Alejandro Sala / Zoom
ocaso en patagonia

Los «Señores del Oro Blanco» se extinguen

La Patagonia cubre un tercio de la superficie de Argentina pero acoge solo a un 5% de su población. En este paisaje adusto, seco y ventoso encontramos un horizonte infinito únicamente interrumpido por las estancias o haciendas de los enormes latifundios propiedad de los «señores del oro blanco». Esta es la historia de un modo de producción al que la globalización y el turismo de masas han puesto fecha de caducidad.

Solo en la Patagonia encontramos 17.000 millones de cabezas de ovejas lanares, lo que la sitúa como séptima potencia de producción ovina del mundo. Los ovinos pastan en un espacio casi infinito: 900.000 kilómetros cuadrados, 2.500 km de norte a sur, del río Colorado a Cabo de Hornos. Las estadísticas dicen que por aquí encuentras a una persona por km2, una densidad similar a la de Mongolia, en una llanura interminable únicamente interrumpida por las alambradas de las estancias dedicadas a la industria ovina.

Esta es la historia de los trabajadores que todavía sobreviven a unas duras condiciones laborales determinadas por el clima extremo del sur de la Patagonia, pero también por las relaciones impuestas por la economía globalizada. Gran número de obreros rurales, una masa compuesta por trabajadores procedentes tanto del sur como de la vecina república de Chile, con una gran resistencia para el trabajo y habituados a múltiples privaciones, llegan a la Patagonia argentina con el propósito de ahorrar lo necesario para regresar a sus hogares con algunos centenares de pesos argentinos en el bolsillo.

Cuando el invierno acaba, los esquiladores llegan atravesando grandes distancias, en una travesía que dura semanas siguiendo el perezoso paso de los bueyes y acampando al raso en las frías noches de esta tierra donde sopla continuamente el viento del oeste a 80 km/hora. El manto blanco que cubría los campos ha desaparecido, las pampas empiezan a teñirse de verde y en ellas pastan las flacas ovejas, todavía extenuadas tras los rigores de la estación pasada.

A menudo se puede ver a los ovejeros con sus perros que levantan a los animales caídos que no pueden incorporarse por sí mismos a causa de su adelantado estado de preñez y del gran peso de la lana con el que cargan. En noviembre, la población ovina casi se ha doblado, y en las estancias todo está a punto para que los trabajadores que han venido desde muy lejos empiecen su faena. El trabajo comienza al amanecer en los barracones o galpones de esquila en torno a la figura del esquilador, donde se forman las comparsas, compuestas por entre dieciséis y veinte personas, cada una con una tarea específica, trabajadores que parecen haber salido de una escena donde el tiempo se detuvo para siempre.


Organización del trabajo. Cada uno detenta una tarea específica: el capataz es la figura mas importante en las faenas rurales, su labor es tan técnica como administrativa, una tarea que suelen llevar a cabo trabajadores escoceses, australianos y durante mucho tiempo también vascos. Los esquiladores son contratados directamente por los propietarios de las estancias (estacianeros) y es el contador de esquila quien les asigna el número de ovinos a esquilar. El capataz de ovejeros suele estar presente únicamente en las estancias de mucha importancia, pertenecientes a sociedades anónimas y que son regentadas por un administrador. Su misión consiste en vigilar y dirigir la peonada durante los rodeos y arreos.

Pero las figuras principales de las faenas rurales en los campos patagónicos son los ovejeros, trabajadores de gran resistencia física y un carácter especial. Recorren el campo, cuidan de las majadas, despellejan o cuerean los animales muertos y ayudan en los rodeos y arreos. Pasan días aislados en las pampas inmensas y solitarias acompañados de sus fieles e inseparables perros. Por último, encontramos a los carreteros, que son contratados una vez finalizada la esquila para llevar el producto a los puertos de embarque y acarrerar las mercaderías para el consumo de las estancias. Terminado el trabajo de selección de la lana, los prenseros deben preparar los fardos de 200 kilos y controlar las prensas.

