IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Somos diferentes

Quien más y quien menos piensa o ha pensado alguna vez esto de sí mismo, de sí misma. Quizá por gustos personales, aficiones, o simplemente por la manera de ver el mundo, al mirarnos al espejo podemos entresacar lo que nos diferencia de «los demás», de «la gente». Y curiosamente, entre todos los que nos sentimos identificados con esta afirmación, probablemente formemos un grupo nutrido, que visto desde fuera, sin duda pueda calificarse de «esa gente».

En psicoterapia de grupo, y en la psicología en general, suele decirse que no existe grupo sin individuos ni individuo sin grupos. Aún pudiendo identificar características dispares en relación con nuestros iguales, y destacarnos (para mejor o para peor), los diferentes probablemente somos legión. Sin embargo, en la pequeña escala, en la escala cotidiana, la tendencia natural de las personas a establecer patrones, a trazar similitudes y a detectar las incongruencias en lo que nos rodea, hace casi instantánea la segregación entre ellos y yo o entre ellos y nosotros. En el primer caso, esos «ellos» se hacen más fuertes por sus similitudes, lo que les permite esquivar la vulnerabilidad de la soledad ante los iguales que puede sentir el que se vive como diferente, de modo que solo por eso, por la cohesión del grupo en torno a rasgos mutuamente identificables como similares, el integrante se siente respaldado, y en el lado de «lo normal» –en ese grupo, claro–.

Entonces, quien está fuera entra en una dinámica dicotómica, es decir, de dos opciones, y solo dos: o soy similar o no, o pertenezco o no, o me adapto o estoy excluido. Y junto con esa dicotomía, cuando el análisis concluye la diferencia, la no pertenencia o la exclusión, la vulnerabilidad en presencia de cualquier individuo de esos «ellos» crece, aunque el encuentro sea de uno frente a uno.

De alguna manera, el diferente ve tras la espalda de su interlocutor a todo el grupo de «ellos», que no solo apoyan sino que también presionan para que ese interlocutor mantenga la distancia, la segregación; sabe que trata con el grupo entero más que solo con una persona. Por esta razón, cuando la pertenencia a un grupo de una persona es intensa, militante, cerrada, no solo dificultará a ese diferente su participación, sino que como individuo, también tendrá difícil cambiar de opinión, abrir la puerta a la libertad individual. No dejará entrar, pero él o ella tampoco podrá salir.

Y es que la cerrazón en torno a «nosotros», crea la ilusión de que todo lo que necesitamos saber, tener, opinar, descubrir, está dentro de esas fronteras. Y no solo hablo de la xenofobia, sino de algo más íntimo y minimalista que puede suceder dentro de una pareja, o un grupo de amigos, o una empresa o partido político. En el fondo es una lucha personal, psicológica, casi ancestral, por evitar la vulnerabilidad de la libertad de elección, de la identidad cambiante, y por la búsqueda de certezas, fuentes de tranquilidad y veracidad que no nos dejen solos frente a un mundo demasiado grande, cuyos límites no alcanza la vista de un pequeño simio que camina solo por la sabana.

Es una tentación afiliarnos ciegamente a un orden que nos diera razón, que nos organizara de alguna manera, que nos protegiera; y cada vez más, los órdenes que han imperado se van diluyendo, y los individuos nos sentimos más solos, quizá más conscientes gracias a nuestro conocimiento técnico que no para de crecer, pero más solos en la intimidad del uno a uno, del paseo no ya por la sabana o el monte, sino por la calle. Olvidándonos de que nuestras diferencias nos hacen más similares de lo que nos atrevemos a pensar.