Pablo L. Orosa
POPOL VUH

El refugio de los libros en un país sin lectores

Como a tantos jóvenes de aquella Guatemala que se desangraba, al joven indígena Eduardo Cot don Julio Gávez le cambió la vida y le enseñó que había un futuro en los libros. Hoy regenta un refugio de letras en la capital guatemalteca.

Dos veces le dijeron a Eduardo Cot, 40 años de un hombre que mira al cielo y sabe que la guerra no tiene olvido y que la paz es solo una colección de desamparos, que no iba a llegar a nada en la vida. El primero fue su padre, un campesino del lugar de gran altura, Chuinimachicaj, una aldea entre los cerros del altiplano guatemalteco, quien le invitó a estudiar para envidar al destino y su proposición de jornadas al sol polvoroso de las tierras aradas: «Fue el regalo más grande que me hizo». Más incluso que cuando salvó su vida y la de sus ocho hermanos huyendo entre las montañas durante doce meses con doce lunas de las matanzas del Ejército, empeñado en aniquilar la resistencia indígena en lo que los relatores de la paz han bautizado veinte años después como el «conflicto armado interno» (1960-1996).

La segunda ocasión en la que le dijeron a Eduardo Cot que aquella no era vida tenía la edad justa en la que el futuro no va más allá de esta madrugada y un trabajo limpiando y ordenando libros en El Búho. Don Julio Gálvez, el dueño de aquella librería y quizá el último amante sincero de la literatura, se lo advirtió: «Si no lees, no llegarás a nada». A continuación le regaló una edición de “Don Segundo Sombra” y le propuso un trato con el que heredó un idioma y una pasión para siempre: «Si lo terminas, te lo regalo». Lo cierto es que a Eduardo Cot, que por entonces apenas hablaba español, le costó entender aquella historia que hablaba de los gauchos y de la Argentina rural. Pero ya nunca más desistió en su amor por las palabras escritas, bien fueran las obras del Barco de Vapor o las tesis de Lenin.

Como a tantos jóvenes de aquella Guatemala que se desangraba en la retórica bélica de las diferencias, don Julio Gálvez le cambió la vida a Eduardo Cot. Le enseñó que había un futuro en los libros. Aunque sea un futuro de mañanas que aún son noches y con más cartas de amor del banco que de una mujer.

«¿A dónde te vas?», le preguntó don Julio, con los ojos entre lágrimas, el día que Eduardo le dijo que se marchaba, que iba a fundar su propia librería.

Apenas a unas calles de distancia de lo que hoy es El Búho y entonces todavía se llama El Peregrino, Eduardo Cot, el joven indígena que recién había aprendido a leer, levantó un nuevo refugio para los libros, al que bautizó como Popol Vuh en honor al libro sagrado en la cosmovisión maya. Ubicado en la 10 calle 13-65, en el corazón histórico de Ciudad de Guatemala, la Popol Vuh nació con dos cajas de libros que pronto se multiplicaron con títulos de segunda mano adquiridos en los mercados de Florida, El Guarda y San Martín. También colocó un letrero hecho con cartulina que rezaba “Compra y Venta de libros”. Poco a poco la gente comenzó a pararse frente al escaparate y a ofrecer obras que ni siquiera entendían. Muchas eran «herencias», apunta Eduardo. «Recuerdo el caso de una señora, de unos 80 años. Sus hijos habían vendido la casa y no tenían donde dejar los libros. Así que fui a la vivienda y saqué como siete cajas llenas. Cada vez que bajaba una escuchaba gritar a doña Miriam: ‘Esa no. Esa no’. Dos años después, la señora apareció por la librería. Al principio no la reconocí –continúa Eduardo–, pero cuando empezó a preguntar por ‘Papillon’ me recordé. Aquel era el libro que más ilusión le hacía de todos los que me había llevado de su casa. Por fortuna, lo pude encontrar y se lo regalé».

Hoy la Popol Vuh no está ya en la 10 calle, aunque continúa en el casco viejo de la capital, ni Eduardo cuenta con la ayuda de su hermano. Tras las verja con la que se protege de las extorsiones y los asaltos demasiado frecuentes en uno de los países más violentos del mundo, un mar de libros se desparrama dibujando un horizonte de adjetivos perdidos. Sobre el escritorio de Eduardo, justo debajo de un calendario que dispara a la rutina con la figura de una dama voluptuosa, se esconden las obras completas de Borges, en una edición de márgenes garabateados con anotaciones y referencias a los cuentos que el propio Eduardo Cot, quien escribe además críticas literarias y ensayos para la prensa local, ha comenzado a imaginar. En ellos hay influencias del boom latinoamericano, de García Márquez y de Cortázar, aunque sobre todo de Juan Rulfo: «Es mi escritor favorito. Leí sus cuentos por primera vez por placer, pero luego los volví a releer en tres ocasiones, una para entender los diálogos, otra para las descripciones y una vez más por los recursos literarios».

