IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Dentro de mí

Dentro de mí somos muchos, podría decir, y no hace falta tener doble personalidad, ni un trastorno de corte psicótico para afirmar algo así. No es necesario llegar a usar la ideación más fantasiosa ni referirse al amigo imaginario de una niña. En nuestra mente, aunque estemos solos o solas, nos relacionamos con toda una suerte de personas significativas, de nuestra vida presente y pasada, cuya imagen permanece en nosotros. Y lo hace no solo como una pintura para ser observada, un retrato o una película que se proyecta y de la cual somos espectadores pasivos. Vamos más allá y pensamos en ellas, les hablamos –y nos responden–, anticipamos sus reacciones, fantaseamos con lo que nos dirían o harían si estuvieran con nosotros o si vieran por ese agujerito mágico lo que estamos haciendo.

Quizá si lo ponemos en estos términos esa muchedumbre mental nos suene más familiar. No se trata de que en nosotros habiten las personas reales, evidentemente, ni siquiera su representación “objetivamente” fidedigna, sino más bien una condensación de la vida emocional con esas personas, del vínculo con ellas a lo largo del tiempo, de la historia. Ya desde pequeñitos creamos esta capacidad para fijar la presencia de los otros en la mente, como una manera de extender su presencia real a los momentos en los que esa persona importante, imprescindible, no está. Hacemos algo maravilloso: creamos y proyectamos la primera realidad virtual, la más potente, tridimensional y envolvente, construimos la presencia del otro a medida de nuestras necesidades. Una niña pequeña puede recordar y “ver” con la mente a su madre o a su padre cuando no estén, sintiendo su compañía, la pertenencia a esa relación, sin la necesidad de la fisicidad.

Esto probablemente sea una prueba de lo importante que son las relaciones para nosotros como individuos y como especie, ya que hemos tenido que desarrollar un grupo virtual que nos acompañe. O varios. Si hacemos recuento de los grupos a los que pertenecemos, con sus reglas y su cultura, no son pocos. Incluso aunque esa pertenencia no nos guste e incluso nos desquicie, reaccionamos a ellos en nuestra mente y después hacia el exterior. Nuestro aspecto físico, nuestra apariencia, nos define como pertenecientes a unos grupos y como excluidos de otros; la sola simbolización a través de un “uniforme” nos rodea virtualmente de nuestro grupo y sentimos su fuerza, su apoyo, o su presión y sus mandatos. Y reaccionamos a ellos. También llevamos en el recuerdo a quienes ya no están, y sobreviven en nosotros de algún modo a través de lo que hacemos, para bien y para mal.

Pongamos, por ejemplo, cómo una familia que ha tenido que pelear por salir adelante, medir hasta el último gasto, privarse de todo, transmite esta necesidad de esforzarse en la vida a sus hijos. Lo hará de muchas maneras, con frases explícitas pero también a través de esa condensación de miles de miradas y de posturas físicas que, sin la necesidad de la palabra, quedan fijadas en una sola imagen. Pero, también, si hubiéramos tenido que vivir en una familia así, pronto habríamos fijado en nosotros un comportamiento en sintonía, una precaución y medida análoga a la del resto de la familia. Años más tarde, con nuestro trabajo bien establecido, con nuestras comodidades, puede que recordemos en lo referente al dinero que es muy duro conseguirlo, que hay que esforzarse por vigilar hasta el gasto más ínfimo. Nuestra descendencia recibirá entonces los efectos de aquella carencia de sus abuelos, pero no los hechos, ni las posibles alternativas y podemos invitarles, sin darnos cuenta, a aquella actitud sufriente y esforzada, sin que sepan por qué ni para qué. Simplemente la vida es así.