Alberto Garcia Palomo

Grafitis, hip hop, y flores. La reconversión de la Comuna 13

Lo que antes era refugio de guerrilleros y sicarios es ahora una de las zonas turísticas en la segunda ciudad colombiana. Varios proyectos se encargan de guiar a visitantes por estos cerros con techos pintados, paredes dedicadas a desaparecidos o huertos urbanos. Los propios habitantes reconocen que muchas de las actividades que realizan eran impensables hace unos años, como caminar por la noche. Puestos con «souvenirs» y helados artesanales completan este barrio, del que se habla como «la resurrección del Fénix».

Nada más bajar del vagón, se percibe el cambio. «Para ver la Comuna 13, por esa puerta; para el telecabina, a la derecha». La encargada del metro de Medellín recita de carrerilla la información más demandada. Como si estuviera en la cola de un museo. Varios turistas deambulan por el vestíbulo. Algo impensable hace unos años en esta ciudad de 2,5 millones de personas cuya mención siempre quedará ligada al narcotráfico. O no. Nuevas iniciativas sociales pretenden cambiar esa imagen de trapicheo a gran escala, sicariato y la sombra de un nombre imperecedero: Pablo Escobar.

Hay motivos de alegría, no obstante. Aunque algunos de los tours más buscados sean precisamente los que muestran las huellas de la cocaína y su “patrón”, la afluencia de extranjeros es cada vez mayor. En sus plazas centrales con estatuas de Fernando Botero abundan las cámaras; en el barrio noble de El Poblado los bares arden con el cóctel mágico de alcohol y mochileros; y la periferia, una serpiente horadada por esqueletos de ladrillo, goza de un ritmo sano, sin miradas en las esquinas ni pasos acelerados.

Medellín está en la onda. Gusta y acoge gracias a las innovaciones de sus infraestructuras y a la calidez de sus habitantes, los conocidos en toda la provincia de Antioquia como “paisas”. Para hacerse una idea: en 2016 recibió a más de 700.000 visitantes, una cifra impensable teniendo en cuenta que en 2008 apenas sobrepasaban los 200.000. Un aumento del 15% con respecto al año anterior. Porcentaje que según la Organización Mundial del Turismo triplica la media internacional. Muchos de estos curiosos revisan ahora sus guías y marcan la casilla de pasear por la Comuna 13, opción bien arriesgada hace poco tiempo por su etiqueta de barrio conflictivo o “popular”, con laderas imposibles y chamizos de uralita.

Llegar en transporte público no sorprende a los locales. Cristian Álvarez Cruz recoge a un pequeño grupo en una salida principal. Trabaja para Casa Kolacho desde hace tres años, una asociación de jóvenes que imparte clases de hip hop al oeste de esta comuna, cuyo nombre no numérico es San Javier. También hace de guía junto con otros compañeros en lo que han apodado “Grafitour”. Es parte de la financiación del proyecto. En pocos minutos, este monitor invita a los seis o siete asistentes a caminar por una cuesta empinada. Mientras, cuenta esa mutación de las calles y la vida.

«Este barrio ha resucitado como el Fénix», avisa antes de enfilar la calle “del Ché”, conocida así por un rostro del revolucionario argentino pintado por la guerrilla. «Por aquí no se podía salir de noche», confiesa Álvarez, «había sicarios de cárteles rondando y guerrilleros que campaban a sus anchas, porque el esfuerzo policial estaba encaminado a detener la droga».

Todos los habitantes (unos 135.000 en toda la Comuna, que congrega 24 barrios de la parte occidental de la ciudad) eran, al fin y al cabo, rehenes de unos y objetivo de otros. Con la merma del narcotráfico –que hasta la muerte de Escobar, en 1993, dejó miles de heridos y se cobró la vida de al menos 402 civiles y 550 agentes de seguridad– y las treguas entre el Gobierno y la guerrilla, la Comuna 13 despegó. Influyeron varios factores. Por un lado, el respiro que dio la violencia (a pesar de que, hasta setiembre de este año, Medellín suma 360 asesinatos, un 3,4% más que en el mismo periodo de 2016). Por otro, esa metamorfosis de gusano a mariposa que ha cambiado el destino vacacional a los extranjeros y ha devuelto el orgullo a los residentes.