El lector refugiado. «¿Aquí compran enciclopedias y discos?», pregunta un hombre de mediana edad y gesto cansado. Esta no deber ser la primera librería de segunda mano que visita esta mañana.

«No, lo siento. Tengo la bodega llena», responde con amabilidad Eduardo Cot.

Desde hace un tiempo, quizá desde siempre, por la Popol Vuh son más los que buscan sacar algo de dinero deshaciéndose de libros que ni siquiera saben cómo han llegado a sus manos que los que se acercan preguntando por las palabras escritas. «Por los lectores en Guatemala no vivimos. Estamos agonizando. Si no fuera por los coleccionistas o quienes compran libros para adornar su casa, no podríamos seguir vendiendo. La gente no lee en Guatemala, apenas el 1,5%», asegura el librero que sueña con Juan Rulfo. Los datos del Consejo de Lectura de Guatemala corroboran esta peligrosa realidad: de cada cien habitantes del país, solo uno lee por placer, una estadística muy alejada de otros países latinoamericanos, como Argentina y Chile que, según el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC), tienen un promedio de lectores de más del 70 por ciento.

El analfabetismo, por encima del 14%, y la falta de una oferta cultural en lenguas originarias, las que habla el 41% de la población del país, dificulta un acceso mayoritario a los libros. Hoy en día, leer se ha convertido en un acto de insumisión. Una rebeldía contra el tiempo. Contra las pantallas táctiles, el fútbol moderno y las frases con emoticonos.

Mas no todos en el país siguen esta lógica dictada desde las élites oligárquicas. Son los lectores refugiados. Los que llevan años acudiendo a estas librerías en busca de palabras con las que entender el mundo. «Hay clientes que vienen siempre, de los que nos fiamos, e incluso les enviamos los libros a sus casas», explica Ligia de Galvéz, quien desde que falleciera su marido hace dos años se encarga del Búho. Sentada junto a su ejemplar de “El mundo de Sofía”, doña Ligia recuerda los tiempos en los que su marido regalaba libros a los pequeños del barrio con la fe inquebrantable de que la paz estaba mucho más cerca con las palabras que con las armas.

Tras una época convulsa, la que sobrevino después de la paz del 96 y la metástasis de las maras, «ahora, por fin, los jóvenes están empezando a venir de nuevo. Están retornando. Llegan preguntando por sagas como ‘El Señor de los Anillos’», continúa doña Ligia mientras la menor de sus hijas, Andrea, de 30 años que nadie le echaría, atiende a un hombre que viene a ofrecer su colección. Dentro de la librería, un espacio abigarrado, repleto de colecciones de autores extranjeros, discos de Armando Manzanero y ediciones pasadas de “Muy Interesante”, “National Geographic” y “Reader’s Digest”, hay dos chicos rebuscando entre los discos y un hombre, uno de esos lectores refugiados, examinando la última torre de títulos levantada en el centro de la estancia.

–«Preguntan mucho por ‘La calle donde tú vives’, de Héctor Gaitán».

–«También mucho por Paulo Coelho», interviene Andrea.

–«Y, por supuesto, por Miguel Ángel Asturias y García Márquez». Ambas, madre e hija, se acuerdan a la vez del joven que, más o menos una vez al mes, viene desde Santa Rosa, a 80 kilómetros de la capital, a por sus cómics. Sus preferidos son Tom y Jerry, el Llanero Solitario y el pato Donald.

Libreros, no vendedores de libros. En un país en el que a los indígenas se les llama José o María para borrarles hasta su propio nombre, Eduardo Cot ha encontrado una salida frente a la discriminación: los libros. «Aquí, a la capital, venimos a sufrir. A los chicos los mandan a las cargas y a las mujeres las explotan sexualmente. La inclusión la tenemos que lograr nosotros mismos abriendo una oportunidad para los chicos que llegan del interior». Los libros. Una y otra vez. Los libros. Porque cuando ya no queda nada, todavía quedan los libros.

«Lo que yo pretendo –continúa– es una revolución de las ideas, porque con las ideas no nos pueden matar». Así, al igual que don Julio Gálvez hizo con él a mediados de los 90, Eduardo Cot enseña el oficio de librero a los jóvenes que llegan desde el interior del país: «Lo que hizo don Julio conmigo lo hago yo con ellos. Quiero que sean libreros, no vendedores de libros. Tienen que leer para poder asesorar a los clientes». Así nacieron en los últimos años Génesis, Luz del saber, Xibalba o la Tulón. Pequeños refugios para que los libros de Guatemala encuentren a los lectores perdidos.