IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Dejar de luchar

La lucha, el conflicto, está íntimamente relacionado con el propio desarrollo humano. De hecho, casi nos resulta extraño no tener nada por lo que pelear, o en su versión más ligera, algo que resolver, planificar, en lo que intervenir con esfuerzo. Quizá por nuestra historia fijada en nuestros genes, o por otra más actual, mirar a los demás incluye también cierto grado de conflicto, aunque sea potencial. Desde bien prontito, también nuestra identidad se forma en torno a la diferenciación, primero con respecto al entorno, luego con los propios progenitores, y finalmente con respecto a los iguales, y para ello, hace falta cierto grado de inconformismo, de desigualdad, de distancia en definitiva, que hay que gestionar. Algo así como «yo soy yo, entre otras cosas, porque no soy tú». También lo limitado de nuestra capacidad de atención nos acerca al conflicto.

Es evidente que no todo nos cabe y tenemos que seleccionar de la realidad aquello que es relevante para nosotros, desestimando el resto. Si nos preguntan al final del día qué hemos hecho, qué nos ha pasado, nuestras respuestas siempre van en consonancia con nosotros mismos. «No ha pasado nada particular», normalmente quiere decir que no nos hemos fijado en lo que no tiene que ver con nosotros, aunque sin duda haya habido decenas de ocasiones para adentrarnos en nuevas experiencias o caminos. No lo hacemos, simplemente porque no podemos atender a todos los estímulos, ni asumir todas las posibilidades que nos da nuestro entorno más allá de lo esperable. Quizá por estas características, cuando la disensión se nos presenta, es difícil dejarse llevar a un nuevo lugar en vez de pelear por volver a lo esperable, a lo que puedo dominar y tolerar.

Es muy habitual que en un grupo no se puedan cruzar más de media docena de palabras sin que se empiece a buscar homogeneizar una opinión conjunta, sin que se creen bandos a la velocidad del rayo, o sin que se presione a quien muestra tibieza sobre los que a otros les causa conflicto. Y cuando el conflicto se lanza, cuando ya hay opinión, las terceras vías nos cuestan. Nos cuesta abrir la mente a nuevas categorías no descritas con anterioridad, bien sean ideológicas, intelectuales o de identidad, como decíamos más arriba.

Las facciones extremas son fáciles de entender, de describir y, con un estímulo mínimo, se desencadena toda una respuesta. Basta una declaración de pocas palabras, esgrimir unos colores, decir «sí» o «no», para que el resto podamos rápidamente posicionarnos, sin pensar demasiado. Y aquí es donde el conflicto social, callejero, discursivo, se toca con el conflicto físico de nuestra naturaleza animal, de nuestros ancestros. La disensión, por lo general, nos alerta de forma inconsciente, física, y mientras hablamos de fútbol, política, relaciones o gustos culinarios con cierta pasión, nuestro cerebro primitivo –nuestra amígdala, hipocampo, sistema límbico– empieza a construir la respuestas de acercamiento o alejamiento, primero físicamente, lo cual nos ha mantenido vivos durante generaciones, y construyendo desde ahí un posicionamiento discursivo a favor o en contra del tema del que se trate.

Esta respuesta es aparentemente excluyente: o nos acercamos o nos alejamos, pero ¿dudar? Dudar supone un riesgo cuando la emoción del conflicto está ya activada –recuerda demasiado al potencial de un conflicto físico, y quien tarda en reaccionar…–. Sin embargo, crecer hacia nuevas realidades, hacia resoluciones mediadas, hacia la sociedad o la relación o la identidad del mañana, nos exige cada vez más marcos de referencia nuevos sobre los que pensar, no sobre los que reaccionar. Escapar del conflicto que nos posiciona férreamente ante situaciones difíciles no es una actitud sin responsabilidad sino todo lo contrario, ya que a través de nuestra duda hacemos hueco para que lo nuevo pueda aparecer.