Como el de este desconocido sin tapujos que ha colgado prendas recién lavadas en perchas, ingeniándose un tenderete improvisado justo encima de un mural y un parque. O, mejor dicho, de un solo columpio: lo único para que jueguen los 20.000 niños del barrio. «Hasta 2002 nadie se atrevía a entrar. La municipalidad nos ignoraba. Se fueron los narcos y la guerrilla, pero llegaron los paramilitares», continúa el joven rapero, de 27 años y bautizado como “El Bicho” entre sus “parseros” grafiteros. Resume en esa enumeración funesta la guerra que libra el país desde hace décadas, esa que mantiene lo que los analistas catalogan de «violencia latente pero no visible». Como afirma Fernando Vallejo, «Colombia no ve grave que se mate, sino que se diga».

Y resulta cierto: aunque de madrugada se pueda oír muy puntualmente algún que otro disparo, en la Comuna 13 el día transcurre sin tensiones. Algunas casas siguen a medio construir, pero en las paredes se alzan dibujos de rostros que homenajean a víctimas, alusiones a la “Pachamama” o chispeantes composiciones cubistas. Desde “El Balcón”, un mirador natural, se ven los techos coloreados gracias a una gran acción barrial. «Llevaban 50 años sin cambiarlos y lo primero que pensamos los que pintamos fue que tuvieran mejor aspecto», rememora Álvarez. La perspectiva aérea descubre una forma de corazón, idea original del proyecto. «Medellín se llena de vida», lo titularon.

Se oyen ritmos reguetoneros, se esquivan de vez en cuando procesiones de gente escuchando a un guía que hace aspavientos hacia el cielo, voluntarios extranjeros imparten clases de inglés en plena calle. Medellín, efectivamente, sigue viva. La intentaron ahogar durante mucho tiempo, elevándola al rango de ciudad más peligrosa del mundo, pero emergió de sus cenizas. Ahora, en las listas de los primeros diez puestos de tal macabro ranquin ni siquiera aparece la capital del país, Bogotá. Y eso que la mayoría de urbes que aparecen pertenece al mismo continente (Caracas, San Pedro Sula, San Salvador, etcétera).

«Ha cambiado todo. Ahora se está ‘bacano’», resume Claudia Cano, vecina de 42 años que lleva desde pequeña por estas calles. Un espacio sin nombrar está habilitado para que sean los dueños de las casas los que lo pinten. Nada de profesionales. Se nota que se han esmerado. Que no se lo han tomado a broma. «No lo hacen por sacarse fotos y publicarlas en las redes sociales. Lo hacen para cambiar la vida de la gente», apunta Álvarez, fiel defensor de que un entorno cercano y en paz es clave para la educación de los más pequeños: «No solo se tiene que subir y bajar por el barrio, los visitantes han de ver que el grafiti tiene un papel pedagógico».

Desde luego, no es lo mismo despertar con percutores de gatillo que con caras sonrientes en las paredes. Y eso que la realidad económica no ha cambiado tanto: en un abanico de estratos económicos del 1 al 6 como el que reina en el país para demarcar las clases sociales, la Comuna 13 (o San Javier) se sitúa en los primeros peldaños. El de los que reciben subsidios y cobran los salarios más bajos. El de los que directamente no trabajan y alimentan esa tasa del 11,3% de desempleo que arrastra Medellín, dos puntos por encima de la media nacional, del 9,22%.

