Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Periko maitea

Para los que nacimos al mundo real en los estertores del franquismo, con ese uso de razón que se nos presuponía, el nombre de Periko Solabarria ya se había convertido en un icono. La generación anterior a la mía recogía el eco de los gudaris de la guerra, de los huelguistas anónimos y deportados en las protestas de 1951, del maquis del Irati y de las ikurriñas que colgaban en las catedrales.

La nuestra tuvo asimismo los suyos. Grabados en nuestra historia con pluma de cincelador. Telesforo Monzón, Joseba Elosegi, que surgían desde escenarios remotos con pie firme, Argala, Txabi Etxebarrieta, Jokin Gorostidi, Juanjo Etxabe... Otros también. Entre ellos, humilde, en la obra con casco, antes con sotana, siempre en la segunda línea de la imagen, como si se tratara de un papel secundario en una película, Periko Solabarria. Colocando signos a los sin nombre.

Contaba en cierta ocasión que trabajando en el Puente de Rontegi, recibió la visita de un patrón llegado de Madrid. Y ante las cámaras, el empresario se atusó el pelo, estiró la corbata y sacó pecho. «No es por usted», le señaló un periodista, es por el obrero. El patrón debió pensar que la revolución le había pillado sin saberlo. Se lo aclararon ante su cara de estupor: «Este señor con casco y buzo es diputado en las Cortes de Madrid. El único que no trabaja en un despacho».

Nos hemos acostumbrado a lo que debía ser excepción, a que los ricos lloren y a que los pobres se mueran de hambre, a que la injusticia se pierda entre las sombras y a que la justicia del dinero avance con solera por las portadas de los diarios. A que un camello, como diría Periko, entre por el ojo de una aguja. Y lo que es peor, a que los hombres y mujeres de verdad, la humanidad en su complejidad paradójicamente sencilla, se haya caído del abecedario.

Enlazando esta última afirmación, durante mucho tiempo, quizás toda una vida, me apodera un tremendo desasosiego. ¿Lograremos alguna vez rescatar la grandeza de los nuestros, de aquellos a los que la historia, a veces el futuro, cita únicamente a pie de página, los engulle en una cifra? Una obsesión que me persigue y que sólo resuelvo momentáneamente encadenando frases, narrando sus energías. Trazando líneas.

Para superar alguna letra de esa zozobra infinita, hace años escribí una novela que titulé “Gallarta”, sobre las condiciones de vida de los primeros mineros de Triano, tratados como bestias, hacinados en barracas de las que no podían salir sino para transformar unos vales en alimentos y, obviamente, para extraer el que los trabajadores llamaban «mineral rubio», hierro en las diccionarios. Excelente, decían, para forjar el acero.

Consulté decenas de libros, viajé a los lugares ya abandonados, reconocí herramientas, luego expuestas en el museo que se abrió con posterioridad, recogí índices de mortalidad, esperanzas de vida, salté alambres oxidados y recorrí veredas absorbidas por el calendario. Armé un libro lleno de letras que intentó plasmar pasiones, luchas, injusticias y sentimientos de hombres y mujeres que dejaron un halo fugaz en nuestra historia.

Una mañana, Periko Solabarria me llamó, con timidez como lo hacía, y me invitó, de su mano, a echar una mirada al pasado. Al suyo y al de los que le precedieron. Para conocer, a través de sus gestos, de sus palabras, de sus zapatos, el entorno de sus padres, el suyo cuando nació. «Nos forjamos viviendo la vida, no en los libros», me lanzó con una voz casi imperceptible.

Y me llevó a la casa donde germinó y se crió. Aún conserva, a modo de recuerdo, un número, el 23, en lo alto del rellano. Un tejado arreglado ahora, una puerta pintada de verde descamisado, una ventana por donde apenas entraba la luz. Una sola planta. Y me contó lo que yo había escrito, una familia numerosa, el padre en la mina, los inviernos largos, fríos sobre todo desde que se escondía el sol, un puchero en el fogón. Sin electricidad, sin agua.

