ANáLISIS

Ese porteño de mirada cambiante

Coronado el sol sobre el barrio Palermo de Buenos Aires, una joven comparte desayuno con su padre. Dicho el consabido «buenos días», entrecortado por un bostezo, ella se dirige a él: «Papá –lo dice con voz dormida y sin levantar la mirada del tazón humeante–, no me mirés así». Un tanto sorprendido y esbozando una sonrisa, el aludido le responde «¿Cómo te estoy mirando?», a lo que ella responde en tono de reproche: «¡Vos sabés cómo me estás mirando!». El hombre atrincherado en la duda o, tal vez, consciente del juego que se instaló en el desayuno, insiste «No, no sé cómo te estoy mirando». La adolescente replica: «Sabés perfectamente, vos sabés perfectamente cómo me estás mirando». El hombre enciende un cigarro y de entre la primera bocanada de humo asoma un lacónico: «Pero si yo no te dije absolutamente nada». Su hija, asumido lo difícil que resulta eludir la mirada de Medusa, alza la vista del tazón y sentencia: «No hace falta que me digas lo que opinás, yo ya sé lo que opinás cuando me mirás».

Esta secuencia porteña parte de una anécdota real que compartieron Clara Darín y el portador de la mirada azul e infalible, un Ricardo Darín que repite esta secuencia cada vez que alguien hace alguna referencia a la alquimia de sus ojos. Un cineasta que lo conoce a la perfección, Juan José Campanella, afirmó: «Como los grandes actores de cine, te permite ver adentro de sus ojos. No es una mirada que actúa, es una mirada que vive».

Lo curioso de esta mirada es que ha adquirido mayor influjo a medida que se instalaron en su fisonomía las ojeras que siempre tendemos a relacionar con las noches interminables y porteñas que –según afirmó Hugo Pratt– siempre están gobernadas por dos lunas. Ricardo Darín, el actor internacional que decidió no pisar Hollywood, figura como uno de los actores más prestigiosos del cine argentino actual. Protagonista de algunas de las películas más taquilleras de la historia de su país, su presencia en diferentes largometrajes suele ser sinónimo de éxito.

Nacido el 16 de enero de 1957, su infancia estuvo ligada al mundo de la interpretación y no solo debido a que sus padres, Ricardo y Roxana Darín, compartieran escenas sobre el escenario desde muy jóvenes. Los motivos de este veneno interpretativo habría que buscarlos muchos años atrás, en cuanto el bisabuelo de Darín descendió junto a su hijo del barco que los trajo de Italia. El abuelo de nuestro protagonista se convirtió en un empresario teatral que llegó a ser propietario de una sala propia, el Marconi, un teatro de más de mil quinientas butacas en la avenida Rivadavia, una de las más importantes de Buenos Aires. El Marconi se lo quedó un administrador que falsificó los títulos de propiedad a la muerte del dueño. Ricardo Darín creció entre las tramoyas del teatro del abuelo, el fútbol del campito cerca de casa, el culto al cine neorrealista italiano y a cuatro magos que acabaron por cincelar su sonrisa: Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Nino Manfredi y Marcello Mastroianni.

Sin haber estudiado nunca interpretación, Darín llega al cine gracias a “La Culpa”, dirigida por Kurt Land en el 69 y la película “He nacido en la ribera”. Dirigida por un director italiano llamado Catrano Catrani en el 72, este filme nunca figurará entre lo mejor de su carrera pero sirvió para que su mirada sedujera a una audiencia que desde entonces lo asoció con el prototipo del «galancito». A finales de la década del setenta, Darín participa en diez películas de las que cuatro comparten la misma palabra: “Los éxitos del amor”, “La carpa del amor”, “La playa del amor” –las tres rodadas en 1979– y “La discoteca del amor”, que filma al año siguiente.

Finalizada esta etapa, que parece dictada por el “All you Need is Love” de los “Beatles, coquetea con otras fórmulas como la televisión, la radio y el teatro. Su gran eclosión coincide con la catarsis económica que asoma por Argentina. Del hundimiento financiero surgen cineastas que apuestan por subvertir el caos a base de talento y mediante crónicas enraizadas en una realidad habitada por personajes que adquirirían rango de “héroes cotidianos”. Son los años de frenesí creativo que acogieron la irrupción de obras tan recordadas como “El hijo de la novia” (2001), su segunda asociación con el director Juan José Campanella tras “El mismo amor, la misma lluvia” (1999). Más tarde, ambos rodaron “Luna de Avellaneda” (2004) y “El Secreto de sus Ojos” (2009).

Su filmografía incluye los thrillers de Fabián Bielinsky “Nueve reinas” (2000) y “El aura” (2005), “XXY” (2005) dirigida por Lucía Puenzo, o el drama político coprotagonizado por Cecilia Roth y dirigido por Marcelo Piñeyro “Kamchatka” (2002). En “La educación de las hadas” (2005), drama sentimental de José Luis Cuerda, Darín comparte protagonismo con Irene Jacob. En “El baile de la victoria” (2009) se puso a las órdenes de Fernando Trueba y en “Carancho” (2010) encarnó a un abogado que vivía una relación amorosa con una médica interpretada por Martina Gusman. “Un cuento chino”, “Elefante blanco” (2012), “Tesis sobre un homicidio” (2013), “Séptimo” (2013) y “Relatos salvajes” (2014) van completando una filmografía que reafirma su gran talento. En “Truman” (2015), película en la que encarnó a un enfermo terminal, compartió protagonismo con Javier Cámara y esta excelente química se tradujo en la Concha de Plata que premió sus interpretaciones. Con anterioridad a “Truman”, se puso a las órdenes de Cesc Gay en “Una pistola en cada mano” (2012). Más tarde se convirtió en un militar en tiempos de la dictadura argentina de los años 70 en “Capitán Kóblic” (2016) y volvería a coincidir con Leonardo Sbaraglia en “Nieve negra” (2017).