Patricia Taro
BANDAS EN LOS ÁNGELES

Homeboy Industries, el Nirvana de miles de pandilleros

Los Ángeles, cuna de pandillas como Barrio 18, MS-13 o Los Bloods, es también la ciudad con el mayor programa de intervención, rehabilitación y reintegración de pandilleros de todo el mundo. Gracias a Homeboy Industries, cientos de miembros de diferentes bandas abandonan la violencia y las exigencias de una vida en las calles y, poco a poco, se reincorporan a la sociedad.

Mateo Johns, de 32 años, no deja de sonreír, como si llevara demasiado tiempo reprimiendo ese gesto humano tan natural, quizá por falta de ganas o por falta de motivos. No obstante, ahora que asegura que se conoce a sí mismo e incluso, que ha tenido la oportunidad de conocer al mismísimo Dios, es capaz de sonreírte de oreja a oreja al tiempo que te recuerda: «Todavía soy un gangsta, no lo olvides».

Él se niega a hacerlo. La pandilla Barrio 18 ha sido durante tantos años su hogar y refugio y, a día de hoy, simplemente forma parte de su piel. Según él, no se trata de olvidar –la cicatriz que le recorre el estómago y los tatuajes que impregnan su cuerpo se lo recuerdan cada mañana– sino de aceptarse. Aceptarse, quererse... todos ellos sentimientos ignorados que miles de pandilleros como él recuperan gracias al trabajo de Homeboy Industries.

«Antes de convertirme en un gángster, ¿quién era? No tenía una identidad. Cuando entré a la pandilla, mi vida empezó a tener un sentido de dirección y me sentí bien. ‘Voy a ser el mejor gángster que pueda. Esos hijos de puta van a saber de dónde soy’, me repetía. Había decidido entregar mi vida a mi gang igual que si hubiera elegido ser doctor o escritor», explica Johns con esa facilidad tan suya para hablar con naturalidad de casi cualquier cosa.

El Johns adolescente que entró a formar parte de Barrio 18 nunca conoció a su padre, su madre estaba muy lejos de ejercer como tal y sus hermanas mayores ya se habían independizado cuando él todavía era un adolescente. Su único hogar fueron las calles de su barrio de South Central, en la zona sur de Los Ángeles y un guetto para decenas de miles de inmigrantes negros llegados de las áreas rurales de Texas, Louisiana y Mississippi en los años 40 y 50.

«Es donde creces: si creces en el mismo lugar que determinada gang, te unirás a ella», continúa Johns quitándole hierro al asunto. Sin duda, en la ciudad de Los Ángeles tenía donde elegir. Es aquí donde nacieron pandillas como Los Crips y Los Bloods –formadas por afroamericanos e históricamente enfrentadas–; Barrio 18 en los años 60, mucho antes de extender sus tentáculos hacia la costa este y fuera de los Estados Unidos; y ya en los 80, la Mara Salvatrucha (hoy MS-13), compuesta por refugiados salvadoreños que huían de la guerra civil.

La amalgama de pandillas era tal –con sus consecuentes subgrupos o clickas– que en la denominada “década de la muerte”, en los años 80, solo en el condado de Los Ángeles existían unos 90.000 pandilleros y más de 2.000 personas eran asesinadas cada año, según las estadísticas del departamento del sheriff. Ir a comprar un simple cartón de leche podía costarte la vida en un fugaz drive-by shooting (tiroteo desde un coche) si lo hacías en el barrio equivocado.

«Los malos viejos tiempos eran horribles. Niños asesinados todo el tiempo, muchos a manos de la Policía», recuerda el reverendo Gregory Boyle, sabueso de 63 años y fundador en 1988 de Homeboy Industries: hoy el mayor programa de intervención, rehabilitación y reintegración de pandilleros de todo el mundo. Un oasis donde acuden a terapia, reciben formación académica, consiguen un empleo legal y, lo que es más importante, dejan de castigarse.

«El objetivo final es la sanación, yo creo que eso es lo que encuentran aquí: sanación central, esencial... porque ellos llegan dañados y traumatizados –adjetivos que Boyle dice en un perfecto castellano– y aquí consiguen una especie de alivio, un santuario. Después, ellos se convierten en su propio santuario, van a casa y se lo entregan a sus hijos y, de repente, ese círculo vicioso se ha roto», explica.