«¿Ves, al otro lado de la ría?», me dijo. «Allí viven los ricos. Pero antes todos estábamos en la margen izquierda. Llegó un momento que no nos soportaron en nuestra miseria. Se marcharon y edificaron villas lujosas y nosotros, cuando anochecía, veíamos desde lo alto, a lo lejos, las lucecitas de sus mansiones».

En aquel atardecer, hermoso a pesar de los recuerdos, los últimos vecinos de aquellas casas enmohecidas por el olvido, se acercaron a saludar a Periko. Su acento los delataba. Habían llegado de lejos, un día perdido en el horizonte, en la ruta del hambre. Cabellos encanados, semblantes arrugados. Pero una memoria, como la del entorno, que sudaba en gotas de acero. Habían compartido con Periko y su familia, la miseria.

Una miseria que crea, a través de la lucha, lazos eternos. Algunos trajeron la evocación de su elección: «Cuando vi tu apuesta política no tuve dudas. Voté siempre, y lo seguiré haciendo, Herri Batasuna». Aquella coalición que ayudó Periko Solabarria a crecer, desde el tajo a pesar de su acta de diputado, llevaba varios años ilegalizada.

Nos forjamos viviendo la vida, no en los libros. Fue una cura de humildad y la sensación de que “Gallarta”, la novela primeriza, la empezaba a rescribir entonces. Goethe apuntó en cierta ocasión que los escritores viven en dos mundos. Pero el mundo literario es una ilusión. La vida, comprendí después de la visita a la que me invitó Periko, es la academia. El resto, pura fantasía.

Participamos Periko y yo, junto a otras compañeras y compañeros, esa necesidad de un rescate que a veces nos da la impresión de que se eterniza y otras, en cambio, se acelera. A finales de 2009, después de tejer una tela complicada, dábamos las últimas puntadas de lo que estaba a punto de presentarse en sociedad: Euskal Memoria. La memoria de los nuestros.

Periko estaba ilusionado. Lo estábamos todos. Dos noches antes de la puesta de largo, la puerta de mi casa se vino abajo. La Policía se llevó a uno de mis hijos. Una redada contra la juventud rebelde. Debo reconocer que tuve alguna duda. La obligación, la presentación de un proyecto en el que habíamos puesto mucha ilusión colectivamente, o, por el contrario, la sangre, el corazón, el desgarro por el secuestro. Por la mañana me llamó Periko. «Ni se te ocurra aparecer por aquí (firmas, papeleo, presentaciones). Tu lugar está en Madrid, frente a la Audiencia Nacional, al lado de tu hijo». El resto, de momento, era fantasía.

Cuando mi hijo salió de prisión, Euskal Memoria trotaba, nos había hecho Periko de cicerone también en Barakaldo. Volvimos con él a La Arboleda, a las minas del Carmen, a Gallarta... en una jornada memorable. Entre ellos, mi hijo y Periko, 60 años de distancia, tres generaciones. Y, sin embargo, uno y otro respiraban el mismo idioma, como si la tierra hubiera dejado de rotar.

Aquel día supe con certeza que Periko había roto fronteras, incluso alguna propia. Otros, seguramente, lo conocían antes. Yo lo supe entonces. Encerrado en una humildad asceta que contrasta sobremanera con el hedonismo de nuestra época, siempre se había negado a entrevistas, biografías, grabaciones. Fue cuestión de tiempo.

Por lo que sé, esa confianza en la juventud, en el futuro, en el recambio, abrieron las puertas a sus secretos que, en realidad, no existían. Su vida era un libro abierto, pero sin letras impresas. Sólo esa juventud rebelde lo lograría. Puso la primera sílaba y el resto se deslizó como el río hacia la mar. «Ez galdetu inoiz zer galdu genuen, itsasoa gara» que cantaba Eñaut Elorrieta.

Jóvenes, imputados como él, en ese teatro que ha tenido lugar en la Audiencia Nacional hace unas semanas, han compartido con Periko sus últimas confidencias. Las del compromiso. El futuro, como lo fue en mi época, en la del franquismo, en la de la de los padres de Periko, en la de tantos otros que ni siquiera recordamos, está en manos de esa generación que ya nos ha relevado y que un día, llenará de contenido esos sueños y esperanzas que han dado sentido a nuestras vidas. En especial y en particular a la de Periko Solabarria.