Jaime López
Elkarrizketa
john banville

«Detesto el clasismo que subyace en determinados ambientes literarios»

De entre todos los personajes que cabe encontrar en la extensa trayectoria literaria de este autor irlandés, nacido en Wexford hace 72 años, quizá su mejor creación sea él mismo. De formación autodidacta, John Banville publicó su primera novela, “Nightspawn” en 1971, tras regresar a su país natal desde EE.UU. Después vendrían sus biografías noveladas de Copérnico, Kepler o Newton hasta que la aparición en 1989 de “El libro de las pruebas” comenzó a cimentar su prestigio literario en el ámbito anglosajón. Eterno candidato al premio Booker, finalmente fue en 2005 cuando se hizo con el galardón por “El mar”, una de sus mejores y más aclamadas novelas. Sin embargo, lejos de suponer la culminación de un recorrido, aquello conllevó la aparición de una bifurcación en la exitosa trayectoria de su autor pues precedió al advenimiento de Benjamin Black, el Mr. Hyde particular de ese doctor Jekyll que gusta ser John Banville.

Como Benjamin Black, Banville ha firmado algunas de las más exquisitas novelas negras de los últimos años, la última de las cuáles, “Pecado”, acaba de aparecer publicada en castellano tras hacerse con el premio RBA de literatura policiaca 2017. Lejos de conducirle a un estado de esquizofrenia creativa, este desdoblamiento de personalidad divierte mucho al escritor, quien gusta hablar de sí mismo en tercera persona asumiendo que John Banville tiene tanto de creación como Benjamin Black. Poco amigo de los convencionalismos, no se priva de esgrimir su afilado sentido del humor para desmontar la extrañeza que suscita su insólito perfil como autor, así como para derribar estereotipos y lugares comunes vinculados al proceso de creación literaria.

En primer lugar, me gustaría saber a quién estoy entrevistando, si a John Banville o a Benjamin Black.

Pues casi te diría que a ninguno de los dos. La persona que tienes ahora mismo delante no tiene que ver ni con el uno ni con el otro, ya que mi condición de autor se manifiesta única y exclusivamente cuando escribo. A menudo, pongamos que al menos un par de veces a la semana, me digo a mí mismo: ‘¿Qué estoy haciendo aquí sentado escribiendo? Debería comportarme como un adulto y tener un trabajo honrado, ser enfermero o fontanero en lugar de perder el tiempo inventando historias’.

Lo cierto es que usted siempre ha marcado de una manera muy precisa las diferencias entre Banville y Black pero, a tenor de lo que comenta, parece como si el paso del tiempo hubiese tendido a diluir las fronteras entre ambos perfiles.

De hecho, ahora mismo estoy escribiendo una novela de misterio con elementos fantasmagóricos ambientada en la Venecia de principios del siglo XX y no estoy muy seguro de si detrás de ella se esconde Banville o Black, por lo que puede que me vea forzado a inventarme una tercera identidad para firmar esta obra (risas). A pesar de todo, yo creo que la disparidad entre ambos perfiles sigue ahí y tiene mucho que ver con mi relación con aquello que produzco. Siendo Banville todo resulta mucho más solemne; escribir, para él, es una suerte de ritual, con lo que me veo obligado a releer todo lo que redacto, a veces incluso en voz alta, entonando cada una de las frases. Benjamin Black jamás hace eso.

Cuando usted concede carta de naturaleza a Benjamin Black con «El secreto de Christine» ya era un autor muy acreditado al que acababan de coronar con la concesión del Booker. ¿Fue un intento de rebelarse contra esa reputación de escritor de prestigio lo que le condujo a la novela policiaca?

Bueno, no fue exactamente así. “El secreto de Christine” lo había escrito antes, lo que pasa es que se publicó justo después. De hecho, cuando se hizo pública la lista de nominados al Booker, mi agente se encontraba comiendo con mi editor y le entregó el manuscrito de “El secreto de Chistine” diciéndole: ‘Esta es la última novela de Banville, solo que no irá firmada por él sino por un tal Benjamin Black’. Hubiera pagado por estar en esa comida y ver la cara que puso mi editor.

¿Y por qué tomó esa decisión? ¿de dónde surgió?

Igual piensas que me estoy tirando un farol pero puedo recordar perfectamente el momento exacto en el que nació Benjamin Black. A mí me habían contratado para escribir el guion para una miniserie televisiva que, finalmente, no llegó a rodarse. Cuando me lo comunicaron yo me encontraba conduciendo de vuelta a casa y tuve una especie de revelación. Paré el coche, llamé a mi mujer y le dije ‘¿Sabes qué? Voy a convertir ese guion en una novela’. Si en ese momento hubiera mirado por el espejo retrovisor, probablemente hubiera visto en el asiento trasero a Mr. Hyde aprobando mi decisión con una sonrisa malévola.