Romper el círculo. Algo por lo que Boyle lleva luchando toda una vida desde que, montado en una bicicleta hace casi treinta años, repartiera tarjetas de Homeboy por las calles y cárceles de menores, diciéndoles a los adolescentes que acudieran a él cuando estuvieran hartos y se sintieran preparados: «La mayoría lo hacía quince años después, cubiertos en tatuajes y tras pasar varios años en prisión. Aparecían un día y me preguntaban: ‘¿Te acuerdas de mí?’».

Un diagnóstico adecuado. Alvin Alonso Páez, de 29 años, se hizo su primer tatuaje en la cabeza cuando tan solo tenía trece años, incitado por sus amigos de su pandilla Florencia 13, por la calle Florence, localizada en el barrio de Huntington Park. Nacido en México, se crió en este barrio del este de Los Ángeles junto a sus dos hermanos ya pandilleros, después de que a su padre lo «navajearan en el corazón» siendo él un niño. La primera vez que habló con el párroco Boyle fue en un centro penitenciario de menores; la segunda, en la sede de Homeboy Industries postrado en una silla de ruedas.

«Empecé [a trabajar] en Homeboy en 2008. Ya conocía al padre Greg del centro de detención juvenil donde me dio su tarjeta, pero en ese tiempo yo no estaba preparado porque mi mentalidad todavía era de las calles. Sabía que aquí me darían trabajo, pero una vez vine a que me quitaran un tatuaje, vi a gente de muchas pandillas y no me creí listo para estar entre todos ellos. La mayoría eran mis enemigos», relata Páez, hoy recepcionista de esta organización sin ánimo de lucro.

Un lugar insólito –único en el mundo por sus dimensiones– en el que trabajan unos 250 pandilleros en proyectos tan diversos como una panadería, una popular cafetería (Homegirl) dedicada a dar empleo a pandilleras y una tienda de merchardising. Y donde, a su vez, muchos otros acuden a clases de control de la ira y abuso de sustancias o meditación, entre otras; e incluso, quienes así lo desean, se despiden poco a poco de sus tatuajes gracias a un servicio láser completamente gratuito.

El doctor Adrian Acevedo, jubilado de 70 años, es uno de los 35 voluntarios, acompañados siempre de algún aprendiz de Homeboy, que donan semanalmente algunas horas de su tiempo para atender a unos mil pandilleros y tratar más de 3.000 tatuajes cada mes. «Llevo haciéndolo durante tres años para devolver algo de mí a la comunidad –explica este voluntario–. Existe una gran necesidad, la gente que viene aquí se hizo los tatuajes cuando eran personas diferentes, y ahora se dan cuenta de que quitándoselos pueden tener una mejor vida».

«Tiene que ver con una respuesta médica, ¿cuál es tu diagnóstico?», reflexiona el jesuita Boyle en relación a la labor que realizan en Homeboy: «Si crees que estos son tipos malos ese será tu diagnóstico y eso te llevará a un tratamiento estúpido; pero, si les conoces y ves que tiene que ver con desesperación, con trauma, con enfermedad mental… ese será un diagnóstico adecuado y eso te guiará a esperanza, a sanación y a servicios de cuidado mental».

Modus operandi y mentalidad totalmente opuestos a los de quien, a día de hoy, ocupa la Casa Blanca. «Os encontraremos, os arrestaremos y os deportaremos», amenazó el presidente Donald Trump a los miembros de MS-13 durante un discurso a finales de julio en el condado de Suffolk en Long Island (Nueva York) donde, según las autoridades locales, esta pandilla habría cometido 17 asesinatos desde enero de 2016.

Una política migratoria mucho más agresiva y deportaciones más rápidas son los remedios predilectos de la administración de Trump.

