Pablo L. Orosa
crear para poder vivir

Slums, territorio de artistas

Al caer la tarde, cuando las nubes se agolpan al otro lado de las torres de cristal del centro de Nairobi, en Kibera, el mayor «slum» de Kenia, el rumor de la lluvia golpeando violenta los techos de zinc bajo los que se cobijan alrededor de un millón de personas parece ahogarlo todo. Como si de pronto el barrio se hubiese quedado mudo. Oscuro. Pero adentro, bajo ese mismo horizonte de techos oxidados, resuena la música. Los chistes. El sonido de la claquetas. «Aquí todo el mundo es un artista. Tenemos que crear para vivir».

Pocos saben que uno de los mejores estudios de grabación de Kenia se encuentra en Kibera. Justo al otro lado del arroyo bruno que la tormenta forma al arrastrarlo todo: plásticos, tomates, heces. Para llegar a él hay que atravesar la barriada y los prejuicios de una ciudad que vive de espaldas a ella. Un pequeño salto para evitar las pilas de flying toilets donde los vecinos hacen habitualmente sus necesidades y la puerta, coronada por una «K» enorme convertida en orgullo de barrio, nos traslada a la otra Kibera. La Kibera en la que nacen los artistas. Philippe, al que todo el mundo aquí conoce por su sobrenombre musical, Phlexible, está terminando de hacer los arreglos. Trabaja en un ordenador último modelo. Como también lo son los micrófonos, el teclado y los altavoces. Todo aquí es de primer nivel. «No hay otro igual en todo el país», bromea Luis Lanchares, uno de los voluntarios de la ONG española Kukuba que puso en marcha el estudio. En apenas unos meses, el pequeño centro de grabación se ha convertido en un referente que va más allá de la propia Kibera. Artistas de todo el país se han acercado a conocerlo. También los creadores Pertxa Ashanti y Morodo se han aventurado a lanzar una colaboración con los chicos de “Made in Kibera”.

Porque aquí, subraya Phlexible, «todo el mundo es un artista. Tenemos que crear para vivir». Levantado a principios del siglo XX, cuando el Gobierno colonial británico recompensó con sus terrenos a los combatientes nubios que habían luchado para la corona durante la Primera Guerra Mundial, Kibera ha sido desde entonces el destino de miles de migrantes rurales que encontraron en sus techos de zinc resguardo para sus sueños de prosperidad. Con una extensión de alrededor de 2,5 kilómetros cuadrados, nadie sabe a ciencia cierta cuánta gente vive actualmente aquí. Algunas estadísticas hablan de 600.000. Otras dicen que supera ya el millón de habitantes. «Aquí hay gente de todas las etnias», apunta Geoffrey Ochieng, al que el resto del país conoce como Oyoo tras ser coronado como el hombre más gracioso de Kenia en la primera edición del éxito televisivo “TopComic”. Esta diversidad étnica convierte a Kibera en una analogía de la propia Kenia. De sus filias y sus fobias. Un compendio de creatividad, pero también en uno de los lugares más volátiles ante las soflamas tribales.

Violencia tras las elecciones. Hace solo una década, tras las elecciones de 2007, la barriada se convirtió, junto a la ciudad de Eldoret, en el epicentro de una violencia desmedida que se saldó con más de 1.300 muertos –más de un centenar de ellos, en el slum– y 600.000 desplazados. En las últimas semanas, después de que el Tribunal Supremo anulase la reelección de Uhuru Kenyatta por irregularidades en los comicios de agosto, Kibera, al igual que el resto de los slums de Nairobi, volvió a concentrar los enfrentamientos interétnicos.

Geoffrey y sus compañeros de la Kibera Creative Arts están empeñados en acabar con las disputas. «Los políticos vienen y van, pero cuando las elecciones pasen nosotros tenemos que convivir», repite el cómico desde el pequeño cuarto que hace las veces de centro de reunión para la asociación. Justo al otro lado del estudio de Made in Kibera. Cada dos meses, organizan el Art Attack Festival, un escaparate de la otra Kibera. La que va más allá de las montañas de basura, las estadísticas disparadas de VIH y del último atraco. Porque Kibera es mucho más que eso. «Aquí hay mucho talento», coincide en resaltar Geoffrey. Aquí hay raperos con orgullo de barrio, artesanas que hacen brillar el óxido y tipos capaces de hacer reír a los muertos. «Lo que tratamos –continúa Geoffrey– es de atraer a la juventud para que no caiga en la delincuencia».

