EDITORIALA
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Gestionar la discrepancia, mitigar la obediencia, evitar la disidencia

Obligados por el «cerrado por no poder atenderlo» que las clases dirigentes provocan al país en periodo estival, el foco se pone estas semanas en otras latitudes. A menudo, en esas otras realidades se advierten soterrados debates que tienen un reflejo bastante universal. Ocurre con los valores y con los debates políticos; lo hemos visto esta semana en Grecia o en Irlanda. Más allá de la grandilocuente y teatral «traición», el debate pivota sobre palabras como «disciplina», «obediencia», «discrepancia» o «disidencia», tejiendo una cultura política más o menos emancipadora.

Valores y conceptos para un debate honesto

Un grupo de personas se reúne en un marco en el que deben tomar ciertas decisiones. Lógicamente, al entrar al debate todos los presentes asumen unas normas: el rango de las cosas que pueden y no pueden decidir, los equilibrios de poder, lealtades y autoridad, el método para tomar esas decisiones… Las personas que no están en esa reunión pero que forman parte de la organización o la comunidad a la que esas decisiones afectarán directamente también deben, de un modo u otro, compartir estas funciones y normas.

Una vez tomada esa serie de decisiones, al salir de la reunión, existen al menos tres maneras de afrontar el desacuerdo político con lo decidido. La primera, puramente política, es la que se rige por la disciplina. Este es un valor a menudo menospreciado, pero que es central en la práctica política. Disciplina es aceptar los procedimientos, las jerarquías, la autonomía, los órganos y la cultura de una entidad política determinada. Esto quiere decir que, pese a no compartir el conjunto de decisiones, en coherencia con haber participado del debate y haberlo perdido, se asumen dichas decisiones como legítimas, se busca una manera propia de defenderlas públicamente sin caer en grandes contradicciones ni traicionar lo acordado y, muy probablemente, se comienza a maniobrar para cambiarlas en futuras reuniones. Hay maneras más y menos elegantes de llevar a cabo esas maniobras, dependiendo del margen que se tenga y de la propia naturaleza de sus protagonistas.

No falta quien, ante la imposibilidad de sacar adelante sus postulados o la amenaza del ostracismo, se hace a un lado, sin por ello romper esa disciplina. Quizás el caso más cercano sea el del lehendakari Ibarretxe.

La segunda opción es la obediencia, un valor de raíz religiosa, con un claro desarrollo en la esfera militar, que ha colonizado la práctica política a un coste ideológico bestial. A izquierda y a derecha. En este contexto obediencia significa que, independientemente de la postura con la que se entrase en la mencionada reunión, independientemente de la opinión que se tenga sobre lo decidido, siempre se asumirá esto, no en el sentido de la disciplina, tampoco en el de un cambio de postura derivado de la dialéctica, sino de la conveniencia particular del acuerdo con lo decidido. Es decir, siempre se estará de acuerdo con lo decidido, sea esto lo que sea, de manera acrítica y a menudo contradictoria. Se defenderá con la misma fe y vehemencia con la que se defendería lo opuesto, si así se hubiese decidido.

Este modo de actuar en política tiene un grave efecto perverso: la equiparación de toda discrepancia, aunque quien la sostenga actúe de manera disciplinada, con una disidencia. En esa versión religiosa de la política, el objetivo de esas reuniones no es acordar un conjunto de decisiones en un contexto dado, para un periodo, en base a la potestad del marco, con su estrategia, plazos y alianzas, sino la de revelar una nueva verdad absoluta, inapelable, que solo no puede ser atendida por advenedizos o heterodoxos ególatras. La acusación aquí siempre suele derivar en personal y a menudo en moral.

Pero existe una gran diferencia entre una discrepancia disciplinada y una disidencia. La disidencia es, precisamente, la tercera vía para afrontar la falta de acuerdo con lo decidido. Ese desacuerdo debe ser, en principio, muy profundo y fundamental. Ante la perspectiva de no poder cambiar las decisiones tomadas, hay quien decide salirse de esa organización y buscar una vía propia para lograr sus objetivos. También hay quien prefiere adoptar una posición de presión, a modo de lobby, buscando lograr desde fuera cambios de postura que no habrían logrado estando dentro. Es natural que esta disidencia adquiera un carácter traumático. En un primer momento el enemigo es el hasta entonces compañero.

No pasa nada, es parte del desarrollo histórico. Pero conviene llamarle a las cosas por su nombre. Respecto al debate general, los proyectos políticos avanzan más cuando se aprende a gestionar la discrepancia y cuando se mitiga la obediencia. No se puede cambiar lo que harán los otros, ni la mediocridad ni el delirio ajenos, pero sí lo que haga uno mismo.