Carlos Aitor Yuste
Historiador
GAURKOA

La dictadura imperfecta

El artículo recuerda un discurso del político español Juan Donoso Cortés en el cual abogaba por la dictadura en un momento convulso en Europa, como lo era mediado el siglo XIX. El discurso tuvo gran eco y recibió los elogios de las monarquías europeas más reaccionarias. La conclusión del autor es la que ofrece la historia: ninguna dictadura funciona.

Aquel 4 de enero de 1849 Madrid había amanecido helada y a él además le dolía la garganta. Si no fuera porque Europa entera ardía por los cuatro costados en lo que hoy conocemos como la «Primavera de los Pueblos», la Revolución de 1848, y porque el día anterior el líder de la oposición, Cortina, había dirigido un sobrio discurso alertando del rumbo autoritario que estaba tomando el Gobierno, seguramente él, Juan Donoso Cortés, habría preferido quedarse en casa.

Sin embargo, una vez metido en harina, comenzó a disfrutar como disfrutan todos los oradores de un público entregado que seguía sus palabras entre los abucheos de unos pocos y los entusiastas aplausos de la inmensa mayoría de los diputados. Y más cuando solo él sabía la sorpresa que les tenía reservada: al final de la quinta ovación soltó la bomba con estas palabras con las que respondía a la petición de Cortina de que el Estado se ciñese a la ley para imponer el orden y no se extralimitase: «Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura».

El cronista de la Cámara resumió en una sola palabra el efecto que esas palabras tuvieron en todos los presentes: «sensación». Por muy conservador que fuese Donoso Cortés, no dejaba de ser liberal, es decir, no dejaba de estar en las antípodas de cualquier forma de dictadura. Y sin embargo, ahí estaba él defendiendo una forma de gobierno autoritaria para imponer el orden en momentos de crisis.

Su argumento era simple: entre revolución y dictadura, él elegía dictadura. Prefería un gobierno de sabios, de hombres dignos que dirigiesen al pueblo con puño de hierro que arriesgarse a dejar todo en manos de las «revoluciones socialistas contra las clases medias». Y precisamente por esa simpleza encantó no solo a sus compañeros en el Congreso y al Gobierno en pleno, sino también a las cortes más reaccionarias de Europa, como las de Austria, Prusia o Rusia, donde su discurso fue publicado y alabado unánimemente.

El problema vino cinco años después, en 1853, cuando muy lejos de Madrid, en Crimea, turcos, británicos y franceses (y algunos piamonteses) entraron en guerra contra Rusia. Aquella guerra era un conflicto lejano, pero que tuvo una terrible consecuencia: el flujo de los cereales de Rusia quedó cortado, provocando un alza de precios y un hambre tremenda en toda Europa.

El Estado español, dirigido por aquella virtuosa dictadura, se encontró con una población hambrienta y enferma, y por tanto enfadada. Y para colmo, con unas elites no tan hambrientas o enfermas, pero igualmente enfadadas, pues tampoco ellas tenían manera de participar en la política, pues también a ellas se lo impedía la misma dictadura de virtuosos. Que, por cierto, de virtuosos tenían muy poco.

La solución fue también muy simple: todos los apartados por el Gobierno, ya de clase alta, ya de clase baja, unieron sus fuerzas y provocaron la Revolución de 1854, menos revolucionaria de lo que su nombre indica, pero al menos lo suficiente como para echar al Gobierno.

Y es que por muy buen gobernante que sea uno (que nunca lo puede ser mucho, las cosas como son), la clave no es sólo gobernar bien, sino también escuchar. Permitir hablar al pueblo y respetar sus opiniones, y no reprimirlo y amordazarlo, es la clave para que haya estabilidad. De lo contrario, si no se le permite hablar, es de pura lógica prever que se hará escuchar tarde o temprano.

Olvidar esta máxima, considerarse la esencia sagrada de la comunidad, los más de lo más, los navarrísimos por ejemplo, sólo sirve para aislarse y aislar al que solo quiere el mismo respeto que le exigen que tenga con sus rivales y para hacer más profundas unas trincheras que no conducen a ninguna parte.

La dictadura puede parecer atractiva, pero sea del color y rigor que sea, sólo hay una característica segura en todas ellas: que nunca, jamás, funcionan.