IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Todos expertos

Todas las personas somos expertas al menos en una cosa: nuestra experiencia. Durante muchos años, el sistema educativo ha otorgado a unos la posesión del conocimiento y a otros, un recipiente para ser llenado con estas enseñanzas. Es innegable que los adultos, por el hecho de llevar más tiempo por aquí, tenemos mucho que enseñar a las siguientes generaciones, sin embargo, desde el instante de nacer todas las personas tenemos capacidad de pensar en nosotros mismos y en el entorno que nos rodea, para aprender.

Sabemos que este proceso es particular en cada persona; hay quien disfruta de aprender memorizando, asociando ideas, otras en cambio necesitan moverse, dibujar o hablarlo para que ese conocimiento se fije, o lo que es lo mismo, se haga propio, para usarlo en la propia vida más adelante. Por así decirlo, el aprendizaje no puede ser objetivo porque reside en la subjetividad de la percepción, la atención, la asociación y el almacenamiento de cada persona que solo puede tener la propia incluso epigenéticamente; una idea lejana a la antigua tabula rasa –idea que ha seguido prevaleciendo en la educación dentro y fuera de las aulas al “objetivizar" el proceso, los protocolos y las evaluaciones–. Y aunque día a día surgen nuevos estudios sobre el cerebro y el proceso de aprender con estudios que hablan de la importancia de las emociones del juego, o de la duración ideal de una atención sostenida, las circunstancias de los centros y la filosofía de los gobiernos al respecto hace difícil individualizar o aventurarse por otras vías, incluso a los profesionales a los que la sociedad les ha encomendado la tarea de transmitir los conocimientos. Probablemente, aún con todo, dentro de estas circunstancias, podemos hacer algo para que los que aprenden puedan involucrarse en el desarrollo de sí mismos y en su curiosidad no solo en las aulas sino fuera de ellas. Y se trata de comunicar un claro mensaje junto con los contenidos: me importas tú como persona.

Si nos paramos a pensar, a los niños y adolescentes les pedimos que se suban al carro de los estudios en cualquier circunstancia, puedan o no, incluso en situaciones en las que un adulto se cogería una baja. Tener en cuenta al otro es algo que les enseñamos desde pequeños pero que tememos hacer a medida que crecen, porque tener en cuenta de verdad implica permitir que nos cambien, adaptarnos a ellos y girar si es necesario en otra dirección. No obstante, esto no tiene porqué ser caótico o inmanejable, simplemente necesitamos preguntar antes de imponer, o animar a participar antes de sentar cátedra.

Por supuesto que tenemos la responsabilidad de transmitirles esos conocimientos, pero también la de que se emocionen al aprender sobre el mundo. ¿Qué crees tú? ¿Qué sabes de esto o aquello? ¿Cómo te gustaría que lo hiciéramos? ¿Cómo estás hoy? ¿Te apetece?

También, evidentemente, tendremos que ayudarles a marcar un ritmo en el aula, o fuera de ella, pero en contra de lo que creemos, no lleva más tiempo o genera más descontrol, sino que esos diez minutos iniciales de tener en cuenta al otro, mostrando interés genuino, abre los canales de comunicación hacia un estado en el que el valor de todos es tenido en cuenta y declarado, y por tanto, minimiza la sensación de amenaza social, la de que el otro pueda criticar o desvalorizar cuando finalmente, después de una exposición en clase o una charla en casa, pregunten por los resultados en forma de respuesta.

Mostrar interés y dar permiso para tener un ritmo y respuestas propias es una manera de prevenir el retraimiento en un niño o adolescente que está aprendiendo –más allá de estudiar– o su desvinculación. De hecho, cuando sea preciso poner límites, éstos se escucharán no como un cuestionamiento a la persona, sino a su conducta, y no cabrá duda de que se hacen desde el interés genuino, y no desde el temor o la imposición.