El paseo continúa y Álvarez se apoya en una de las grandes alteraciones recientes del distrito: las escaleras mecánicas que permiten subir parte de la pendiente sin resollar. Vendieron la instalación como una mejora necesaria. Como un salto a la modernidad. Apareció en todos los medios como una actuación integral de renovación ciudadana. La realidad es que solo se ve a algunas personas desperdigadas por el metal. Y que, en cualquier caso, su radio abarca una mínima extensión del trazado. Aunque, claro, no deja de suponer una ayuda para cargar con la compra o ascender a recovecos no tan accesibles.

A los que desalojaron por la obra, sin embargo, les da hasta rabia subirse. La inversión fue de unos 2,8 millones de euros y se concretó en seis tramos repartidos por los cerros. En sus cercanías han aflorado puestos de venta ambulante. En uno incluso se ofrecen camisetas, tazas o gorras con emblemas del barrio. Como si fueran los famosos “souvenirs” de Nueva York. Héctor Fabio García custodia la tienda. Tiene 33 años, se mueve en silla de ruedas y la ha montado hace cuatro meses. «Es que las visitas se han incrementado demasiado. Antes había turistas, pero no tantos», expresa. «No tenía nada y por un accidente llevaba tres años en casa. Ahora he visto la oportunidad, porque el cambio ha sido de un 200%. En cultura, en tranquilidad y en lo bonito que está todo», sonríe alguien que –señala– mantiene en su fachada las huellas de balaceras repentinas.

«Ey, ‘parse’, llévanos a pintar», interrumpen al guía unos cuantos “pelados”. Él narra que la idea de adecentar el barrio surgió antes de que fuera algo turístico. Les impulsó la dejadez de la gente: «Hacíamos “bombardeos” ilegales. De noche, pintábamos esquinas, paredes. No era un reclamo al extranjero, sino un acto personal. Incluso después, cuando empezamos a poner tours, no pedíamos nada. Luego se popularizó y ya pensamos que era útil para emprender nuevos proyectos. Aun así, lo que hacemos no es ir con una banderita y que la gente se haga selfis: queremos que se sepa lo que pasa en el barrio», justifica. Es común cruzarse con esos circuitos de los que habla, muchas veces dirigidos en varias lenguas.

 

La creación de nuevos negocios. Mirando hacia arriba no se distinguen dos casas iguales. «Aquí no construyen los arquitectos, sino los dueños», aclara Álvarez. Una de las paradas obligatorias es una heladería casera. Cremas Doña Consuelo, la llama todo el mundo aunque no haya letreros ni pegatinas. Madre de ocho hijos y viuda desde hace 17 años, esta señora se lanzó al emprendimiento autónomo sin titubeos: con frutas tropicales como el mango, la guanábana o el maracuyá hizo estos polos que vendía al por menor. Poco a poco, su sabor se hizo leyenda. Hasta ganó un concurso municipal de helados artesanos. Ahora guarda en cinco frigoríficos los «400, 500 o 600» que prepara cada mañana. La asiste su hijo Jaime, que escucha cómo Consuelo Ríos, celebridad del barrio, recorre su biografía en cuatro sentencias: «Éramos pobres. Nos decían lo que teníamos que hacer. Vivíamos en algo maluco, atormentados, amenazados. Ahora tenemos una oportunidad excelente». Los 10.000 vasitos de crema que sirve cada mes le dan un buen sustento y la placidez de tener qué dar a sus nietos. «Ellos vivirán mejor, porque con nosotros fue una violencia horrible».

Su pubertad estuvo marcada por la delincuencia y el temor. Como describe William Ospina en “Pa que se acabe la vaina”, las barriadas de las ciudades «se llenaban de jóvenes valientes, despojados, arriesgados y sin ley, dispuestos a cualquier cosa por llevar por primera vez una nevera a sus madres en esas casas indigentes de las lomas donde se cansa el viento».