Más allá de vivir o morir. Lo que parece evidente es que cambiar el chip autodestructivo de violencia, consumo de drogas y supuesto dinero fácil en el que la mayoría de los pandilleros acaba inmerso no es una tarea sencilla. «Citando al padre Greg Boyle, las pandillas no surgen y los jóvenes no se unen a ellas por la violencia, sino debido a una ausencia letal de esperanza», reconoce la antropóloga Jorja Leap, experta en violencia juvenil y pandillas de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Es el sentido de pertenencia, poder y prestigio que obtienen como pandilleros lo que hace que, pese a todos los riegos, pocos estén dispuestos a dejarlo.

«No pensé en dejarlo. Ser un gangsta era mi identidad, no tenía nada que ver con vivir o morir. No lo iba a dejar porque me dispararan, eso era parte del juego, pensaba de joven», dice Johns, recordando el momento exacto en el que un tiroteo –cuya operación posterior le dejó la inmensa cicatriz en el estómago– casi le cuesta la vida. «Te voy a dar un ejemplo: te unes al Ejército, te mandan a Afganistán y te disparan. ¿Te vas a enfadar? ¿Vas a dejar de ser un soldado porque te hayan disparado? No, te recuperas y vuelves», explica con tranquilidad.

«Sí, me imagino que sería una pandilla rival, pero no lo dejé por eso. Me balacearon y seguía en la calle, hacía lo mismo todavía», concuerda Páez, sin entrar en demasiados detalles sobre el suceso que hace nueve años le dejó parapléjico: «Simplemente llega el día en el que uno ya mira las cosas de forma diferente. Tengo hijos y no quiero que crezcan igual que yo, quiero que crezcan con escuela, que tengan una carrera o algo».

Para Johns ese momento de renuncia, de decir basta, llegó poco después de que le encerraran de nuevo en prisión en 2013 tras haber estado solo dos meses en libertad. Fue entonces cuando treinta presos de la cárcel del condado de Los Ángeles le apalearon; partiéndole el labio y dejándole el rostro tan desfigurado que tuvo que someterse a una reconstrucción parcial. «Llegué a un punto que no me importaba morir, porque la vida no era nada más que dolor. Solo dolor», recuerda.

Tumbado en una cama de hospital, en una habitación en la que el único pasatiempo era una Biblia, Johns la coge y siente un calambrazo. «Esa fue la primera vez que Dios llamó mi atención», relata sobre el instante que lo cambió todo: «Ahora sé que tengo a Dios a mi lado. No solo creo en él, lo conozco, sé que es real. Dios nos enseña a través del dolor y yo tuve mucho. Él me empujó y me empujó y me empujó... hasta que se me mostró y mis ojos se abrieron».

Y después de Dios llegó Homeboy, una especie de limbo donde los pandilleros disponen del tiempo y la ayuda necesarias para lograr su reinserción en una sociedad que todavía les juzga y teme. El Nirvana particular de cada uno, donde el sufrimiento acaba y el fuego interno, que dirían los budistas, se extingue. «Mi mejor momento aún no ha llegado. Ahora estoy haciendo algo de mí mismo y mi mejor momento será cuando ayude a alguno de mis compañeros a encarrilar su vida. Hay bueno y malo en todo: en la Policía, en las pandillas... algunos son buenos ‘hijos de puta’ y solo están perdidos, como yo lo estaba», concluye Johns.

«Es difícil, me gustaría que no lo fuera, pero siempre es dífícil», reconoce el padre Greg en relación a la viabilidad de esta organización, acordándose de los 300 pandilleros que tuvieron que ser despedidos en 2010 debido a la fuerte recesión económica: «Si fuéramos un refugio para perritos abandonados tendríamos tanto dinero que no sabríamos qué hacer con él, pero somos un lugar para Marcos y para Edwan –por nombrar a alguno– y nadie quiere dar dinero para ellos, porque no los ven como seres humanos».

«Vine aquí simplemente a cambiar mi vida. Fuera es difícil agarrar trabajo por el simple hecho de que uno tiene antecedentes penales, tatuajes... y yo quería una segunda oportunidad», reflexiona Páez sobre lo que para él significa Homeboy: «Antes era un pandillero al que no le importaba nada más que su gang y ahora soy un padre de familia con dos niños. Y lo mejor de todo es que ya no tengo que preocuparme de por dónde ando, de quién anda a mi alrededor, etc. Estoy feliz con mi familia y estoy con vida. Eso es lo más grande: amanecer cada día».