Tengo entendido que usted siempre se ha rebelado contra la llamada jerarquía de los géneros, contra esa diferencia un tanto abstracta que hay entre alta literatura y literatura popular ¿no?

Es que determinar la calidad literaria de un texto atendiendo a cuestiones como su repercusión o a su adscripción a un determinado formato, se me antoja una idea terriblemente absurda. Para mí hay textos bien escritos y mal escritos, y basta. De hecho recuerdo una ocasión en la que mi esposa y yo nos compramos un lavavajillas y me sorprendí a mí mismo apasionado ante la lectura del manual de instrucciones del electrodoméstico; estaba escrito en un inglés prístino, delicioso.

¿Pero, entonces, cómo justifica el hecho de acudir a un heterónimo para escribir novelas policiacas en lugar de hacerlo bajo su nombre real? Siendo malicioso uno puede llegar a pensar que semejante decisión obedece a un intento por poner en salvaguarda el prestigio alcanzado como John Banville.

Más bien responde a un intento de salvaguardar la reputación de la novela negra ante los ojos de aquellos que siguen pensando que se trata de un género menor. Si yo hubiera firmado “El secreto de Chistine” y el resto de las novelas que he ido publicando como Benjamin Black, con mi verdadero nombre, seguro que muchos de mis lectores hubieran interpretado aquello como un juego, como un pasatiempo inofensivo y banal perpetrado por un autor de prestigio preso de un capricho pasajero y yo no quería dar esa imagen. Por el contrario, pretendía que las novelas de Black tuvieran la misma consideración que se les reserva a las obras de Banville. Si mi intención hubiese sido la contraria, es decir, si hubiese querido salvaguardar mi prestigio como autor, no habría revelado que detrás de Benjamin Black se ocultaba John Banville.

¿Se arrepiente de no haberlo hecho?

En parte sí. Habría sido divertido defenderme de las acusaciones de ser Benjamin Black, negándolo con vehemencia y manteniendo el misterio. Eso me hubiera permitido incitar a aquellos que aún piensan que el género negro es una cosa menor a revisar sus propios prejuicios. En uno de los cuadernos de viaje de Charles Darwin había una anotación al margen que decía: ‘Nunca hay que hablar de especímenes superiores e inferiores’ y a mí me parece que ese es un lema fantástico que vale para todos los órdenes de la vida y que viene a cuento también cuando hablamos de literatura. Ahí está el ejemplo de George Simenon, un autor al que descubrí muy tarde, hasta 2004 no había leído nada suyo. Ahora que lo pienso puede que incluso fuera el responsable directo del alumbramiento de Benjamin Black. Pues bien, creo honestamente que entre la vasta producción literaria de Simenon hay, al menos, una docena de obras maestras que pueden contarse entre las mejores novelas del siglo XX. Me ocurre lo mismo con otros autores de novela negra como Donald Westlake.

Lo cierto es que falta unanimidad en ese reconocimiento. De hecho, seguro que hay quien se toma sus elogios hacia Simenon como una «boutade».

Es verdad que Simenon nunca contó con el apoyo de la intelligentzia francesa, pero sus novelas, literariamente hablando, son superiores a las de Sartre y tan buenas, si no más, que las de Albert Camus. Detesto el clasismo que aún subyace en determinados ambientes literarios; de hecho, aún existen autores que escriben buscando el reconocimiento de las élites. A mí eso es algo que nunca me ha preocupado lo más mínimo.

¿Le resulta indiferente la aceptación que puedan llegar a tener sus novelas?

No, claro que no. Pero valoro más el comentario que puede llegar a hacerme cualquiera de mis lectores que la más elogiosa de las reseñas periodísticas. Hará como unos veinte años, una de mis novelas fue candidata al Booker y mi foto había aparecido en algunos medios. Yo iba en el tren, camino del periódico donde trabajaba por aquél entonces, y uno de mis compañeros de vagón, un obrero que iba con su bicicleta, vino directo hacia mí. Al principio me quedé sorprendido y dudé de sus intenciones hasta que, sin mediar palabra, me soltó: ‘¡Tío, tu libro está de puta madre!’. Siempre digo que esa fue la mejor crítica que he recibido. Bueno, también está el caso de una dependienta que, al ver el nombre de mi esposa en la tarjeta de crédito, antes de cobrarle una compra, le preguntó: ‘¿Usted no será la mujer de John Banville? ¿sí? Pues coméntele que su novela ‘El mar’ me parece prodigiosa y no olvide decirle que se lo ha dicho la cajera del Mark&Spencer’. Esa aceptación es la que me hace feliz.

Más allá de los elogios, cuando recibe un premio al conjunto de su obra ¿alguna vez le ha dado por pensar a quién están reconociendo? ¿A Banville? ¿A Black?

