Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Desde la soberanía

La soberanía y la proximidad son, en opinión del autor, dos conceptos necesarios para garantizar en nuestros días la democracia y la libertad. Por eso, se muestra favorable a la independencia tanto vasca como catalana, y denuncia que «vestir la capa del nacionalismo graduado para andar por la política vasca o catalana es como arropar de urgencia a un rey desnudo».

Leo todos los días las poliédricas propuestas sobre la independencia vasca o catalana. Porque se trata de eso, de la independencia. Hay que aclarar el asunto con presteza porque en el ajedrez que se está jugando los vascos o los catalanes pueden servir solo de peones en la partida, al servicio de la torre, del caballo o del rey. Vestir la capa del nacionalismo graduado para andar por la política vasca o catalana es como arropar de urgencia a un rey desnudo. Si se es nacionalista hay que aceptar que una nación solo expresa completamente su ser si funciona en todo momento desde la soberanía. Si no se acepta esta dinámica, el nacionalismo se queda en un lamento cultural o un puro suspiro romántico, en el mejor de los casos. Es como reclamar, según el lenguaje cínico del Sr. Aznar, que se hable el catalán en la intimidad.

La soberanía es un valor absoluto. Solo desde la soberanía se existe con todo el rango nacional. Lo demás son ganas de utilizar la música típica para honrar al visitante madrileño. Si un vasco o un catalán quiere seguir siendo español, así sea. Pueden inventar que la vasca o la catalana son naciones españolas. Pero si, por ejemplo, quiere el vasco o el catalán ser federal ha de construir ese edificio desde la soberanía. Si quiere vivir en el complicado Estado de la multinacionalidad, pues que viva; pero ese paso hay que darlo desde la soberanía para evitar la trampa españolista. Primero, la consulta sobre la nacionalidad. Después, el paso que debe darse según la respuesta.

Me parece una injuria para ambas naciones proponer remedios al conflicto construyendo pontones militares para pasar el río hacia el futuro. A estas alturas todo lo que no sea poner las urnas para conocerse bien y darse a conocer es girar la rueda del molino sin poner sobre ella el cereal. No se pueden seguir aceptando frases ambiguas para lo que exige ideas de perfil único. O frases despectivas y amenazadoras como la que emitió el Sr. Rajoy hace unos días: «Nadie convertirá a los catalanes en extranjeros en su país». ¡Blanco! Porque ese «nadie» es precisamente usted, Sr. Rajoy, que insiste, y por ahora lo logra, en que los catalanes sean extranjeros en su propio país. Y seguirá retumbando esa extranjería mientras los catalanes no sean llamados a explicarse en un referéndum.

Si ese referéndum se pierde ya no hará falta el nacionalismo catalán, supongo con tristeza que por un largo tiempo, si no es para bailar sardanas o conceder un premio literario. Tras la derrota bastará con un simple partido regionalista en el que podrán militar, con el correspondiente baile en capitanía, todas esas familias, intelectuales y personajes acostumbrados a la dependencia, que miran hacia Madrid para gozar del viejo brillo de la Corona. Porque en el fondo, y un buen estudio sociológico creo que así lo demostraría, en este tiempo de dependencias serviles bulle en la intimidad oscura del espíritu de mucha gente la atracción por una inexplicable jerarquía política y social asentada en un ámbito supuestamente poderoso. A estas alturas del siglo el Imperio constituye la tentación de grandezas compartidas. La regresión de la democracia es evidente. Y la libertad ya no figura entre las necesidades vitales.

¿Pero por qué apuesto por la soberanía en los limitados espacios étnicos? Por recobrar la dignidad nacional –que es el factor principal que mueve a los pueblos– y controlar verdaderamente el poder. La democracia y la libertad son frutos de proximidad. Ante esa realidad creo que hay que atender a las siguientes negaciones.

No es cierto que el sistema neoliberal de la globalización mejore la convivencia mediante una economía más abierta y competitiva que, digamos de paso, se llevó por delante el capitalismo burgués del crecimiento horizontal. El Imperio ya no funciona siquiera mediante las grandes corporaciones industriales y financieras con su autonomía directorial –doctrina surgida en la década de los cincuenta– y con su hipócrita multinacionalidad, sino mediante el viejo y renacido sistema de las asociaciones familiares, que se reproducen tapadamente en tramas y se extienden como un cáncer. La globalización es retro.

No es cierto que los grandes espacios políticos favorezcan el control y la potencia de las masas, sino que, por el contrario, el crecimiento de las distancias entre los centros de decisión y la calle hace invulnerables esos centros, recluidos en ámbitos nebulosos, y cuyas decisiones parasitan a los gobiernos y a los parlamentos. Insisto, el regreso a naciones soberanas más ciertas étnica y sociológicamente, más dueñas de sí, puede revitalizar la vida política con una verdadera democracia.

No es cierto que la globalización haya aumentado la seguridad de los ciudadanos, sino que se ha producido un crecimiento exponencial de la violencia, ya que esa violencia importa poco a los mencionados centros de poder, ajenos al juego democrático y a las necesidades populares, y aún les resulta beneficiosa para extender su control público y su mercado infectado de monopolismo y productos represores.

No es cierto que la globalización permita un mayor flujo de información, ya que esa información excede al control de la calle e incluso protege la colusión de los medios en una política de producción del conocimiento.

No es cierto que la ciencia se haya incrementado con la potencia globalizadora sino que esa ciencia ha sido absorbida por el poder para trasladar su dirección a los centros financieros que las grandes redes familiares vigilan con intensidad, ya se trate de ciencia para el desarrollo industrial, ya se trate de ciencia en materia de salud, ya se trate de ordenar los saberes teóricamente fomentados por la enseñanza. Nadie en la calle sabe con certeza con qué activos cuenta esa ciencia, en qué objetivos se concentra y qué finalidades últimas persigue.

En conclusión. Si la humanidad no regresa a una política de soberanía cercana –solo posible en un limitado espacio verdaderamente nacional– y elabora una democracia adecuada, la humanidad se dirige inevitablemente, obturada su capacidad de análisis y decisión por la ignorancia inscrita en las grandes dimensiones, hacia un horizonte de desastres que seguirán produciendo muerte, hambre y deterioro mundial en cadena. Ahora bien, ese nacionalismo ha de tener una conciencia revolucionaria, pues se trata de instalar un modelo social absolutamente diferente y que en sus primeros tiempos conllevará mil dificultades de ajuste. Ante esta realidad hay que preguntarse: ¿existe ese nacionalismo y existen esos nacionalistas? Estoy plenamente seguro de su existencia, mas esta seguridad ha de reforzarse con una adecuada política de apoyo a la ciudadanía. No valen medias tintas, si no es para debilitar las posiciones que se dice servir.