En los últimos tiempos, han incorporado un nuevo elemento al discurso: la construcción de una identidad para el barrio. «Tenemos que vivir como hermanos. Nunca permitas que la política te haga matar a tu hermano», escribe el cómico en sus redes sociales, empeñado en que esta vez la inquina de las elecciones no se lleve por delante la paz que tanto ha costado construir. Porque hoy, al menos mientras el sol luce en el horizonte al otro lado de Nairobi, Kibera es un lugar seguro en el que se puede pasear, degustar un chapati recién horneado o incluso disfrutar de una versión surrealista de “Showdown in Manila”.

Pese a los esfuerzos por hacer de la barriada un lugar mejor, Kibera sigue siendo un lugar duro. Uno de los más duros para nacer. Apenas hay agua ni electricidad. Tampoco alcantarillado. Tan solo montañas de basura entre las que corretean los pequeños y las enfermedades: diarrea, tuberculosis, malaria y VIH. Cada mañana, miles de personas remontan las carreteras cubiertas de arcilla y mugre para ir a trabajar a la otra Kenia. La de Westlands, Lavington y los restaurantes de cocina internacional. Lo hacen con la esperanza de un día poder dejar Kibera. Lo hacen con el temor de que al volver su casa ya no sea su casa. «Aquí hay incendios casi a diario», asegura Alma, una misionera mexicana que lleva varios años trabajando en la comunidad. Las precarias instalaciones eléctricas y los tanques de gas colocados en cualquier rincón están detrás de la mayoría de accidentes. No obstante, el mayor de los problemas para sus habitantes es el intrincado sistema de préstamos y arrendamientos con el que tienen que lidiar para salir adelante. «Aquí, en Kibera, la vida es complicada. Nadie tiene un título de propiedad de sus casas, así que un día llegan y te tiran todo», señala uno de los jóvenes del barrio. «Pero la gente tiene una inmensa capacidad para recuperarse, para coger la guitarra y empezar de nuevo». Esa inspiración artística es, a menudo, la única tabla de salvación para los chicos de Kibera.

«Aquí la vida es difícil. Necesitas tener muchas habilidades para sobrevivir. Por eso todo el mundo tiene algún talento». El suyo, el de Philippe, es la música. «Empecé a cantar en casa, música local y reggae. La música es una manera de ganarse la vida aquí», asegura mientras busca en el ordenador la última de sus creaciones. «Llevo tres días con ella, pero todavía le falta», confiesa. Cuando no está preparando sus obras, Philippe trabaja con las de los demás. Made in Kibera es un centro abierto, un lugar pensado para atraer a los jóvenes del barrio. «Si los jóvenes se involucran en el arte no caen en la violencia», sentencia el cantante. Un pequeño golpe en la puerta interrumpe la charla. Philippe mira el cuadrante. Hay prevista una nueva grabación. Es un joven de 18 años. De aquí, del barrio.

Las ganas de reír de Mammito Eunice. Mientras preparan el escenario, poco más que una atril improvisado en el patio trasero de una vivienda del barrio, Mammito Eunice, Mama Africa, no puede contener la risa. Eso de cambiar a la Policía por los Buffalo Soldiers a los que cantaba Bob Marley y a sus perros por leones es demasiado hasta para una candidata delirante como la que ella interpreta: Empress Mammito, la líder que promete llevar a los rastas de Kibera a peregrinar hasta la tumba de Haile Selassie I en Addis Abeba y convertir el himno nacional de Kenia en una canción reggae. «El himno es muy aburrido, te quedas de pie, quieto, como una estatua. Queremos un himno con el que puedas perrear», dice.

