Mirari ISASI
CRISIS POLÍTICA Y ECONÓMICA EN BRASIL

Rousseff trata de dar la vuelta a sus peores cien días

No han sido los mejores primeros cien días de Gobierno para Dilma Rousseff. Su Ejecutivo y el PT atraviesan su momento más crítico debido al estancamiento de la economía, la corrupción y la crisis política, aunque podrían estar dándole la vuelta.

Las turbulencias económicas, las permanentes disputas entre poderes y los escándalos de corrupción acosan al Ejecutivo de Brasil, al Partido de los Trabajadores (PT) y a la jefa del Estado, Dilma Rousseff, cuyo índice de popularidad ha caído en picado desde que fue reelegida para un segundo mandato, que asumió en enero.

La presidenta aguanta bajo el fuego cruzado de una oposición reforzada en las urnas, unos socios de Gobierno que le zancadillean en el Congreso y una izquierda descontenta con sus políticas económicas y que acusa al PT de haber abandonado sus antiguas banderas y haber forjado alianzas solo para mantenerse en el poder. Rousseff ha sido el objetivo, además, de grandes movilizaciones que pedían la apertura de un juicio político y su destitución y que el propio Gobierno parece haber desinflado al retomar la iniciativa política.

En su primer mandato (2003-2006), Luiz Inacio Lula da Silva creó una amplia y heterogénea coalición, pero mantuvo sus prioridades en materia presupuestaria y de puestos para las corrientes internas de su partido, señala Carlos Pereira, de la Fundación Getulio Vargas. No obstante, afirma que «con el tiempo, los socios del PT no estaban dispuestos a dar su apoyo sin recibir nada a cambio. La corrupción que se ha desarrollado en el PT –dice– es el resultado de esa nueva relación con sus aliados».

En busca de contrapartidas, su socio en el Ejecutivo, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB, centroderecha) ha votado en contra de los intereses del PT en el Congreso y ha derrotado proyectos legislativos vitales para el Gobierno, como los planes de ajuste económico, al tiempo que está tratando de llevar adelante una polémica reforma laboral, a la que se oponen Rousseff y su partido, que temen un aumento de la precariedad.

Para aliviar tensiones con sus socios, la presidenta ha delegado en su vicepresidente y líder del PMDB, Michel Temer, funciones para negociar con el Congreso, lo que ha sido criticado como un importante cesión de poder político. Al mismo tiempo, ha tratado de contentar a los sectores de izquierda con varios nombramientos.

La delicada situación económica es otra de las cuestiones que ha desgastado al Ejecutivo en apenas tres meses. En la mayor economía de América Latina y la séptima a nivel mundial, el PIB se estancó en 2014 (0,1%), la inflación es la más elevada en una década (8,13% interanual) y las cuentas públicas están en números rojos. Para corregirlo, Rousseff dio plenos poderes a su ministro de Hacienda, Joaquín Levy, cuyo nombramiento levantó ampollas en el PT y la izquierda y fue interpretado como un giro a la derecha por ser un leal seguidor de Milton Friedman, exfuncionario del FMI y perteneciente a la oligarquía financiera. Levy ha puesto en marcha un plan de austeridad que afecta a varios subsidios y pensiones y ya ha ralentizado la economía.

Rousseff reiteró recientemente su compromiso con el «ajuste fiscal», pero afirmó que no sacrificará los programas sociales.

Casualmente, unos días después de la cesión de poderes a Temer, los líderes de la coalición de Gobierno firmaron un documento por el que se comprometen a apoyar las medidas de austeridad y a bloquear cualquier intento de elevar el gasto o reducir los ingresos tributarios, lo que allana la vía a la aprobación del plan de Levy.

A la frágil situación económica se le suma el escándalo de corrupción que afecta a Petrobras; no el único, pero sí el de mayor repercusión política y mediática. Por ahora, además de a empresarios, ha salpicado a unos 50 políticos, entre ellos los presidentes de las dos cámaras, senadores, diputados y el tesorero del PT, Joao Vaccari.

La Justicia considera al PT sospechoso de haber haber malversado 4.000 millones de dólares de dinero público a través de contratos sobrevaluados de la petrolera estatal a cambio de donaciones al partido.

Además de este escándalo, a finales de marzo, la Policía desarticuló una red sospechosa de haber causado daños que podrían ascender a 6.000 millones de dólares a las arcas públicas al manipular a favor de empresarios los procesos del departamento encargado de multar a los defraudadores.

Una «oportunidad»

No hay duda del daño que el «caso Petrobras» está causando al Gobierno, al PT, a la Administración Pública y a las clases política y empresarial, pero puede ser una «oportunidad» para Rousseff al ser el primer escándalo de corrupción que se investiga a fondo y va a cambiar la relación entre sociedad, Estado y empresas privadas.