Por seguir con ejemplos de la literatura patria, aquellos chavales se regían por la máxima de un clásico moderno: “No nacimos pa’ semilla”. En este libro de 1990 ya se advertía que Medellín vivía en una guerra donde «intervienen muchos poderes», pero «son los jóvenes los que matan y los que mueren». Era la cultura, anota el autor Alonso Salazar, de «la camándula y el machete».

Si nos fiamos de Gabriel Garbar, estadounidense hijo de colombiana y compañero de María Paola Aguilar –de 35 y 29 años, respectivamente– eso ya no sucede. La ciudad está mucho mejor. «Al principio nos ha costado venir. Nos hemos animado porque una amiga lo hizo. Mi madre decía que tuviera cuidado con la cámara», ríen, asombrados. Ya el cauce de estos pasadizos entre chiscones desemboca en un imponente mural. El epílogo a una ruta de color y vibraciones sorprendentes arrastra uno de los capítulos oscuros de su historia reciente: la Operación Orión, en 2002.

No era la primera del año. Ya habían tenido recientemente la Mariscal o la Antorcha, pero entre el 16 y el 17 de octubre de aquel año, más de 1.000 miembros de las Fuerzas Militares, la Policía Nacional y la Fuerza Aérea de Colombia se internaron en la Comuna 13 como maniobra para arrestar a guerrilleros. También se unieron 3.000 paramilitares. En el transcurso de estos dos días se acorraló a la población. El registro oficial contabilizó al menos 88 muertos y más de 200 heridos, pero el grueso de la ejecución consistió en hasta 370 detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones forzosas, que organizaciones humanitarias cifran en 95 y que aún no se han esclarecido: la lucha del distrito y de las familias se centra en excavar lo conocido como La Escombrera, un basurero a unos kilómetros.

«La violencia no se combate con violencia. Se combate con unión y con la acción del corazón», se despide Álvarez frente a ese dibujo de animales que simbolizan la sabiduría, la libertad o la unión. «El grafiti no es ni del artista ni del turista; es del barrio y sirve para recordar. Para transformar lo oscuro en color», añade casi rimando. Le viene al pelo: pronto se meterá en Casa Kolacho, el estudio y escuela de hip hop que capitanea Jeihhco Castaño. «Empezamos en el año 2009 con un mensaje: la alternativa a la criminalidad son el arte y la cultura. Lo que nos enseñó Héctor Pacheco, al que todos apodaban Kolacho, que murió por un disparo de madrugada», argumenta este cantante de 32 años y enorme envergadura. Su abrazo provoca lesiones de espalda y reconforta: «Antes nos veían y se cruzaban de acera. Ahora ofrecemos oportunidades».

Opción para progresar. ¿Y las flores? Se cuelan bajo las farolas o en las aceras a lo largo de la ronda. En este tramo final, varias botellas de plástico en labores de maceta adornan la entrada de un edificio. Es la Casa Morada, con un pequeño invernadero y actividades de lectura o música. Aka –una especie de presidente rapero que prefiere aparecer solo por su nombre artístico y sin confesar su edad– conoce de sobra estos nuevos movimientos que han dado un pellizco a la vida en la Comuna 13. Es uno de los que han plasmado sus grafitis, actúa en una banda y anima a los vecinos a montar su propio huerto urbano, para el autoconsumo. Cada día, calcula, pasan unas 300 personas.

«Antes era muy difícil atraer a la gente. Queremos que tengan una opción para progresar. Y no contamos con ningún apoyo público. Simplemente pensamos que lo que se aprende en la calle se debe utilizar para cambiar», reflexiona frente a un ordenador, donde va poniendo “performances” artísticas interpretadas en el barrio. Alaba las iniciativas ciudadanas, pero desliza algunas críticas: «Tienen una chimba de fachada, pero solo les da el dinero para papel higiénico y agua panela –una bebida de azúcar–. Está tranquilo, pero el “modus operandi” de la guerra existe», protesta. Y concluye: «Llevamos 20 años de ausencia de Estado. No nos queda más que decir que hagan las cosas por amor, que es como se cambia el mundo».