Al fin está todo listo. Las dos cámaras grabando y los cuatro cómicos que conforman este surrealista partido político ya están caracterizados: gorros, rastas y ritmos de Bob Marley. Hasta han colocado un micrófono y una grabadora para la rueda de prensa: 

–Nosotros no vamos a acabar con la pobreza. Si Jah te trajo al mundo sin nada, ¿quiénes somos nosotros para acabar tu pobreza? De hecho, vamos a multiplicarla. Porque si no fuera por la pobreza, grandes canciones como “Poverty” no podrían haber sido cantadas. 

–«75 percent of the people dem living in poverty / And the next 25 percent a dem a live inna the luxury».

–Dadnos vuestro voto y dejad al Kibera Rasta Association Party (KRA) representar a la comunidad rasta en el Parlamento.

–Corten.

Más que al voto, que muchos le prometen en redes sociales, Mammito y sus compañeros del Kibera Creative Arts aspiran a que sus sketches hagan reír. Y pensar. La sonrisa como reflexión. El arte contra la violencia. Aunque en muchos casos se trata de artistas consagrados, protagonistas de programas de televisión y capaces de llenar grandes recintos al otro lado del barrio, los miembros del Kibera Creative Arts no reniegan de sus orígenes. De hecho, la mayoría siguen viviendo allí. Y todos vuelven aquí de vez en cuando a grabar pequeñas piezas que luego cuelgan en redes sociales y con las que rescatan el orgullo de ser de barrio al tiempo que demuestran a la otra Kenia, a la que tiene miedo de atravesar Kibera Drive, que sus temores son en realidad simples prejuicios. No todos en el slum son ladrones, traficantes o prostitutas. Muchos son también artistas. «Aquí hay miles», sentencia, entre carcajadas, Geoffrey Ochieng, impulsor de una idea tan sencilla como imparable: el arte cambia vidas. «Nos hemos ganado el respeto de la comunidad, ahora tenemos que educar a la gente y usar esa influencia para atraer a los chicos y transformar la sociedad».

Por eso, han puesto en marcha “Mission I’mpossible”, un programa educativo que resume una filosofía de vida: «Todo lo que quieras llegar a ser es posible». «Se trata de mostrar a los chicos lo que pueden hacer. No es que todos vayan a ser artistas, pero el arte les da la posibilidad de expresarse. De mostrar que están orgullosos de ser de Kibera», sentencia el más afamado de los artistas autóctonos.

Gracias a este proyecto, las precarias instalaciones educativas de Kibera, en ocasiones cuartos desvencijados de los que los alumnos van huyendo a medida que sus familias no pueden pagar los costes, se han llenado de canciones, bailes, poemas. Los chicos aquí, apunta Geoffrey, aborrecen estar sentados en el pupitre. Aprenden “mejor” a través del arte. Para motivarlos, cada pocas semanas, dentro del bautizado como Artists’ Forum, estrellas locales como Karis, Cedrick Kulaoba o la propia Mammito Eunice acuden a los centros de primaria y secundaria de la barriada para contar su historia. «Viendo a esas celebridades cara a cara y escuchando su historia directamente de ellos, los chicos se dan cuenta de que esa gente, esos artistas famosos, son gente real que una vez estuvieron también en la escuela y que trabajaron duro para ganarse su prestigio». Teniéndolos enfrente, resume Geoffrey, los chicos comprenden que no es la violencia sino «el arte lo que los puede ayudar a salir de la pobreza».

Los Mozart de Korogocho. En Korogocho no hay sonrisas. Al menos no tantas como en Kibera. Es media tarde y todo el mundo camina con prisa. El sermón dominical, repetido en las iglesias de todos los credos cristianos, resuena aún en la memoria de un barrio que no entiende del crecimiento económico del que hablan los políticos. Sí, Kenia lleva años creciendo por encima del 5% anual, pero aquí los niños siguen jugando entre toneladas de basura.