La dura jornada de trabajo está dividida en cuartos y la tarea se ve interrumpida para el descanso y la alimentación cada dos horas y cuarto. Los sueldos que ganan dependen de las atribuciones que tienen y de la importancia de los establecimientos en que actúan, pero la retribución habitual suele ser de unos 2 euros/hora. Cobran de una vez al finalizar la temporada, con retrasos y demoras entre contratistas y productores que van más allá de los 90 días. Puede suceder que un trabajador cobre con un año de retraso.

Las condiciones en las que las comparsas habitan algunas estancias tampoco son las mejores: carecen en gran parte de las normas básicas de higiene y las mínimas comodidades, que se mantienen aún hoy a niveles similares a los de inicios de la actividad, hace más de un siglo. Desde 1994, existen identidades y programas nacionales que supervisan conjuntamente con los gobiernos provinciales el proceso de producción para evitar abusos.

En esta tierra, donde antes se presumía de ser los “señores del oro blanco”, las nuevas vías de comercio, la aparición de nuevos textiles y, en definitiva, todo el cambio a nivel de producción que ha supuesto la globalización para las tareas artesanales han provocado la parcelación de las tierras y el cambio de intereses.

Los nuevos patrones de la Patagonia especulan soñando que el “sur del sur del mundo” podría ser mañana un lugar sin contaminación y de alto valor rentable. Mientras tanto, estas llanuras continuarán siendo gobernadas por los capataces y los ovejeros. Nadie sabe si su leyenda desaparecerá al mismo ritmo que las estancias ceden paso a los numerosos Bed & Breakfast.


Un hilo de historia. Hasta el siglo XIX, la Patagonia permaneció al margen de la economía mundial, pero la Revolución Industrial cambiaría la situación. El Reino Unido, lanzado a la producción textil a gran escala, necesitaba gran cantidad de materia prima, lanas que Europa no estaba en condiciones de producir.

El 1833, Inglaterra desembarcó en las islas Malvinas (Falkland Islands) buscando un puerto de apoyo en la ruta hacia el Pacífico y, paralelamente, los británicos descubrirían que aquellas tierras patagónicas eran óptimas para la cría de ovinos. Así llegarían, algunos años más tarde, los primeros aventureros que darían comienzo a las explotaciones ganaderas patagónicas. Ingleses, galeses, escoceses y alemanes iban a iniciar la epopeya de los “señores del oro blanco”.

Hasta principios de 1900, los precios de la lana bien justificaban el apelativo de “oro blanco” ya que, junto al algodón y al lino, eran las únicas fibras textiles existentes. Cuando las compañías laneras abandonaron la región, éstas pasaron a manos de sus administradores, quienes controlaban el 75% de la producción agrícola y ovina de la región. La riqueza quedaba, por tanto, en manos de unas pocas familias, herederas de los poderosos “barones” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Pero nada es para siempre y la prosperidad de los “Señores del Oro Blanco” tenía fecha de caducidad. A principios del siglo XX, aparecieron nuevas fibras textiles artificiales, nuevos focos de gran producción lanar (como Australia) y el comercio internacional cambió con la apertura del Canal de Panamá (1917). Todo esto hizo que el valor estratégico de la Patagonia decreciera y con ella el valor de unas haciendas que no se habían preocupado en renovarse.

La sequedad de la zona, los fuertes vientos, la masiva explotación ganadera lanar durante casi un siglo sumadas a la desertificación del suelo hicieron que más de un 30% de los establecimientos abandonaran la actividad, concentrando hoy la producción en las provincias de Chubut y Santa Cruz.

La Patagonia austral comenzó su mutación con la llegada de los intereses extranjeros, con la introducción de las nuevas técnicas en la crianza de ovinos, sumadas a la explotación del petróleo y las riquezas minerales. En un contexto de globalización de los mercados productivos agropecuarios, centenares de trabajadores representan aún hoy el símbolo de la producción ovina en Patagonia, con un promedio máximo de ocupación de seis meses al año. Los cambios tecnológicos y técnicos impulsaron la exclusión de los antiguos esquiladores, conjuntamente con el reemplazo de las tijeras manuales por las máquinas, un proceso que generó la exclusión de algunos trabajadores que no pudieron “reconvertirse”.