Bueno, cuando hace dos años me dieron el Princesa de Asturias, el jurado mencionó a ambos. En ese momento sentí la sombra de Benjamin Black a mi espalda diciéndome orgulloso: ‘¿Lo ves?, ¿Lo ves? ¿Ves cómo yo soy tan buen autor como Banville?’.

Una de las cosas que, según usted, más agradece de cuando se convierte en Benjamin Black, es su facilidad para producir. Según ha confesado, es capaz de escribir hasta diez veces más que como John Banville. ¿A qué lo atribuye?

Pues a que se trata de dos novelistas completamente distintos, cada uno de los cuáles se relaciona de una manera diferente con el proceso de escritura. Por ejemplo, cuando empecé a escribir como Banville la clave estaba en la resistencia del papel frente a la pluma mientras que con Black la pluma no funciona, él necesita el ímpetu del teclado. Cuando escribes con pluma vas más lento y eso te da margen para pensar en el desarrollo de la frase, en la musicalidad de las palabras, mientras que el ordenador te lleva a construir frases cortas, cada una de las cuáles encierra una única idea y ese es un método ideal para un autor como Black. Sus estrategias son opuestas porque su intención, como autores, es distinta.

¿Nunca se han llegado a encontrar en el proceso de creación de ninguna novela? ¿No interfiere el uno en el otro?

En alguna ocasión, mientras escribía algún relato policiaco, Banville ha hecho acto de presencia para decirle a Black: ‘¡Qué hermosa frase te ha salido!’. Pero en esos casos, el otro suele revolverse furioso y le urge a marcharse y a dejarle escribir en paz. A veces es al revés, es Black quien hace acto de presencia ante Banville para decirle: ‘¿Quieres centrarte en contar, de una maldita vez, lo que le pasa al personaje?’.

Pero en ambos autores subyacen parecidas preocupaciones temáticas, por ejemplo a la hora de retratar las derivas represivas que, desde determinados ambientes, se ciernen sobre el individuo ¿no?

¿Tú crees que Banville ha escrito alguna vez sobre eso?

Directamente puede que no, pero en sus novelas sí que se percibe la vulnerabilidad de sus personajes frente a factores externos que llegan a condicionarles en sus acciones.

No sé, puede que sea así, pero eso se debe a que la vida es algo caótico e interesante donde confluyen muchos elementos que nos seducen, desde las cosas más mundanas a las más elevadas. Pero está bien que veas esos puntos de conexión entre Banville y Black, es algo que me sorprende pero te lo admito. Yo parto de la idea de que los verdaderos autores de un libro son los lectores, la novela les pertenece a ellos y muchos saben más cosas acerca de lo que escribo que yo mismo. Sus percepciones siempre enriquecen el relato. Para mí, los escritores no somos intocables.

Prueba de ello es que, como Benjamin Black, se atrevió a resucitar a un personaje como Philip Marlowe en «La rubia de ojos negros», una novela con la que, a decir de muchos, habría conseguido mejorar a Raymond Chandler, «padre de la criatura».

Para mí fue un honor convertir a Black en la voz de Raymond Chandler. La verdad es que fue una experiencia maravillosa y muy divertida, tanto es así que me tuvo preocupado durante un tiempo porque nunca, hasta ese momento, había gozado tanto escribiendo y pensé: ‘Aquí tiene que haber gato encerrado’ (risas).

¿Benjamin Black es de los autores que considera la novela negra como una forma de literatura social, tal y como afirman otros escritores que la cultivan?

No, él no entra en esas disquisiciones. Puede que, efectivamente, haya autores que cultiven el género policiaco con el deseo de retratar la realidad política o social que les rodea. Pero Black es un autor mucho más pragmático, él únicamente se concentra en la construcción del relato. Para él, la fuerza de una novela radica no en lo que cuenta sino en cómo se cuenta.

Eso me lleva a pensar que para usted la literatura es un ejercicio de creación desvinculado de la realidad.

Una novela, al igual que sucede con una escultura o una pintura, no deja de ser una creación y, como tal, una abstracción. Su contenido puede estar inspirado por la realidad e incluso evocarla pero no tiene nada que ver con ella. La vida es algo mucho más complejo, es una sucesión de desafíos, un barullo continuo al que hemos de hacer frente sin tener tiempo para pensar en el origen de nuestros problemas y, mucho menos, para intuir cómo será el final del camino. Una novela puede oler como la vida, asemejarse a la vida, pero no es la vida. Es un producto manufacturado. A Cary Grant le preguntaron en una cierta ocasión: ‘A todo el mundo le gustaría ser como usted, ¿cuál es su secreto?’. A lo que él respondió: ‘A mí también me gustaría ser Cary Grant’. Siempre que me preguntan qué es el arte o en qué consiste la literatura me vienen a la mente esas palabras del gran actor (risas).