Junto al cine en el que hoy todos esperan el partido del Liverpool, se agolpa un grupo de adolescentes. Al menos hoy tienen algo que hacer. Habitualmente, explicará más tarde Simon Kariuki, uno de los hombres más respetados del barrio, los chicos no tienen mucho que hacer. «Aquí hay pocas oportunidades. Es muy difícil encontrar un trabajo. En muchos sitios te cierran la puerta al saber que eres de Korogocho». La fama de la barriada, ubicada a pocos kilómetros de Nairobi, habla de delincuencia, drogas, prostitución. Justo igual que en Kibera. Justo igual que en todos los lugares a los que se les niega una salida. Aquí, igual que en las calles en las que se rodó “El Jardinero Fiel”, el arte se ha convertido en la última oportunidad.

Cada domingo, la Ghetto Classics Orchestra convierte Korogocho en un auditorio abierto a sus más de 300.000 habitantes. Las piezas de Mozart y Bach tapan el bullicio y, por unas horas, el barrio recupera su orgullo. Los que tocan, los que hacen sonar delicados los violines y vigorosos los trombones, son sus hijos. Los pequeños Mozart de Korogocho.

La iglesia de San Juan, un complejo religioso que incluye varios campos de fútbol, aulas y un templo decorado con escenas de la Biblia, es el lugar en el que nace la música. Lo lleva haciendo desde 2008, cuando Elisabeth Njoroge, una apasionada cantante keniata, empezó a trabajar con una decena de chicos del barrio. Hoy son más de ocheta los que participan en la orquesta. Y cientos más en los proyectos deportivos y de baile. Los chicos acuden cuando pueden, la mayoría después de la escuela, y ensayan. Ensayan con las ganas del que no sabe cuando va a poder volver a hacerlo. «Los chicos del slum, cuando comemos, lo comemos todo porque no sabemos cuándo vamos a poder volver a comer. Cuándo aprendemos es igual», explica Kariuki. Cuando vuelven a casa, los chicos siguen ensayando. Ensayando con instrumentos imaginados porque los reales no los pueden sacar del recinto religioso. Fuera de allí, la vida en Korogocho sigue siendo demasiado peligrosa. El hambre es por ahora lo único que el arte no ha podido vencer.

Una alternativa contra la radicalización. En el barrio de Mtopanga, a lo largo de la vieja carretera de la costa, vacía de visitantes por las lluvias y el miedo a la amenaza terrorista, un grupo de jóvenes se apiña junto al teléfono. Uno tras otro van pasando los vídeos y la mañana. «No tenemos nada mejor que hacer», reconoce uno de los chicos. Con una tasa de desempleo desbordada tras el derrumbe de la industria turística, los adolescentes buscan respuestas a la «frustración» que les rodea.

«En África se tienen hijos con la idea de que, en el futuro, sean ellos quienes cuiden de sus padres. Ahora entre la juventud hay más gente sin empleo que con el empleo. Se pasan el día en casa y llega una edad en la que los padres les reprochan que todavía estén allí, ‘comiendo mi comida’. Eso hace que los chicos se sientan frustrados», explica Alhman Abdulla, uno de los líderes religiosos de esta comunidad de Mombassa, la segunda ciudad más grande del país.

El movimiento radical de Al Shabab, apunta Abdulla, «se aprovecha de la falta de empleo y de la situación económica» para atraer a jóvenes desencantados a su causa. Mtopanga, donde la Kenyan Defence Force (KDF) –la entidad encargada de ejecutar la política antiterrorista y acusada por las organizaciones de derechos humanos de haber perpetrado centenares de ejecuciones extrajudiciales desde 2015– llega con sus pistolas en alto y sus grandes despliegues, es uno de sus graneros de mártires. Aunque muchos se unen a los yihadistas por rencor hacia la Policía o atraídos por las promesas y la fama, la mayoría lo siguen haciendo por hambre.

«Sin la pobreza no podemos decir que el radicalismo no existiría en Mtopanga, pero se reduciría bastante», asegura el religioso. Por eso, el consejo de imanes locales ha puesto en marcha un programa de ayuda al emprendimiento: se trata de que los chicos tengan sus propios negocios para salir de la pobreza. Pequeñas empresas de transporte en tuk-tuk, hornos de pan o tiendas de flores. El remedio contra la radicalización.