A la vista de este desgaste, Rousseff ha enfocado su discurso en el ámbito social, un área que le ha dado réditos, sobre todo entre los más pobres, por su exitosa política de distribución de renta y construcción de viviendas populares. Tuvo que llegar el PT al poder, primero con Da Silva y luego con Rousseff, para que unos 40 millones de brasileños salieran de la pobreza gracias a políticas populares y planes como Bolsa Familia, Hambre Cero y otras medidas inclusivas que no sacaron al país del capitalismo, pero mejoraron las condiciones de vida de los más desfavorecidos.

Además, ha presentado un paquete de medidas contra la corrupción al tiempo que negó la posibilidad de otorgar un «gran perdón» a las compañías implicadas en el «caso Petrobras». Los fiscales, mientras, piden sentencias más duras y mayores poderes para perseguir a los responsables del esquema de sobornos que le cuesta a los contribuyentes más que el presupuesto anual de salud o educación.

Algunos sectores del país han pasado por alto los esfuerzos de la jefa del Estado y del Gobierno para hacer frente a esa lacra y aprovecharon la dimensión que ha adquirido el escándalo de Petrobras para tomar la corrupción como bandera y salir a las calles para, en el mejor de los casos, pedir la destitución de Rousseff y un cambio de Ejecutivo y, en el peor, apelar al Ejército evocando la dictadura militar que durante veintiún años (1964-1985) asoló el país.

La importante caída en el número de manifestantes entre el 15 de marzo y 12 de abril, a pesar del papel determinante que jugaron los medios de comunicación para impulsarlas, se debe, a juicio del sociólogo brasileño Emir Sader, a que el Gobierno ha retomado la iniciativa política. En este sentido, en un artículo en el portal Alai Amlatina, Sader destaca la recomposición política de sus alianzas, la adopción de medidas populares relacionadas con el impuesto sobre la renta y el aumento salarial, las perspectivas de reactivación en varios sectores económicos y el mantenimiento inalterado de los índices de desempleo y la aparición de nuevos casos de corrupción que afectan a parte importante de los opositores que promueven las movilizaciones.

Su visión contrasta con la menos optimista de Fernando Lattman-Weltman, de la Universidad de Rio de Janeiro, que afirma que «quizás el Gobierno pueda respirar dentro de seis meses, si el programa de austeridad tiene éxito y se retoma el crecimiento económico».

A diferencia de las manifestaciones de 2013, las de este año reúnen a familias enteras de clase media y alta que piden la destitución de la jefa del Estado, algo que en un régimen presidencialista como el de Brasil es un excepción, según recuerda Lattman-Weltman a IPS. Ningún partido quiere impulsar ese proceso.

Para Osiris Barboza de Almeida, del Movimento de Combate a Corrupçao Electoral, «el centro de corrupción no es el Gobierno, sino la política en general, y el pilar de todo es la financiación privada de las campañas electorales».

Una minoría de los manifestantes, en torno al 9%, aprovechó las movilizaciones para demandar una intervención militar contra el Gobierno como solución a los problemas de Brasil. Entre ellos, el diputado y exmilitar Jair Bolsonaro, del derechista Partido Progresista (PP), que se dijo defensor de la «democracia conquistada a duras penas en 1964 (año del golpe de Estado) por los militares» y denunció la «apropiación ideológica del Estado» por el PT.

Pero al Gobierno y a la oposición les preocupa que, al calor de las últimas protestas que sacudieron Brasil en 2013 y derivaron en graves incidentes, salgan de su periodo de hibernación y rompan el juego actual de confrontación política y disputas canalizadas por la vía institucional. Una apuesta de mucho riesgo que la oposición deberá calibrar, porque una radicalización de las protestas podría provocar una reacción de la militancia del PT, más experimentada y con más capacidad de sacar a las masas a la calle, apuntó Lattman-Weltman.

El PT, en su peor momento tras doce años en el poder, ha decidido hacer autocrítica y apostar por «corregir el rumbo» y recuperar valores de ética política para eliminar algunos «vicios», que su presidente, Rui Falcao, llamó «pragmatismo pernicioso» y «‘cretinismo’ parlamentario de las alianzas y las amistades en el Congreso».

A juicio de Lincoln Seco, autor de “Historia del PT”, la indignación popular contra el Gobierno no es un fenómeno nuevo, lo que está cambiando es parte de la clase obrera, base tradicional del PT y ahora enriquecida, que «se ha pasado a la oposición». «El problema del PT es el modelo de Gobierno que creó, de rentas. Cuando la crisis económica estalla, el Gobierno no puede cumplir con las expectativas del nuevo modelo de vida» de las clases salidas de la pobreza, y estas se vuelven contra él.

Pero subraya que «si no es víctima de un juicio político, el PT continuará representando la única izquierda posible para la sociedad brasileña, hasta que aparezca una alternativa, que no será pronto».