron más tiempo. En 2003 publicó el libro “Esan gabe neukana”. Escribir y los encuentros con otras víctimas de la tortura le ayudaron a salir adelante. Entrevistada para este proyecto, pone el dedo en una enorme llaga: «Me gustaría que esto lo entendiera mucha gente: qué duro ha sido para las personas que hemos pasado esa experiencia en el franquismo ver cómo en los siguientes 25 años, más, son 40, (…) nada cambió. Nada cambió en cuanto a que no hubo ningún tipo de reconocimiento de lo ocurrido, ningún tipo de medidas con los responsables de las torturas y malos tratos (…), todo siguió en su lugar, los cuartelillos y las comisarías siguieron con la misma gente, y se siguió torturando exactamente igual. Y de vez en cuando aparecía algún muerto: Joxe Arregi, Mikel Zabalza, Gurutze Iantzi…».
Agurtzane explica, sobre su proceso de superación, que «para mí fueron muy importantes los encuentros, porque me ayudaron en mi proceso personal de superación de la condición de víctima. La  cuestión era pasar de sentirse culpable, de sentirse víctima, a ser superviviente y a ser al final viviente, dejarlo atrás». Señala que ha sido víctima de la tortura pero que ya no se siente como tal, aunque sí apostilla que «estaría bien que se nos tratara a quienes hemos sido víctimas de tortura con el reconocimiento que merece cualquier víctima».

Testigo y víctima de la represión en todas sus formas y de todos los colores

Julia Lanas Zamakola (Eibar, 1919) fue noticia hace dos años en contra de su voluntad por causa de una actuación de la Ertzaintza en Gernika. La Policía autonómica cargó con dureza para detener a la joven Jone Amezaga y se llevó por delante a esta nonagenaria que ha visto y sufrido de todo en su vida. Con la muñeca rota y heridas en la pierna, declaró en una entrevista a NAIZ que aquello «fue un acto de guerra. Yo nunca he visto algo así, y he pasado la guerra, la dictadura, con muertos en la familia, torturados...». Julia no hablaba en vano: su padre, detenido y torturado, falleció en la cárcel de Ondarreta; su hermano, obligado a trabajos forzados, murió con 28 años. Como consecuencia de la guerra perdió a otras dos hermanas, y, ya en los 60, su marido fue detenido por repartir propaganda del PNV. Puede decirse que ha sido víctima y testigo de la represión en todas sus formas y de todos los colores.
«A mí lo mío no me importa, estoy viva. Además no me sentía con miedo tampoco, lo que he sufrido me daba fuerza, pero ¡lo que ha pasado esta familia! Tanta gente joven que se ha ido y aita…, no hay derecho, un hombre que luchaba…». En la entrevista con los miembros de Intxorta 1937 Julia no puede dejar de acordarse de su padre, a quien «arrancaron las uñas, y maltrataron de tal forma que ya no podía ni andar» y murió «porque no podía comer, tenía toda la boca rota». O su madre, mujer de 1,80 que bajó a 39 kilos. Sí, Julia sabe de lo que habla.


Un fotógrafo sobre los pasos de sus antepasados

El proyecto “Emeek Emana”, que ha sido una de las exposiciones principales del último Festival de los Derechos Humanos de Donostia, tiene un fuerte componente artístico cuyo responsable es el fotógrafo chileno Mauro Saravia (Viña del Mar, 1982), residente en Bilbo. No es su primer trabajo relacionado con la memoria histórica, pues es autor también de “Azken Batailoia/El Último Batallón”, que recoge relatos de personas que estuvieron en la resistencia vasca al golpe fascista, y de “Retrato de lo que somos”, que conmemora el ochenta aniversario de la elección del lehendakari  Agirre, en colaboración con ETB. También forma parte del Euskal Prospekzio Taldea (Grupo de Prospección de Aranzadi).
¿Cómo llega un joven chileno a implicarse de esta forma en la memoria vasca? Pues en gran medida por razones familiares, pues proviene de una estirpe de exiliados vascos y catalanes. «Estos aitites nunca hablaban de la guerra, no comentaban nada relacionado con sus vivencias. ¿El motivo? Creo que fue querer partir de cero, olvidar lo malo y comenzar con cosas positivas. Yo sabía de dónde provenía, pero no muchas cosas más, alguna comida distinta a la del vecino y algunas palabras. Al ir creciendo, la curiosidad me hizo explorar e intentar descubrir mi historia familiar, pero como ellos ya habían fallecido, y al no tener posibilidad de preguntarles, decidí investigar a otros protagonistas para saber de primera fuente la historia de lo que pasó y sus consecuencias», explica Saravia.
Apunta que en el ámbito de la memoria histórica la fotografía puede jugar un rol fundamental, pues «preserva y mantiene muchas veces vivo el recuerdo, es evocadora», y no oculta su deseo de aprovechar la experiencia adquirida en Euskal Herria para llevar a cabo esa misma labor en Chile. El joven fotógrafo explica que cuando retrató a estas mujeres buscaba «un testimonio visual» de sus vivencias, natural y sin aditamentos, y de lo que le transmitieron ellas destaca «la resiliencia, la humildad y la fuerza de cómo se enfrentaron a las complicaciones de la vida». «Es tremendo –apunta– el anonimato que han tenido. Las historias son duras, he pensado mucho en ellas, muchos días no podía dormir... Me siento afortunado de haberlas conocido y poder ayudar a que su testimonio perdure para las nuevas generaciones».