IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

Arquitectos descalzos en Port Elizabeth

Si alguien preguntara a un arquitecto del siglo XVIII qué hacía falta para hacer una argamasa que sujetara firmemente un muro de piedra, éste soltaría una buena parrafada, conocedor de los detalles más nimios de la obra de cantería. Si hiciéramos este ejercicio hoy en día, es probable que muchos arquitectos que podrían considerarse grandes profesionales no supieran elaborar una masa tan sencilla. Que nadie se escandalice: la profesión se ha tecnificado y especializado enormemente, y en ocasiones al profesional le parece que más que leer manuales de construcción, lo está haciendo de química.

Sin embargo, el conocimiento de primera mano de cómo construir sigue siendo clave para poder realizar una arquitectura que sirva para algo. Johan Van Lengen llamó «arquitecto descalzo» a la persona que diseña y construye las edificaciones pequeñas en una comunidad, o a quien dirige a un grupo de personas que han decidido realizar juntas una obra más grande para beneficio del pueblo, según reza el primer párrafo de su “Manual para el arquitecto descalzo”. En su libro, el arquitecto holandés destinaba sus enseñanzas a autoconstructores mexicanos, con consejos y técnicas complejas pero enseñadas con sencillez.

La escuela infantil Silindokuhle es un ejemplo de un conocimiento constructivo, obtenido de primera mano y puesto en servicio de más de cien niños y niñas de la localidad sudafricana de Joe Slovo, en las cercanías de la ciudad de Port Elizabeth.

En este caso, los responsables del diseño y la construcción han sido tanto los franceses que han dirigido la parte técnica –cuatro jóvenes arquitectos de Nantes agrupados bajo el nombre de Collectif Saga– como la profesora y directora del centro Patricia Piyani, las autoridades locales e internacionales que han financiado la empresa, o los voluntarios de ONG y habitantes que levantaron la escuela con sus propias manos. Remarcamos lo de «responsables del diseño y la construcción», porque los arquitectos de Nantes hacen hincapié en que los talleres iniciales, destinados a conocer de primera mano las necesidades y programática del edificio, han sido esenciales para empezar con buen pie e involucrar a toda una comunidad en la construcción.

El edificio tiene tres salas grandes, donde los alumnos de entre uno y seis años se reparten. Al sur, la escuela se cierra, huyendo del bullicio de la carretera cercana, mientras que hacia el norte se abre un patio flanqueado por el comedor. Ese comedor, con unas gigantescas puertas correderas que se deslizan gracias a unas ruedas de bicicleta recuperadas, da paso durante el fin de semana a un sitio donde realizar bodas, reuniones sociales y otras actividades.

Hasta aquí, todo más o menos normal. Ahora bien, toda la obra se lleva a cabo por 70.000 euros, obteniendo un ratio de alrededor de 300 euros por el metro cuadrado. Aproximadamente siete veces más barato que en, pongamos, Donostia, y veinte veces más barato que en Graz. Vayamos desgranando un poco el cómo.

Recuperación y aprovechamiento. Para empezar, la estrategia de reutilización y reciclaje es primordial. Los tabiques están realizados con tubos de cartón desechados de industrias locales, que se cortan a medida y se protegen por chapa ondulada por ambos lados. Otra industria local les ha facilitado una cantidad enorme de cartón que, una vez machacado, se ha agregado, en lugar de arena, al cemento, creando así un papercrete (juego de palabras entre paper o papel y concrete u hormigón), usado para cerrar la pared sur.

Los pies principales de los pórticos de las aulas están realizados con troncos de eucalipto talado, secado y quemado superficialmente, pintado luego con dos manos de aceite de linaza. Cada tronco, lógicamente, tiene su propio perfil, alejándose totalmente de un resultado prefabricado.

Al norte, se ha construido un muro con piezas de marcos de ventanas recuperados. El tejado, verdadero reto de un edificio low cost, se ha realizado usando un ingenioso sistema de dos capas, teniendo la chapa ondulada tanto abajo, formando el techo de las aulas, como arriba, creando una onda que de rigidez al conjunto. Como no había dinero para un costoso andamio o grúas, se ha construido el tejado en fragmentos de 7 metros por 2,5 metros, para luego izarlo como buenamente se pudiera.

El resultado de la necesidad y la absoluta atención a los detalles deviene en una arquitectura que es tradicional en el fondo, pero no en la forma: tenemos un uso racional de los elementos de los que se dispone, soluciones que vienen de lo vernáculo, de lo probado siglo tras siglo. El mérito de los arquitectos de Collectif Saga radica en lograr una forma atractiva y un espacio funcional y adaptado al usuario con el menor coste e impacto material posible.

Y, por cierto, prueben con dos de cal, una de cemento y seis de arena fina.